Cartas al Director
La Gravedad no vota
“Puedes negar la realidad, pero no puedes escapar de las consecuencias de negar la realidad.”
Ayn Rand
César Valdeolmillos Alonso | 05.05.2025
La historia humana es, en parte, la lucha entre quienes buscan entender el mundo y quienes pretenden reinventarlo a su antojo. Galileo fue condenado por decir que la Tierra giraba alrededor del Sol. Los alquimistas medievales persiguieron convertir plomo en oro ignorando las propiedades de los elementos. Hoy, en pleno siglo XXI, repetimos el mismo error: creer que las ideologías pueden reescribir las leyes de la física. El resultado es el mismo: el caos.
Vivimos en un tiempo en que las palabras han adquirido más peso que los hechos. Se promete energía infinita, limpia, barata y segura como si fuera una cuestión de voluntad política o de fe colectiva. Lo que se pretendía como un salto hacia la modernidad e independencia energética se tradujo en un serio aviso del desastre. Se priorizó la ideología sobre la evidencia técnica, se optó por rentabilidad política obviando las soluciones basadas en la evidencia científica y en el respeto a las leyes físicas. Un planteamiento que denota la vocación autoritaria y populista del Gobierno. Pero la realidad no se doblega ante los discursos, ni la física se somete a la voluntad política. Podemos aprobar leyes, emitir tuits, dar ruedas de prensa, pero si ignoramos las leyes del Universo, la realidad nos pasará por encima.
La electricidad no es un fenómeno simbólico. Es el resultado de la aplicación exacta y exigente de unos principios. Su gestión requiere comprensión de sistemas complejos, visión a largo plazo y una atención constante al equilibrio entre generación y consumo. No se trata de un relato ni de una narrativa de campaña electoral: se trata de electrones moviéndose por redes con límites precisos. Si esos límites se traspasan, el sistema colapsa.
La esencia del problema radica en la incapacidad de reconocer que la electricidad opera bajo leyes inmutables. La generación y distribución de energía no obedecen a caprichos ideológicos, sino que requieren un delicado equilibrio técnico. La planificación del sistema eléctrico debe tener en cuenta que las fuentes renovables, a pesar de sus múltiples ventajas medioambientales, son intrínsecamente intermitentes y por tanto no controlables. No se puede planificar cuándo hace sol o cuándo sopla el viento. Requieren de otras energías alternativas que respalden y garanticen la estabilidad en momentos de baja producción. Al ignorar estos principios y apostar por un modelo con "demasiado mesianismo renovable", se ha expedito una política que –en lugar de iluminar el camino hacia el futuro– sumerge al país en una penumbra de incertidumbre y riesgo. Pretender presentarnos como el país que ha logrado depender energéticamente solo de las energías renovables, no solo es una quimera, es una temeridad. La experiencia de otros países, donde la diversificación de fuentes ha permitido evitar apagones de gran escala, debería ser la guía para evitar repetir los mismos errores.
La raíz del problema está en no reconocer que la electricidad obedece a leyes físicas, no a consignas ideológicas.
La generación y distribución de energía exige un equilibrio técnico preciso, no negociable. Las fuentes renovables —aunque valiosas por su bajo impacto ambiental— son, por definición, intermitentes e incontrolables: no se puede decidir cuándo brillará el sol o soplará el viento.
Por eso, una planificación mínimamente responsable debe prever sistemas de respaldo que garanticen estabilidad cuando estas fuentes fluctúan. Ignorar esta realidad y apostar por un modelo energético basado en un “mesianismo renovable” no nos acerca al futuro, sino que nos precipita en una oscuridad de riesgos e improvisación.
Presentar a España como un país capaz de sostenerse únicamente con renovables no es una visión audaz, sino una fantasía peligrosa.
La experiencia internacional demuestra que solo la diversificación energética —que combina renovables con fuentes firmes y gestionables— puede prevenir apagones y proteger a la ciudadanía.
Insistir en una narrativa triunfalista, ignorando los límites técnicos del sistema, no solo es imprudente: es una temeridad que compromete la seguridad y el bienestar de todos.
El apagón del 28 de abril no fue solo un fallo técnico. Fue el resultado previsible de una política energética que ha sustituido la prudencia por la propaganda. Una política que ha presentado la transición ecológica como un acto de redención moral, en lugar de un proceso técnico que requiere tiempo, inversión, control y planificación rigurosa. Así, sin tener recambios estables se han desconectado fuentes ideológicamente estigmatizadas —las nucleares— pero sólidamente fiables. Se ha sublimado lo renovable sin atender a sus condiciones técnicas. Se ha despreciado la crítica como si fuera herejía. Y se ha sustituido la solvencia por la voluntad política.
Lo más preocupante no es el apagón en sí, sino lo que revela: una forma de gobernar que desprecia la realidad cuando contradice el relato elegido. Que invierte la lógica: en vez de que la política se adapte a los hechos, son los hechos los que pretenden adaptar al discurso. Y cuando no encajan, se niegan, se maquillan o se desvían y se busca un cabeza de turco —aguas abajo— que cargue con el muerto. Se especula con inexistentes complots informáticos, con enemigos invisibles, de manos negras… Todo menos mirar lo que está a la vista: un sistema llevado al límite por decisiones políticas oportunistas y temerarias.
No hay energía sin física. No hay red estable sin balance, ni hay balance sin responsabilidad técnica. Creer lo contrario es como pensar que uno puede volar si se convence lo suficiente. Pero la gravedad no vota. No le importa si una mayoría parlamentaria ha decidido abolirla. La gravedad actúa. Y si se la ignora, uno se cae. Así de simple. Así de brutal.
No es la primera vez que un gobierno cree que desear algo es lo mismo que poder hacerlo. Pero la historia es implacable con quienes olvidan que la realidad existe, aunque no se crea en ella. No basta con proclamar que el sol y el viento nos salvarán. Hay que poder integrarlos, estabilizarlos, gestionarlos. De lo contrario, la red se convierte en un experimento. Y un país no puede vivir con la incertidumbre de un riesgo permanente.
Quienes advertían sobre esta fragilidad fueron tachados de reaccionarios, negacionistas, defensores del pasado. Advertir no es resistirse al cambio. Es exigir que el cambio se haga con inteligencia, previsión y conocimiento, no con consignas, descalificaciones, insultos y amenazas. Que se base en datos, no en emociones o voluntades no siempre bien fundamentadas. Que se respete la ciencia, no se le imponga un dogma. Porque la ciencia no es una opinión: es la mejor herramienta que tenemos para entender el mundo. Y sin entenderlo, no se puede gobernar sin consecuencias.
El problema de fondo es filosófico: deliberadamente se ha ignorado el sentido de la realidad. Se actúa como si la naturaleza fuera una pantalla más sobre la que proyectar ideas. Como si bastara con decir que algo es justo para que lo sea. Como si el mundo fuera un decorado que responde al guion de quienes lo dirigen. Pero no lo es. El mundo es lo que es, no lo que uno quiere que sea.
El apagón fue un acto físico, pero también un símbolo. El símbolo de una sociedad que ha encendido más pantallas que ideas, más consignas que principios. Y que ahora, en la penumbra, empieza a descubrir el precio de haber despreciado la realidad.
La verdad es que el sistema eléctrico español no estaba preparado. No porque sea imposible lograr una transición energética, sino porque no se quiso escuchar a quienes conocen sus riesgos. Porque el conocimiento se sometió al oportunismo político. Porque se confundió la complejidad con el pesimismo. Y, sobre todo, porque se creyó que gobernar es imponer un relato, cuando en realidad gobernar es entender los límites y actuar dentro de ellos.
Hay muchas formas de gobernar mal. Pero pocas tan peligrosas como hacerlo desde la ignorancia voluntaria. Y pocas tan trágicas como insistir en ella después del desastre.
Porque se puede discutir sobre casi todo… menos sobre las leyes de la física. Y cuando un gobierno las ignora, no gobierna: juega con fuego en una habitación cerrada y llena de pólvora.
César Valdeolmillos Alonso