Colaboraciones
Un mundo sin Dios no tiene futuro
«La libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos tendrían que someterse, y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso, o por el poder, o por las mayorías»
18 enero, 2023 | Javier Úbeda Ibáñez
Este es el origen de incontables y hondos dramas personales que viven tantos hombres de nuestro tiempo, porque en tal secularización y laicismo el hombre se queda solo, en su soledad más extrema, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada.
Más aún, esta es la raíz de los mayores peligros que podemos avizorar en el campo social y político, pues si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado. Tal realidad fue la que conoció el mundo durante el Tercer Reich.
No es posible un Estado ateo, y «no lo es en ningún caso en cuanto Estado de derecho duradero» (cardenal Joseph Ratzinger). No parece posible hablar de un Estado «confesionalmente» laicista, de iure («de derecho») o de facto («de hecho»), que excluya a Dios de la esfera pública pues dicho Estado no podría sobrevivir a largo plazo como Estado de derecho. «Por lo demás, en palabras de Benedicto XVI, la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, indisponibles, conformes con la recta razón, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana».
Sin ir más lejos, acota, algo no distinto de lo que habían descubierto ya los antiguos griegos: «Que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente, de lo verdadero y lo bueno».
Que haya realidades, valores, derechos, que no son manipulables por nadie, sagrados, es la verdadera garantía de nuestra libertad, de la grandeza del ser humano, de un futuro para el hombre: la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza conferida por Él al hombre.
Negar a Dios es negar al hombre. El hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida personal y social o pública. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores que son base y fundamento de la convivencia humana, para todas las esferas de la vida.
La garantía de la paz no puede ser otra «que el respeto de la “gramática” escrita en el corazón del hombre por su divino Creador», afirma Benedicto XVI, siendo en consecuencia radicalmente imposible la convivencia y cohesión social si Dios es el gran ausente.
Si se elimina a Dios, si se excluye a Dios, todo se piensa, determina y plantea como si Dios no existiera. Con esta treta, al excluir a Dios del horizonte, de la vida, de la historia, solo podemos recorrer caminos equivocados, que dificultan la construcción de la vida de los hombres.
Para dar respuestas recurramos al Evangelio porque, como planteaba Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, es «una comunicación que comporta hechos y cambia la vida». El Evangelio ilumina la vida y ofrece futuro a la humanidad.
El Evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.
Necesitamos a Dios.
Y si Dios es amor y el hombre es su imagen, la identidad profunda de la persona es su vocación al amor como señalaba santa Teresa del Niño Jesús.
Jesús nos dijo con claridad: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
Una vida sin Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre. Solo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
Los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. El trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.
El hombre no es un «nómada», una entidad aislada que vive solo para sí misma y debe tener la vida solo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con los demás, y solo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.
El hombre es también una persona libre. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es solo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad.