Fe y Obras

Es, éste, tiempo de conversión

 

 

13.12.2013 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cuando llega el Adviento muchas realidades espirituales salen al encuentro de los fieles católicos porque las hay que no podemos olvidar.

Sabemos que esperamos el nacimiento, otra gozosa vez, del Hijo de Dios y que el Emmanuel, nacido de una Virgen que accedió al pedido del Creador, vendrá para cumplir una misión muy importante.

Es bien cierto que Dios podía haber escogido otra manera para que su humanidad, aquella que creó y de la que creyó que era muy buena tal creación (como así recoge el Génesis), podía salvarse de cualquier forma que el Señor quisiera.

Y sabemos que escogió una muy concreta y que consistía en que su Hijo naciera de una mujer especialmente escogida por su fe y fidelidad a Dios. Y aquella joven, apenas una niña camino de la adolescencia judía, supo cumplir con su especial misión.

Sabemos, por lo tanto, a Quien esperamos y que a Quien esperamos es nuestro hermano y gozamos recordando cuando nació porque nunca lo hemos olvidado ni nada hará posible que lo olvidemos si mantenemos nuestra fe en su Padre Todopoderoso, Él mismo hecho hombre.

También esperamos que este tiempo sea uno que lo sea de alegría porque el nacer tal persona supone mucho en nuestros corazones. Que no se trata de algo puramente sentimentaloide ni infantil sino que nuestra vida se asienta sobre tal nacimiento, que sin él nada somos y sin el niñito que nos nace nuestro corazón se queda, está, tan vacío como el de quien no tiene esperanza ni espera nada de su existencia.

Pero además, además de todo esto, este tiempo de ahora mismo, es uno que lo es conversión.

Convertirse o, mejor, confesar la fe, es una realidad espiritual que nunca debemos tener por olvidada. Es más, si caemos en la trampa del Maligno consistente en hacernos creer que no nos hace falta decir que somos discípulos de Cristo y creyentes en el Espíritu Santo y en Dios Creador y que nos basta con nuestra propia realidad entonces, verdaderamente entonces, habremos muerto espiritualmente hablando y nuestra vida eterna no será eterna en cuanto vida sino que será, seguramente, eterna en cuanto muerte.

Confesar la fe es mantener que somos discípulos de Cristo y que eso supone la confluencia de una serie de objetivos y de realidades que no podemos olvidar.

Confesar la fe supone, por ejemplo:

-Saber que debemos amar a Dios por encima de todas las cosas.

-Saber que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos.

-Saber que debemos perdonar siempre o aquellas veces de las que habló Cristo (setenta veces siete).

-Saber que debemos ser misericordiosos.

-Saber que debemos ayudar a quien lo necesite.

-Saber que somos hermanos de la humanidad entera.

-Saber….

Mucho más se podría decir porque nos lo dicen muchas veces las Sagradas Escrituras. Llámense Diez Mandamientos o Bienaventuranzas, llámense consejos dados por Cristo a lo largo de su predicación o llámese como se llame según lo ahí contenido, lo bien cierto es que confesar la fe, convertirnos cada día, es algo más que un decir, simplemente, “sí creo” pero, en realidad, que nada se note de nuestra creencia en nuestro diario vivir.

Nosotros, aún no siendo de este mundo, vivimos en él y, por eso mismo, se ha de notar que somos discípulos de Cristo y  para que se conozca que lo somos por nuestros frutos. Otra cosa no puede esperar Dios de nosotros porque nos creó, eso sí, sin nosotros (porque quiso) pero, como diría san Agustín, no nos salvará sin nosotros. Y, por tanto, convertirnos o confesar la fe (que es así como se llama a la conversión continua del creyente) no es, sólo, una meta a la que debemos llegar sino un paso que, día a día, debemos dar.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net