Tribunas
02/06/2025
Razones para vivir
Ernesto Juliá
Dios Padre.
“Después de persuadirse de que su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido, me pidió que lo autorizara a abandonar mi servicio y suicidarse. Eufrates recibió el permiso que reclamaba... El filósofo se presentó aquella noche en palacio, para mantener una conversación que en nada difería de las anteriores, y se suicidó la mañana siguiente”.
Así describe Marguerite Yourcenar el suicidio de Eufrates, filósofo al servicio de Adriano. El emperador concedió el permiso sin darle mayor importancia, y el filósofo se retiró de escena sin tragedias, sin ceremonias ni acompañamientos especiales.
“Su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido”. Esta parece haber sido la razón determinante de su decisión. Sin embargo, la pregunta surge casi espontánea: ¿Quién puede hacer una afirmación semejante? Quizá percibió que el vaso de su cuerpo estaba a punto de desbordar, y pensó que sería mejor romperlo de una vez, alcanzada ya una cierta paz.
El suicidio de Eufrates me recordó una noticia leída hace algunos años: el suicidio de un matrimonio australiano. Él tenía 78 años y ella 75. Después de descubrir una mañana de octubre que no se amaban con el candor de la primera juventud, y que no podían soportar el quererse de otra manera en el atardecer de sus vidas terrenas, decidieron suicidarse.
Y me trajo también a mi cabeza, el suicido de políticos, hombres de negocios, artistas, etc., etc., quiénes ante un fracaso aparatoso, ante una metedura de pata notable, ante un juicio inminente de opinión pública, han preferido cortarse las venas y acabar con sus vidas.
Dejando aparte los suicidios de personas enfermas, física, psíquica o mentalmente, que el Señor cubre enseguida con un manto de piedad, en su infinita misericordia, me pregunto que ha podido llevar a tantas personas a tirar por la borda sus vidas.
“Su vida no le ofrecía ya nada digno de ser vivido”. Eufrates ha podido decir esa frase, porque seguramente no tenía conciencia de haber sido creado por Dios, Creador y Padre. Y que lo había creado preparándolo para vivir con él todos los malos y buenos ratos que pudiera pasar en la tierra, y vivir eternamente con él, si Eufrates no lo abandonaba.
Mucho me temo que esa conciencia se haya perdido también en bastantes hombres y mujeres de nuestras generaciones. Y hayan reducido el horizonte de sus vidas a una simple construcción de sí mismos, un producto propio, “self-made”; que cuando deja de tener valor a los ojos de unos y de otros, no vale la pena vivirla.
En esas condiciones, el fracaso, la pérdida de imagen pública, la vergüenza ante un posible deshonor, el desprestigio o sencillamente, no alcanzar el nivel anhelado, pueden “explicar” un suicidio: una muerte banal que desea borrar una vida ya considerada inútil.
No puedo saber lo que ha pasado en las almas de quienes se suicidan en estos meses, ni estoy en condiciones de vislumbrar los últimos aleteos de su espíritu. No puedo hacer otra cosa que rezar por ellos.
Sí puedo, en cambio, reafirmar que la vida “ofrece cada mañana algo digno de ser vivido”; que el hombre no es ningún producto, y mucho menos un producto en serie; y que su vida no es nunca inútil, y que su muerte no puede ser una banalidad. Cada ser humano es insustituible y su lugar, en la armonía del universo, sólo es sugerido por el mismo Creador, que envió a su Hijo, Jesucristo, a redimir el pecado y la muerte, fruto del pecado.
Únicamente a Dios, “señor de la vida y de la muerte”, le corresponde la primera y última decisión; y sólo así la vida vale la pena ser vivida hasta la muerte.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com