Cartas al Director

 

La libra de carne

 

“El poder conseguido por medios culpables nunca se ejercitó con buenos propósitos”
Cornelio Tácito
Historiador romano

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 27.08.2018


 

Seguramente debo ser masoquista o un gran pecador que gusta de flagelarse para redimir sus inconmensurables culpas. Sí, porque al despertarme, apenas abro los ojos, mi insaciable ansia por saber me empuja a coger el móvil y escuchar los despropósitos, mentiras y sinrazones, que con el mayor cinismo y desvergüenza, propalan unos y otros. ¡Como si los escuchantes fuésemos gilipollas o gilipollos!

Claro que no sé de qué me extraño, porque si bien es verdad que siempre ha habido ignorantes, nunca como hasta ahora habían llegado a ocupar los púlpitos del poder, desde los que hacen gala de su desértica preparación y su indigencia cultural. Su irrelevante ilustración, incluso les lleva a creer que sus atentados, no ya a la cultura, sino al más mínimo sentido común, son dignos de figurar con letras de oro en los más altos foros del saber. Desde el altillo en el que les han colocado —que es sinónimo de empleado— se creen grandes, sin darse cuenta que más grandes son los postes, y los perros se mean en ellos.

Soy vasallo de mi independencia, y digo lo que digo bajo el imperio de quien no está sometido a ninguna disciplina de partido. No pretendo estar en posesión de la razón —seguramente hay tantas razones como personas a opinar, y todas ellas son respetables mientras no pretendan vencer, sino convencer (vencer con… argumentos, con conocimiento, con sabiduría, con experiencia, con inteligencia y cordura)— aunque sí aspiro a que mí razón sea tan respetada como yo considero las demás, aunque no las comparta.

Volviendo a mi maridaje con las hondas hertzianas, el caso es que apenas sintonizo la emisora, escucho a uno de mis colegas decir que el PNV le está pasando a Pedro Sánchez una de las facturas de los acuerdos a los que el  joven socialista se comprometió para que votaran a favor de su moción de censura contra Mariano Rajoy.

El hecho en sí no me sorprende. Es más, lo considero lógico. Los acuerdos entre caballeros… se establecen para ser cumplidos. Cuando me da un vuelco el corazón, cuando no doy crédito a lo que escucho, es cuando mi colega radiofónico da a conocer el contenido del contubernio, de la confabulación, del complot, porque no lo puedo considerar de otro modo, al que por lo visto llegó el joven socialista con el nunca fiable PNV, en medio del hedor de las cloacas de la política.

Según mi informante, una de las monedas de cambio para que el partido vasco apoyara la moción de censura del joven Pedro Sánchez contra Mariano Rajoy, fue que su futuro gobierno traspasara a su homólogo vasco las competencias de la gestión de las pensiones de la Seguridad Social en la comunidad autónoma vasca.

No podía creer que el joven socialista, cegado por su delirante ambición, no hubiera tenido el menor reparo en comprometer con el PNV —su voraz e insaciable prestamista— la camisa de los pobres jubilados españoles, a sabiendas de que es un jodido trato comprar a cinco y vender a cuatro.

En ese mismo momento, recordé a dos figuras inmortales de la literatura inglesa. Al narcisista Dorian Gray, de Oscar Wilde, y a Shylock, el usurero judío que tan magistralmente nos retratara Shakespeare en “El mercader de Venecia”.

Al igual que Dorian Gray fue capaz de vender su alma al diablo a cambio de permanecer siempre joven y bello, Pedro Sánchez estaba dispuesto a entregar lo que le pidieran para que otros partidos le prestaran los votos de los que él carecía para poder llegar a ser el inquilino de la Moncloa.

El PNV, sabedor de que el joven socialista estaba  dispuesto a vender su camisa, y lo que le pidieran, por ver cumplida su insatisfecha y ególatra ambición, actuó como en “El mercader de Venecia” lo hiciera Shylock, el usurero judío que aceptó prestar los 3000 ducados que le solicitaba el desatinado Antonio, con la condición de que si la suma no le fuera devuelta en la fecha indicada, Antonio tendría que darle a cambio una libra de su propia carne de la parte del cuerpo que Shylock dispusiera.

En este caso, el Dorian Gray de nuestra historia, no tenía que entregar a su acreedor una libra de carne de su propio cuerpo, sino del de los españoles más débiles y necesitados, a espaldas de los cuales, en la opacidad nauseabunda de los despachos, había comprometido, sin importarle poner en grave riesgo la estabilidad de su futuro.

El Shylock del momento —el Partido Nacionalista Vasco— está exigiendo ya su libra de carne —el traspaso a la Comunidad Autónoma Vasca, de la gestión de las competencias de las pensiones de Seguridad Social— algo a lo que Mariano Rajoy siempre se había negado.

Aún no sabemos en qué quedará el pleito, pero si finalmente, nuestro Dorian Gray, considerando que lo único que merece la pena en la vida es la satisfacción de sus apetitos, decidiese bordear o retorcer la interpretación de la Ley para satisfacer las destructivas ambiciones del usurero judío, el cuadro de Dorian, pintado por Basil Hallward, reflejará los efectos de su traición a los más débiles, necesitados y ya indefensos de nuestra sociedad: los jubilados, aquellos que entregaron su vida al Estado, y con su esfuerzo y sacrificio, construyeron los pilares sobre los que hoy se asienta el estado de bienestar. Una traición de las más despreciables, por cometerla a aquellos que confiaban en sus palabras, y para mayor escarnio, a quienes decía defender.

El pecado de nuestro bello y joven Dorian, sería uno más entre los muchos que irían deformando la falsa imagen que de él un día nos ofreció una pintura, pero que cada una de sus acciones se va encargando de mostrar la realidad interior​ de su auténtica personalidad y las consecuencias de las mismas.

En este caso, las graves implicaciones de su traición, no se harían esperar. Una vez calado el melón, como vasos comunicantes y por agravio comparativo, las demás comunidades autónomas exigirían también la gestión del sistema de pensiones. Sobre todo, aquellas que como el País Vasco tienen un déficit estructural en el pago de las mismas y han de abonar más de lo que recaudan, porque administrarían y se beneficiarían de forma exclusiva y excluyente, de los miles de millones a los que ascendiese su déficit.

Pero ese no sería más que el primer paso. Una vez en posesión de la gestión, el escalón  siguiente en su ascenso hacia la independencia —porque la independencia es el único y último fin de todos los nacionalistas— sería reclamar el traspaso de las competencias del sistema de pensiones, con lo que se rompería definitivamente el principio de solidaridad entre las comunidades autónomas y se abriría una brecha de desigualdad, aún más profunda que la ya existente, que primaría a los jubilados de las comunidades más ricas y hundiría más en la pobreza a los de las más deprimidas.

El efecto disgregador de esta medida, haría más fuertes a las comunidades autónomas frente al Estado, al tiempo que a este se le continuaría desnudando de competencias, lo que le haría más débil, objetivo que sin duda han perseguido siempre los nacionalistas.

En definitiva, sería ir dando pasos hacia la configuración de facto de un Estado federal, fórmula que no solo no frenaría la voluntad destructora de los independentistas, sino que incluso aprovecharían la estructura del sistema para subir el listón de sus exigencias y hacer saltar por los aires la unidad del Estado.

Como sabéis, nuestro relato cuenta la obsesión de un hombre joven, atractivo y exitoso, aquejado por el enfermizo afán de alcanzar el poder cueste lo que cueste y mantenerse en él. Satisfecha su avidez de poder, cegado por el efímero resplandor del mismo, no dudará en convertirse en el eje de una espiral de odio, mentiras, ocultaciones, falsedades, traiciones, vanidad y locura que dejarán tras de sí un río de amargura, miseria y triste recuerdo, con consecuencias muchas de ellas irreparables.

Hoy en día, el mito de Dorian Gray se ha situado en la cúspide del poder como un sinónimo de vanidad, casi tan obsesivo, que me recuerda el de aquellos césares de Roma que llegaron a creerse dioses.

El narcisismo de nuestro Dorian Gray, en su inmoderada admiración por sí mismo, raya en la paranoia, hasta el extremo de centrar el objetivo de su existencia en mantenerse en el pedestal al que él mismo se ha subido, como un rey medieval carente de todo poder sin la ayuda y concurso de sus nobles.

De ahí el juramento que comenzaba así:

  • “Nos, igual que vos, y entre todos más que vos…”

Así, en honor a la divinidad terrenal, el personaje en cuestión podría ser capaz de cometer las mayores felonías en contra del país que no puede gobernar.

Como botón de muestra, baste señalar su desentendimiento en la defensa que cabría esperar por parte de los catalanes no independentistas; el  no darse por enterado —a pesar de la petición del Consejo General del Poder Judicial— del ataque encubierto de un juez belga a todo el sistema jurídico español, o de la falta de auxilio y apoyo efectivos a nuestras fuerzas de seguridad en las fronteras de Ceuta y Melilla.

Nuestro Dorian, al igual que Narciso, vive en la contemplación absorta de su propio yo. Se niega a abrir la puerta de su yo, donde se alberga la imagen que refleja su obra, no sé si por inconsciencia, enajenación o porque le da miedo contemplar la cruda realidad de su trayectoria.

La vanidad, la arrogancia y la amoralidad de una parte de la sociedad de nuestro tiempo ha permitido que asalten la cúspide del poder personajes que no podemos creer que estén en él; que no entendemos como han podido llegar a él; que tenemos la convicción de que por el camino recto no han podido llegar a él; que sus hechos prueban que no deberían estar en él y que tenemos conciencia de que no va a hacer nada bueno mientras esté en él.

Este es el poder político que hoy nos marca el camino.

Ya lo dijo Marx: “El poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra”.

Más claro, agua.

 

César Valdeolmillos Alonso