Fe y Obras

 

Pentecostés

 

 

 

08.06.2019 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

 

Los Apóstoles habían tenido mucho miedo porque sabía cómo se las podían gastar sus, hasta entonces, hermanos en la fe. No hubieran dudado lo más mínimo en ponerlos en el mismo camino de la muerte por el que habían llevado a su Maestro, Jesucristo. Seguramente, los matarifes tenían, aún, más miedo que ellos: todo lo suyo estaba en juego...

El miedo, sin embargo, se les pasó en cuanto se dieron cuenta de que Aquel que había muerto, en verdad, había resucitado como tantas veces les había dicho iba a pasar. Y eso los hizo convertirse en predicadores de la Verdad y, en fin, les permitió cumplir con la misión que se les iba a encomendar.

Llegó el momento. Ya sabemos eso que se nos dice en la Sagrada Escritura de que un viento fuerte trajo al Espíritu Santo. Y todos los allí presentes se llenaron de Él. Lenguas de fuego, etc. Y sí, es bien cierto que no siempre acabamos de entender qué quiere decir eso y, aunque haya estudiosos que quieran clarificar el sentido de tales palabras… lo bien cierto es que sólo en el Cielo comprenderemos qué se quería decir cuando se recogió en la Sagrada Escritura que, eso, unas lenguas de fuego se posaron sobre las cabezas de los Apóstoles…

Nosotros, de todas formas, creemos por fe que eso fue así y que, a partir de tal momento, ellos supieron que eran capaces de hacer lo imposible. Y bien que lo hicieron… hasta sus propias muertes como testigos de la venida, primera, al mundo del Hijo de Dios, de su muerte y, sobre todo, de su Resurrección con la cual, por cierto, se abrían las puertas del Cielo hasta entonces cerradas hasta que se cumpliese la Voluntad del Todopoderoso, entonces, al final de los tiempos.

Es, pues, Pentecostés. Y después de pasar la cincuentena de días desde aquel domingo, primero de la nueva era de fe en Dios Todopoderoso, todo parecía nuevo. Y, en realidad, lo era porque así había quedado establecido por el Creador: muerte de su Hijo, descenso a los infiernos a liberar a los allí cautivos y merecedores de ser liberados, Resurrección y vuelta al mundo y, por fin, ascenso a la Casa del Padre para sentarse a su derecha.

Pentecostés es un tiempo propicio. Y lo es porque supone el comienzo de una andadura que, a lo largo de los siglos, ha permanecido ahí, esperando que se cumpla cada día y cada momento del mundo cristiano, aquí católico, por universal.

En Pentecostés rememoramos lo que podía llegar a ser la Iglesia fundada por Jesucristo y puesta en manos de sus Apóstoles, habilitados para perdonar y retener pecados…

En Pentecostés rememoramos que cada día debemos empezar a caminar. Con la luz de la mañana, dado como se nos ha dado un nuevo día, debemos darnos cuenta de que estamos en el mundo para evangelizar al mundo y para que el mundo crea que Cristo es Mesías, Enviado de Dios y Dios mismo hecho hombre. Y tal es la obligación que tienen los discípulos del Maestro de Nazaret. Y por eso, cada cual, en el ámbito en el que se mueva, exista y viva debe proclamar bien alto que Cristo es Dios y que su nombre ha de prevalecer siempre, su Amor ha de vencer siempre y su Verdad ha de ser dicha para que sea escuchada.

En Pentecostés, en fin, todo vuelve a comenzar para que nada de esto termine hasta que, en su Parusía, vuelva Jesucristo. ¡Sí!, a juzgar a vivos y a muertos.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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