Cartas al Director

El corazón de una madre

 

 

“Un sentido homenaje a ti, mujer, que pudiendo, tuviste la grandeza y generosidad de ser madre”

 

César Valdeolmillos Alonso | 05.05.2013 


Como cada año, el primer domingo de mayo, en España y en otras muchas partes del mundo, rendimos homenaje a una figura tan sagrada como es nuestra madre. Así que, esta será una carta dirigida a las madres, a la suya amigo lector… a la mía… No importa que no la tengamos físicamente a nuestro lado, si es ese el caso… las madres nunca nos dejan… siempre están junto a nosotros protegiéndonos con su manto de amor… nadie me lo ha dicho madre, pero yo lo sé, porque siento tu calor y hoy madre, quiero darte las gracias porque aquella noche que en medio de la oscuridad, una luz se encendió en tu interior y supiste con absoluta certeza que existía, de que ahí, en tu vientre, estaba yo. En medio de la conmoción que te invadió; en medio de las emociones de alegría y de miedo que en tu interior experimentaste al mismo tiempo; alegría por tenerme y miedo a no estar preparada… era muy difícil de asimilar todo ese torbellino de sensaciones entremezcladas… yo, apenas era una gota de vida, pero allí estaba impregnándome de ti… ¡Qué gran misterio! En algún momento, en alguna parte del universo yo te elegí como madre sin que tú lo supieras y no me rechazaste… Sentiste al hijo que ya llevabas dentro de ti y me amaste desde el primer latido de mi corazón… te sentiste feliz y en medio de tu confusión, me recibiste con amor… me concediste el sagrado don de la vida, al mismo tiempo que con ese acto, me entregabas la tuya… en ese instante trascendental fuiste consciente de la grandeza de tu misión… transmitir la vida… formar un ser humano y darte a él para siempre a cambio de nada. ¿Habrá mayor prueba de amor y generosidad?

Hasta que alcancé la madurez, fui incapaz de reconocer lo que eres, lo que representas y lo importante que eres. Me diste la vida y me entregaste la tuya. Viviste por mí y para mí. ¿Podía ser de otro modo, si durante nueve meses, tú y yo casi fuimos un solo ser? Yo no podía vivir si tú no vivías. Si tú te alegrabas yo me sentía feliz, pero si tú te angustiabas, yo me removía inquieto en tu vientre.

En un mundo en el que imperan el egoísmo, la mentira obscena y descarada, el interés, el disimulo, el equívoco y la hipocresía más grosera, la bondad, el sacrificio y la entrega incondicional y desinteresada de una madre es como un bálsamo reparador que te proporciona la certeza de saber, que no todo es maldad, que no todo es violencia, que no todo está perdido, que existe un lugar reservado a la esperanza, que hay motivos suficientes para seguir amando, ya que, que tanto en una humilde casa, como en una gran mansión, siempre nos encontraremos con la tenacidad y firmeza de una frágil mujer que, desde el silencio, es manantial de vida, con sus simples y apacibles palabras, guía nuestra existencia y todo lo realiza humildemente con dos armas poderosas, que hacen de ella una mujer excepcional: “El amor y la voluntad”. Con esa palanca y ese punto de apoyo, una madre es capaz de mover el mundo, ofrecer esperanza, y abrir el camino, que de seguirlo, nos conducirá a la felicidad.

¡Madre! Qué fácil es pronunciar tu nombre, pero qué poco me preocupé de descubrir el valor que se escondía bajo tu rostro.

Hoy que tu lozanía se ha marchitado entre los incontables sacrificios que por mí has hecho en el transcurso de tu vida, me doy cuenta de que, con frecuencia, no he sabido corresponder a tu infinita bondad y entrega, como tú merecías.

A mi ingratitud, con frecuencia respondiste disfrazando una lágrima con una alegre sonrisa, tan sólo por no incomodarme.

A menudo, fui incapaz de captar la gran sabiduría que encerraban tus consejos que yo consideraba desacertados, inoportunos y pasados de moda.

Te oía sin prestar atención a lo que me decías, mientras que tú siempre escuchabas con interés mis puerilidades y mucho más… mucho más, si se trataba de mis inquietudes, ilusiones y proyectos.

En mis momentos de abatimiento y desconsuelo, fuiste mi amiga, mi confidente, mi paño de lágrimas. Si algo o alguien podían perjudicarme o ponerme en peligro, tú lo sabías aunque yo no te lo dijese y para no alarmarme, sutilmente tratabas de ponerme en guardia. Estabas siempre vigilante mientras que yo… ¡Que pocas veces me ocupé de saber qué es lo que pudiera afligirte o angustiarte!

Por mucho que viviera, nunca podría devolverte todo lo que de ti recibí, pero hoy madre, quiero que sepas que el corazón estalla de amor cuando paso mi mano por tu pelo ya blanco; quiero que sepas que me doy cuenta de tu inmenso sacrificio, cuando observo los pliegues de rostro; quiero que sepas que siento una infinita ternura cuando entre las mías, tengo tus manos ya deformadas por los años y el trabajo; esas manos que solícitas me cuidaron de niño,  que amorosas me acogieron en tu seno y en las que yo me sentía protegido y a salvo de todo mal. Esas manos con la piel ya arrugada, pero que encierran la infinita belleza de la entrega total y absoluta de la que solo es capaz una madre, que aún hoy, en el otoño de mi vida, cogen mi cara con el imperecedero amor de cuando era un niño.

Por todos mis olvidos, por mi ingratitud, por mis desapegos y asperezas, hoy te pido perdón sabiendo que como dijo Balzac, “el corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo fondo, siempre encontraré el perdón”.

César Valdeolmillos Alonso