Cartas al Director

El sueño imposible

 

“El problema catalán, como todos los parejos a él,
que han existido y existen en otras naciones,
es un problema que no se puede resolver,
que sólo se puede conllevar... un problema perpetuo.”

José Ortega y Gasset
Filósofo y periodista español

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 26.12.2017


 

 

Puigdemont ha dicho que: “España tiene un pollo de cojones". Y no está falto de razón.

Es posible que haya quien piense que me reitero en demasía al tratar una y otra vez del problema catalán. El periodista no puede ofrecer otra cosa al lector que algunas reflexiones sobre los problemas planteados en el país del que todos somos hijos. Que nadie espere que diga otra cosa que aquello que honradamente observo, constato y pienso que es perjudicial o beneficioso para nuestro país, porque en estos difíciles momentos, España necesita de todas las colaboraciones, las mayores y las ínfimas, porque necesita –se quiera o no– hacer las cosas bien, y para eso todos somos pocos.

Hoy, el debate constitucional en su realidad no coincide, ni mucho menos, con el recuerdo que ha dejado en la memoria el Parlamento y el Gobierno de Cataluña en su última etapa, y por esta causa, hace mucho tiempo que España está viviendo una tensión insoportable y tiene fijada su atención en el Parlamento y el Gobierno. Es urgente que Parlamento y Gobierno hagan las cosas ejemplarmente bien, para regenerarse ambos ante una opinión pública y publicada que está harta del inmovilismo político de unos y otros, de que se diga una cosa de cara a la galería y lo contrario en los despachos, que se haga burla de las leyes y de que al final los problemas se pudran y se hagan endémicos. Y quién no lo diga así, no es leal a España. 

Está claro que el parlamentarismo que practican los partidos políticos españoles se manifiesta impotente para canalizar las exigencias propias de nuestra sociedad. El mismo se debate entre el romanticismo ideológico colectivo, la bondad natural y sentido de la justicia de los ciudadanos, y el potencial egoísta y destructor de toda forma básica de democracias que representan los intereses electorales de los partidos.

Por ello y ante el órdago lanzado por los separatistas catalanes, S.M. El Rey, como Jefe del Estado que es, ha tenido que volver a emplearse a fondo, ésta vez con motivo de su tradicional mensaje de Navidad dirigido a todos los españoles, y hacer una categórica advertencia:

̶    “El camino no puede llevar de nuevo al enfrentamiento o a la exclusión”.

Y por si ésta advertencia no dejara clara cuál es la situación, abundado en la necesidad de respetar la legalidad, añadió:

̶    “España es hoy una democracia madura, donde cualquier ciudadano puede pensar, defender y contrastar, libre y democráticamente, sus opiniones y sus ideas; pero no imponer las ideas propias frente a los derechos de los demás”.

Es indudable que el logro de una sociedad igualitaria o la consecución de los objetivos del nacionalismo, no son otra cosa que la satisfacción ilusoria de un falso anhelo agitado por la imaginación.

Sin embargo, ambos afanes no son más que una mera hipotética anticipación de lo que se presenta como una supuesta situación cierta.

El idealismo es la escenario espiritual propio de quien ha cerrado los ojos, ignora la realidad, y da por ciertos sus anhelos.

Esta mudanza intelectual no se produce a través de la apreciación y el análisis de la situación real. Su naturaleza es únicamente emocional, porque el único camino que tienen quienes alimentan estas ensoñaciones, es mediante la percepción del sentimiento de plenitud de su subjetiva fantasía.

En el caso de los movimientos nacionalistas, el hecho de sustituir la realidad por el deseo, produce una evidente contradicción, porque si bien el germen del nacionalismo, en última instancia, siempre dará como fruto una revolución, la realidad demuestra que los nacionalistas, son unos revolucionarios extremadamente conservadores.

Desde la firmeza de la evidencia, resulta incomprensible la actuación de los nacionalistas, ya que el sentimiento romántico del que se alimentan, les hace sentirse lo suficientemente fuertes como para jugar ellos mismos el papel de “creadores del mundo” —su mundo obviamente— y de este modo, producir su propia realidad absoluta a partir de sí mismos.

La hostilidad radical entre la aspiración romántica imaginada y la evidencia de su realidad circundante, a menudo produce efectos trágicos para todos.

La historia se ha encargado de demostrar sobradamente, que todos los intentos de hacer realidad política una ideología que ignora ciegamente el contexto social en el que está  inmersa, indefectiblemente produce el efecto contrario al que había imaginado.

Nada de esto puede explicarse en términos racionales, porque su esencia se sustenta en una eterna lucha entre la realidad y la utopía, entre lo cierto y lo posible, en la que como en los espejos de la feria, la imagen deformada pretende sustituir a la real.

El nacionalismo siempre necesita de un ilusorio enemigo exterior para justificar su existencia y protagonizar la gran lucha de don Quijote contra sus imaginarios gigantes, los molinos. Aunque como viven insertos en su propia quimera, se empeñan en ignorar deliberadamente el triste y dolorido final de la historia. Necesitan al ficticio como el escultor precisa la piedra para esculpir su figura. Una efigie carente de autonomía, de realidad propia, como si fuera una foto fija a la que solo ellos pretenden conferirle una falsa vida, para que un día que nunca llegará, tengan ocasión de vencerla.

Y así siempre, una y otra vez, como la tierra prometida que nunca se alcanza y el apetito que nunca se sacia.

 

César Valdeolmillos Alonso