La misteriosa Llama

El Oeste

 

 

Alejandro Sanz | 12/03/2017


 

 

El otro día vi una película del Oeste, no recuerdo el título, pero no importa; de hecho, cuando empecé a verla ya estaba bastante avanzada, pero no pude evitar recordar mi niñez. Porque, como a todos mis iguales, de niño me encantaban las películas de vaqueros, ya que representaban un mundo seguro, una referencia que nunca fallaba y una respuesta infalible a mis escasas dudas existenciales.

En los westerns no había lugar a dudas; el malo, era malo; el bueno era muy bueno, pese al inevitable equívoco que se producía por culpa de cualquier malentendido. Había cuatreros, apaches mescaleros, vendedores de elixir, caballos salvajes, arcos y flechas, winchester de repetición… un universo reconocible por el que cualquier niño podía transitar sin temor a perderse.

Lo malo es que terminó la película, la sala quedó a oscuras, el niño creció y la vida le tocó vivir -lo mismo que a todos sus camaradas de juegos- era bastante más complicada que aquellos guiones maniqueos sin otra ambición que terminar con el protagonista cabalgando hacia el atardecer.

Porque es muy cierto que en la vida real te encuentras muchos pistoleros, algunos pieles rojas aullando a la luna, farsantes de salón que te venden el mapa de una mina de plata y no pocos broncos de la pradera que te hacen saltar por los aires a mitad del rodeo. Pero hay algo de lo que ninguna película del oeste -ni de ningún otro género- es capaz de prevenirte: la decepción.

No hace falta mucha vida para darte cuenta de que el elixir no cura el dolor de muelas, de que la equis del mapa solo señala un arroyo reseco y de que el guía de la manada no es más que un jamelgo lleno de pulgas. Miro a mi alrededor y los cheyenes no bailan la danza de la guerra, la maestra del pueblo se ha quedado en la cama con jaqueca y las verdes praderas están sembradas de rotondas atestadas de tráfico.

Pero incluso aquí, junto a las puertas del vertedero, hay un poema de Borges, un paisaje de nieve, un rumor de olas llegando a la costa, unas palabras susurradas, para vivir unos instantes de poesía antes de que la pantalla se funda a negro sobre la palabra fin.