Tribunas
26/05/2025
Canto a la Fidelidad
Ernesto Juliá
La noticia me llamó la atención, y no por los titulares o por los detalles más destacados. Sino por una frase añadida al final, como por descuido.
Era el entierro de una señora anciana, que había cumplido ya los cien años. Algunos habitantes del lugar expresaban su admiración y agradecimiento hacia la difunta; todos guardaban memoria entrañable de un servicio que les había prestado en tiempos de hambre; de la participación en las tragedias y en las alegrías de familia; de la serenidad y la paz con que les ayudaba a resolver los pequeños o grandes conflictos de cada día.
Todo el pueblo, y no era demasiado pequeño, se había reunido en la iglesia parroquial para dar el último adiós a esta mujer. Al final de la noticia, las palabras que llamaron mi atención no descubrieron ningún acontecimiento notable en sus largos años, señalaban sencillamente el hecho de que la anciana señora no había abandonado nunca el pueblo donde había nacido.
Por un momento vi a esta mujer como un nuevo Atlas que carga sobre sí el mundo. Habrá sido depositaria, y transmisora, de esas pequeñas grandes historias de todos los días que dan sabor a la vida de un pueblo, y habrá custodiado esos tesoros de familia que son recuerdos con mirada hacia el futuro. Quizá alguna vez se haya sentido como oprimida dentro de los límites natales, y con ansias de huir o de buscar aventuras más allá de los montes. Y quizá, su amor a Dios –era muy buena cristiana-, su responsabilidad –era muy buena madre de familia-, le habrán dado fuerzas en el cotidiano vivir.
Me recordó a otra anciana gallega, que rindió su vida cargada de años, y que apenas había abandonado el hogar donde había sacado adelante a sus nueve hijos. Iluminó también mi memoria una sevillana que, en su casa materna, iba conservando sobre una mesa amplia las fotos de sus hijos, de sus nietos, de sus biznietos, uno a uno: rezando por ellos los cuidaba a todos.
El recuerdo de estas mujeres me conmovió. Ciertamente son muchos los seres humanos, hombres y mujeres, que han de abandonar el lugar donde han nacido o en el que se han asentado: bien por necesidades vitales como los verdaderos emigrantes; bien por el deseo de dar a conocer el nombre de Cristo, los misioneros; bien, y en bastantes casos movidos también por el amor de Dios, con deseos de servir en países lejanos como médicos, ingenieros, profesores, enfermeros, etc., etc.
Me parece, sin embargo, que todo viajero agradece encontrar, si un día regresa, las cosas en orden. Hay como un equilibrio invisible de servicio y de amor entre quienes se van y quienes se quedan. A las madres les toca muchas veces permanecer haciéndose migas el corazón –y sólo ellas saben lo que eso significa-, sin darse cuenta quizá que es su fortaleza en el quedarse, en permanecer firmes, lo que hace posible que sus hijos inicien el viaje. Ya les llegará a ellos el turno de ser roca, columna firme, para que otros asienten raíces.
Robert Louis Stevenson expresó así el regreso del viajero que busca reposo:
“Este es el verso que grabaréis para mí
Aquí descansa quien ha anhelado volver
En casa el navegante, en casa desde el mar,
y en casa el cazador desde la altura”.
La fidelidad de estas personas que permanecen va más allá de cualquier palabra dada, de cualquier compromiso adquirido, de cualquier obligación; una fidelidad viva, renovada, que sólo el amor hace posible y, quizá, sólo se explica del todo en el amor a Dios, que ha sostenido estas vidas calladas, sin ruido, casi sin exigencias, que como corrientes profundas y subterráneas han hecho posible que manara agua también en tiempos de sequía, y luego, saltara hasta la vida eterna; final obligado del viaje de toda vida humana.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com