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Virtudes vaciadas de contenido

La fe, la esperanza y la caridad son dones de Dios que podemos rechazar

 

Francisco Rodríguez Barragán | 20.04.2017


 

Cualquiera puede ser una persona virtuosa siempre que evite los vicios y observe una conducta honesta y respetable, pero hay virtudes que son dones de Dios que recibimos por medio del Espíritu Santo y que podemos aceptar, ignorar o rechazar, son la fe, la esperanza y la caridad que los cristianos llamamos virtudes teologales pero que a menudo las vaciamos de su contenido para utilizarlas a nuestro antojo.

La fe teologal consiste en creer en Dios, que nos creó por amor, se nos ha revelado en Jesús y al que podemos gozar después de la muerte por toda la eternidad.

Pero como un Dios personal no nos resulta manipulable, lo hemos sustituido por el gran arquitecto o el gran relojero del universo o mejor una fuerza impersonal: el big bang, la gran explosión seguida de la evolución, en definitiva la fe en Dios la hemos sustituido por la fe en nosotros mismos, en nuestra propia razón, en la ciencia obra de manos humanas, en nuestros programas, nuestra técnica, nuestras ideologías. Es la gran tentación del demonio en el paraíso: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Luego las cosas no nos salen bien, los sueños de poder y dominio se desvanecen y sobre todo no podemos conjurar nuestra propia muerte.

Esperar que lo revelado por Dios, a través de Jesús se cumplirá, es el contenido de la virtud teologal de la esperanza, pero si hemos eliminado a Dios de nuestro horizonte  ¿en qué esperamos? Pues en las promesas de otros hombres que nos venden felicidad a cambio de nuestra sumisión a sus ideas y sus programas, y aunque  resulten una y otra vez fallidos, seguimos esperando un estado de bienestar, una Arcadia feliz, un mundo en paz.

La tercera de las virtudes teologales es la caridad: amar al prójimo como Dios nos ama, pero parece que no estamos seguros de que Dios nos ame. Si lo pasamos bien es gracias a nosotros mismos, si lo pasamos mal siempre es por culpa de alguien, incluso por culpa de Dios. ¿Si Dios me ama como ha dejado que pierda mi trabajo? ¿Si Dios me ama por qué estoy enfermo? El Dios que hemos eliminado de nuestras vidas llegamos hasta hacerlo culpable de nuestras desgracias ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?

La caridad cristiana es, en mi opinión, la que hemos conseguido desvirtuarla por completo, especialmente los creyentes, haciéndola irreconocible. ¿Quién es mi prójimo? La pregunta interesada ya recibió respuesta de Jesús con la parábola del buen samaritano. No es solo amar al prójimo como a uno mismo ¡qué ya es difícil!, sino ir mucho más allá, encarnarse en los que necesitan nuestra ayuda, amar incluso a quienes nos persiguen y calumnian, estar dispuesto a dar no solo de lo nuestro sino nuestra propia vida por los demás.

Pero en realidad hemos encontrado formas de tranquilizar nuestra conciencia sin mirar a los pobres, sin tocarlos, sin ensuciarnos las manos con la miseria, basta con que echemos unas monedas en el cepillo o nos apuntemos con una cuota en Cáritas, Cruz Roja, Manos Unidas o cualquier otra o pongamos la cruz en la declaración de la Renta. ¡Ea, ya somos caritativos! Todo organizado, unos voluntarios que reparten alimentos, unas monjitas que cuidan de los viejos, de los huérfanos, de los leprosos, de los hambrientos,  pero lejos de nosotros.

Hemos sustituido el amor al prójimo por un humanitarismo filantrópico del que nos sentimos muy satisfechos. ¿Es esto la virtud teologal de la caridad? Que cada cual se responda a sí mismo, incluido yo que estoy escribiendo esto.

 

Francisco Rodríguez Barragán