Tribunas
27/05/2025
Por qué la Iglesia no debería abrazar el mundo moderno
Antonio-Carlos Pereira Menaut
Basílica de San Pedro. Ciudad del Vaticano. Roma.
Muy sencillo: porque no existe. Bueno, malo o regular, pertenece al pasado.
No estamos en el mundo moderno sino en el postmoderno. Ya no hay humanismo sino posthumanismo; no liberalismo ni democracia, sino postdemocracia; no capitalismo industrial, sino financiero-especulador. Idos son los tiempos en que no parecían existir obstáculos serios entre cristianismo y mundo moderno. Pablo VI pronunció una declaración de general reconciliación y afecto hacia el mundo moderno (aunque con matices) en 1965. Mucha gente eran regular church goers; los Diez Mandamientos y la antropología cristiana eran lo normal. “Cristofobia” (Weiler), no la había ni en el Partido Comunista italiano, y el gran crucifijo del Senado bávaro no era noticia. Los matrimonios estables eran corrientes, a nadie se le ocurría que no fueran hombre-mujer, ningún país admitía el aborto, la sociedad civil era más independiente, la vida personal estaba mucho menos regulada.
Pero para nosotros en 2025 ser tan deferentes con el sistema actual como Pablo VI fue con el de entonces, sería como buscar en Cincuenta sombras de Grey los valores morales de Ben Hur o como suponer que el iusnaturalismo de la Declaración Universal de 1948 sigue vivo en la CEDAW (que ordena a los estados modificar los patrones culturales que distingan masculino/femenino). Algunas conferencias episcopales, cuasi-iglesias nacionales de facto, han abrazado a sus respectivas democracias, sí, pero ¿con qué resultados?
Abrazar el mundo, hoy, sería abrazarlo como está —no hay otro— con la OMS y su tratado de pandemias, la UE tal como está, los identitarismos delirantes, la Agenda 2030, el género fluido, la globalización —competidora con la Iglesia en cuanto a catolicidad—, la centrifugación del ser humano, la negación de la biología, la guerra contra la realidad... De persistir en abrazarlo, la Iglesia abrazaría la sociedad del delirio, los suicidios, los psicofármacos, las sologamias y agamias, la IA de hoy, la de dentro de cinco años, los robots, los hijos dependiendo del estado más que de los padres, Xi Jinping... Algo de esto ya se vio en 2020, cuando las jerarquías de la Iglesia siguieron acríticamente las políticas anti-covid de la OMS. ¿Quién diría hoy que vacunarse fuera un deber moral?
Y no sólo eso: es que el mundo postmoderno es un mundo centrifugado, inestable, auto-divisivo, sin una mínima unidad de sentido; ¿a cuál de sus aspectos nos adheriríamos? ¿Al social, cuando nos estamos quedando sin verdadera sociedad? Éste ya no es un mundo ilustrado, organizado en unas pasables democracias. ¿Qué queda de la Ilustración, para bien o para mal? ¿Y del antropocentrismo? ¿Y de la democracia? ¿Copiaremos a China y su control total? Todo está cada vez más desencarnado; cada vez menos gente trabaja con sus manos. La aceración y la efimeridad no cesan.
El hombre no soporta un ritmo de cambio exponencial. Por sentido común, no abracemos algo que se nos diluya entre los dedos. La velocidad exponencial, el hombre light, las enfermedades mentales y la fragmentación sin fin, son cosas nada modernas. Desde —digamos— la Ilustración a la revolución cultural de 1968, estaba relativamente claro qué era el mundo moderno, una realidad estable y discernible, nada líquida.
La cuestión del ritmo del cambio es muy importante: por lo que se ve, nuestro mundo, por postmoderno que sea, no será capaz de adaptarse al post-postmoderno de 2050. En general, hay que adaptarse, sí, pero ¿a quién y a qué? A la velocidad actual, cuando hayamos terminado de adaptarnos a lo de hoy quizá sea ya historia (muchos adolescentes de hoy no saben qué era el Metaverso).
Como no tengo idea de Teología me abstendré de explorar otra línea, la de “no os amoldéis a este mundo” (S. Pablo), pero habría mucho que hablar, incluso aunque siguiéramos como en 1965. Y eso que el perverso mundo romano, éticamente, era una broma frente a lo de ahora. ¿Exagero? Pruebe usted a ver si Macron, Trudeau o Sánchez subscriben esto: “de mi abuelo heredé buen carácter y serenidad; de mi padre, carácter discreto y viril; de mi madre, respeto a los dioses, generosidad y abstención no sólo de obrar mal, sino de incurrir en tal pensamiento, frugalidad y alejamiento del modo de vivir de los ricos...” (Marco Aurelio).
En realidad, si fuera al revés, si fuera la Iglesia quien atrajera algo, aunque fuera un poco, al mundo, le haría un favor: darle un poco de sentido.
Antonio-Carlos Pereira Menaut
es profesor de Derecho
y autor de La Sociedad del Delirio