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¿Dónde van nuestras democracias?

 

Francisco Rodríguez Barragán | 21.06.2016


En su libro “Cómo terminan las democracias” Jean-Francois Revel alertaba del peligro de las democracias occidentales frente a la Unión Soviética, pero desaparecida ésta podría parecer que esta obra resulta superflua, aunque el auge de determinados totalitarismo exija una nueva reflexión sobre nuestras democracias.

Hablaba Revel del error de Tocqueville que había acertado respecto a la aparición de una cierta homogeneidad en los sentimientos, en las ideas, en los gustos y en las costumbres de los ciudadanos que resultan sometidos a la esclavitud de su mutuo consentimiento. La igualdad no de las riquezas, sino de las aspiraciones ciudadanas, engendraría la unidad del pensamiento. Efectivamente todos piensan lo mismo: que el Estado atienda la totalidad de nuestras necesidades pero más allá de eso no hay tal uniformidad sino intereses que se oponen y búsqueda del poder...

Tocqueville describió la ascensión que se produciría de un Estado omnipresente, omnipotente y omnisciente, Estado protector, contratista, educador, Estado médico, empresario, librero, Estado compasivo y depredador, tiránico y tutelar, economista, publicista, banquero, padre y carcelero, que despoja y que subvenciona.

Conocemos bien ese Estado que padecemos o disfrutamos gracias a esa cierta uniformidad de la opinión pública, pero Tocqueville no previó que la opinión pública resultara mucho más versátil y que el Estado, a pesar de gigantismo, fuera cada vez más desobedecido e impugnado por los mismos que lo esperan todo de él y apuntaba con razón Revel que el estado democrático ha cargado con más responsabilidades que poderes.

La uniformidad de la opinión pública respecto al deseo de que el Estado provea a todas nuestras necesidades, nos facilite el disfrute del placer sin responsabilidad y nos regale “nuevos derechos”  inventados en otros foros, no puede impedir que se utilice el propio sistema democrático para combatirlo sin descanso y sustituirlo en cuanto puedan por otros modelos.

Aunque la Comunidad Europea comenzó como forma de superar los anteriores enfrentamientos entre naciones ha ido derivando en una especie de super-estado que ampare, vigile y defienda a las democracias. Este super-estado intenta por todos los medios conseguir una uniformidad de pensamiento no solo en la economía, la agricultura, el comercio o la ecología sino también en cuestiones como la ideología de género o la legalización del aborto que escandalizarían a los padres de Europa, Adenauer, Schuman o De Gasperi.

Por eso no es extraño que la uniformidad del pensamiento europeo empiece a resquebrajarse y, utilizando sus mismas instituciones, estén surgiendo fuerzas dispuestas a manejarlas en beneficio propio o hacer estallar el invento. Es sintomático que los que hemos dado en llamar populismos bien de extrema izquierda o extrema derecha, estén adquiriendo un protagonismo que no imaginábamos  hace un par de décadas.

Tanto en la configuración de la uniformidad o en el fraccionamiento de la opinión pública han tenido un papel decisivo los medios de comunicación mezclando la información con la opinión, en una búsqueda constante de oyentes, espectadores o lectores. Por supuesto que la democracia ampara el derecho a opinar pero si estos medios representan un efectivo poder, también deben tener la suficiente responsabilidad. Si llegaran al poder los populismos quizás las primeras víctimas serían los medios de comunicación.

 

Francisco Rodríguez Barragán