A LA LUZ DE LAS PARÁBOLAS DE JESÚS

LA PARÁBOLA DE LA OVEJA PERDIDA

 

Víctor Corcoba Herrero/ Escritor | 01.12.2015


La Palabra:

                 "Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este recibe a los pecadores y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola: ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y, al llegar a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió. Os digo que, del mismo modo, habrá en el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan". (Evangelio de San Lucas 15, 1-7)                

La Reflexión:

                Cada ser humano es único y exclusivo, y por ende, nadie es indiferente al Señor. Cada uno vale por si mismo lo que vale, y después de dejar seguros a los fieles, nuestro Creador busca al extraviado, al perdido, por el que sufre y quiere salvarle, y también se alegra con todos cuando nos recupera. Consecuentemente, sería bueno reflexionar sobre ese perdón de Dios que conlleva el rostro de la alegría...

Dios nos emplaza siempre al gozo.
Dejémonos acariciar por su silencio.
Sus soledades siempre nos acompañan.
Nos nace su sigilo y nos renace su perdón.
Sólo hay que escucharle, llamarlo con empeño.

                Evidentemente, la parábola de la oveja perdida nos acerca a un Padre, a quien no le gusta dejar a nadie en el camino. Escribas y fariseos, creían que Jesús era un peligro, y escandalizados murmuraban en su contra, no entendían la alegría de Dios y su afán de búsqueda por los que están lejos. Precisamente «como el pastor» de la parábola relatada por san Lucas, «que va a buscar a la oveja perdida» y, aunque esté oscuro, deja a las demás ovejas «en un lugar seguro" y va al encuentro de la que falta. Por tanto...

Nuestro Dios es un Dios que busca.
Sale al encuentro para reencontrarnos.
Quiere hallarnos y enciende todas las luces.
Somos sus hijos y, cuando nos halla, lo celebra.
Nos lleva a su casa, nos acomoda como parte de sí.

                La alegría de Dios es perdonar, su misericordia es lo único que puede salvarnos. Él nos acerca al refugio de la luz y de la verdadera vida. Su amor es tan alto que llena todos los vacíos, y, a la vez, tan intenso que nos deja sin palabras. Es evidente, que Jesús es toda dulzura, todo amor: es Dios hecho hombre. Y, cada uno de nosotros, somos como esa oveja descarriada, perdida, que el Padre, más pronto que tarde, siempre espera localizar y reunir consigo. Así...

Nuestro Padre es un progenitor paciente.
Mi espíritu en verdad proclama su bondad.
Apacienta el camino, transforma al caminante.
Cada amanecer nos espera y cada noche nos llama.
Nos concilia como hijos, nos reconcilia como hermanos.

                Ciertamente, en esta parábola hay una relación de vocablos, que han de hacernos recapacitar. Por una parte, podemos presumir de justos, con derecho a juzgar a los demás; y, en consecuencia, disponernos a juzgar también a Dios, pensando que debe castigar a los pecadores, en lugar de absolver. Es fácil caer en la tentación "del ojo por ojo, diente por diente". Somos así de necios. Con razón, la necedad, es la madre de todos los males y el padre de todas las maldades. Apenas tenemos clemencia, ni de nuestros análogos. Con frecuencia, olvidamos, que los ojos de Jesús son compasivos...

Nos invita a salir de la noche.
A ser compasivos con la mirada.
A tomar la pasión del amor como luz.
A compartir hasta abandonarse el cuerpo.
A fraternizarse tomando el dolor de los demás.

                Hagamos silencio, cultivemos la deseada soledad, pensemos... en cómo armonizarnos, hermanarnos. Que cada uno piense en un ser humano con el que no se encuentra bien, con el que se halla molesto, con el que no queremos ni ver. Concentremos nuestro pensamiento en esa persona y, en absoluto mutismo, oremos por ella con la piedad de quien dio la vida por nosotros. Justamente, por esto…

Nos nace un Niño para despertarnos.
Sabrá encauzarnos con la paz del corazón.
Pues mientras dormimos, también Él  nos vela.
Despojémonos de mundo, abriguémonos de Dios.
Que la luz de Belén es un espíritu de amor como jamás.

                Perdonémonos la vida unos a otros. Vivamos este tiempo naciente como algo nuevo que nos renueva cada día. En lo profundo del alma, abramos bien los oídos para acoger sus latidos. Que los pulsos de Dios son poesía viva, que nos redime y alienta. Acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en un corazón de niño, y hacer de nuestro caminar un andar armónico. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por el Niño!, ¡déjate envolver por su sonrisa!, ¡déjate querer por su rebaño!, ¡déjate volver a su redil!, ¡regresa pronto, no tardes, venga el Niño y no te halles para adorarle!. Porque todos nos sabemos hermanos, hijos de un mismo Padre, confiadamente nos atrevemos a decir: ¡Vuelve a nosotros tu Reino!.

 

Víctor Corcoba Herrero
corcoba@telefonica.net
01 de diciembre de 201
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