Fe y Obras

 

Pentecostés y el después

 

 

 

18.05.2018 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

Hay días en el año espiritual del católico que tienen una importancia vital para la fe del mismo. Y tal es el caso de Pentecostés.

Cincuenta días después de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo celebramos una festividad importante, como decimos, un acontecimiento que, históricamente (¡históricamente!, no lo olvidemos nunca porque pasó y vaya si pasó; sucedió y vaya si aconteció), supuso ser el punto de partida de la Iglesia que Cristo había fundado y a la que luego se llamaría católica, la verdadera y única Iglesia del Hijo de Dios y portadora y transmisora de la Verdad.

Los Hechos de los Apóstoles (2, 1-21) hacen mención de aquello que, entonces, sucedió, y que, no por ser algo extenso, vamos a dejar de recordar ahora y aquí mismo:

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: ‘¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.’ Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: ‘¿Qué significa esto?’ Otros en cambio decían riéndose: ‘¡Están llenos de mosto!’ Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: ‘Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: ‘Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.”

Todo lo escrito, pues, se estaba cumpliendo como era la santa voluntad de Dios, cada palabra era (y es) crucial. Aquello que el Creador había dispuesto para los últimos tiempos estaba sucediendo ante los ojos de aquellos que, atónicos, creían, pensando mundanamente, que aquellos que así hablaban estaban borrachos (¡como si el exceso de bebida supusiera el don de lenguas…!). No entendían nada de lo que había sucedido y su respuesta era la risa y el desasosiego del alma.

Desde entonces, desde aquel primer Pentecostés (existía uno judío) cristiano, la Iglesia católica dio sus primeros pasos. Muchos, seguramente, se convirtieron en aquel mismo momento al ver hablar en lenguas muy extrañas a los que conocían y, por tanto, de ellos sabían que no tenían formación alguna para hablar así. Eso sólo podía ser cosa de Dios y, como era de esperar, le entregan todo su corazón porque es lo único que se puede hacer cuando se presencian según qué cosas.

Aquel primer Pentecostés supuso, también, que lo que había dicho Jesús se iba a cumplir (porque todo lo que dijo sobre su muerte se cumplió palabra por palabra) y: lo que quedara atado en la tierra de parte de sus apóstoles, quedaría atado en el Cielo y lo que quedara desatado, desatado quedaría en las Alturas. Y olvidar eso es algo más que un pecado porque puede ser mortal para quien lo haga.

Y, lo que es mejor: Dios mismo dice lo fundamental de todo esto: quien “invoque el nombre del Señor se salvará”. Y lo dice así y no, por ejemplo, “todo el mundo se salvará”. No. Es necesario invocar el nombre del Señor, creer, convertir el corazón y, en fin, confiar en Dios Todopoderoso. Todos, pues, no nos vamos a salvar y sí se salvarán “muchos” como ahora se dice correctamente en el momento adecuado de la Santa Misa.

Aquel Pentecostés, el primero de la andadura de la Esposa de Cristo, supuso mucho para el hombre: nada menos que el inicio de su posible salvación eterna. Y por más veces que repitamos esto nunca serán suficientes porque hay mucho ciego de corazón y de alma...

A tal respecto, dejó dicho San Josemaría, en la Homilía de Día de Pentecostés de 1969 que

“El Señor nos dice en la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo que Él derramó copiosamente sobre nosotros, por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos”.

Tal vida eterna también ha de ser transmitida, en cuanto sentido cristiano, a los hombres de hoy día. Por eso el apóstol de ahora mismo tiene, como entonces, algo que hacer, un reto al que enfrentarse. Y por eso, si hoy día una de aquellas intrépidas personas tuviesen que salir a los caminos del mundo se encontrarían con temas y actitudes personales con las que tendrían que emplearse a fondo. Por ejemplo:

-El relativismo que también afecta a muchos discípulos de Cristo.

-El egoísmo del tener sobre el ser.

-La dejación, el esconder, al Creador; darle, también, de lado.

-El olvido de la Palabra de Dios olvidando que, a través de ella, vivimos, nos movemos y existimos.

-La imposición de una sociedad hedonista que castra la fe y la esconde por considerarla inútil.

-El abandono de unos valores que, por ser voluntad de Dios, deberían ser siempre difundidos y predicados.

Etc., etc., etc...

Pentecostés, pues, es tiempo de llegada (desde la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, cincuenta los días han sido, son y serán) pero, sobre todo, es tiempo de comienzo, de partida, de dar lugar al ser de una Iglesia que, fundada por el Hijo de Dios (como hemos dicho arriba), tuvo que (tiene que) ser la que difunda por el mundo que la Buena Noticia es Noticia por ser Buena y que Quien dio lugar a la misma nunca nos abandonó sino que, al contrario, nos consiguió (con su muerte) la vida eterna.

El Espíritu Santo se nos ha dado, otra vez, para nuestro bien, para nuestro eterno bien. Y nunca daremos las gracias de forma suficiente a Dios por un don tan grande como ése.

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net