Colaboraciones
El «genio femenino» (I)
13 mayo, 2023 | Javier Úbeda Ibáñez
Juan Pablo II fue el Papa que le dedicó mayor espacio en sus escritos al tema de la mujer, fue quien más abordó distintas dimensiones de la dignidad, misión y vocación de la mujer en la sociedad y en la Iglesia de hoy.
En distintas publicaciones se ha ido configurando un modelo de mujer «universal», una imagen de mujer, una concepción de mujer, una identidad de mujer, que Juan Pablo II llamó «genio femenino».
Cabe anotar que es el Pontífice que más se preocupó por la mujer, o por lo menos quien más publicó acerca de ella. Pero si hemos de ser justos, también es sano decir que no es el primero. Pío XII dijo que la mujer es imagen de Dios y no sólo compañera (socia) del hombre. Juan XXIII también hizo un aporte significativo al hacer notar la incorporación de la mujer al ámbito público como signo de los tiempos.
El Papa Juan Pablo II acuñó la expresión «genio femenino». ¿A qué se refería?
Juan Pablo II dejó clara la razón: «Porque el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social y donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales».
Pese a una gran admiración hacia las madres de todo el mundo, al hablar del «genio» de la mujer el Papa Wojtyla no se refería a la maternidad física. La circunstancia de que una mujer pueda llegar a ser madre no significa que todas las mujeres deban serlo, ni que encuentren en la maternidad su felicidad. El «genio femenino» se halla más bien en una dimensión espiritual, y constituye una determinada actitud básica, que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por esta. Así como durante el embarazo, la mujer experimenta una cercanía única hacia el nuevo ser, así también su naturaleza favorece los contactos espontáneos con otras personas de su alrededor.
Para Juan Pablo II, «Dios ha confiado a la mujer, de modo especial, el ser humano. En este sentido, todas las mujeres son llamadas, de alguna forma, a ser “madres”. ¿Qué significa sino romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, mostrarse solidaria con ellos? A una mujer sencilla, normalmente, no le costará nada transmitir seguridad y crear una atmósfera en la cual quienes la rodean puedan sentirse bien».
Juan Pablo II, con toda seguridad, no consideró a las mujeres «incapaces» para el sacerdocio. Pero aun siendo Papa, no podía cambiar el núcleo de este sacramento. El Señor hubiera podido llamar a las mujeres al sacerdocio, pero no lo hizo, aunque en el trato con las mujeres, actuó muchas veces contra las costumbres de Israel. Eligió a una mujer, a María, entre todos los hombres; pero no confirió el sacerdocio ministerial a las mujeres, sino sólo a varones. Los Apóstoles siguieron su ejemplo, y la Iglesia debe conservar también hoy este modo de proceder. Esto no es anquilosamiento, sino una manifestación de fidelidad.
Juan Pablo II ha sido reconocido, con toda razón, como un «pionero» de los derechos humanos de la mujer. Reconoció abiertamente que la Iglesia ha empezado muy tarde a desvelar sus tesoros.
La «autoliberación» de la mujer no debe ser una barata equiparación con el varón. Se ha de buscar algo mucho más valioso, más eficaz, pero también más difícil: la autoaceptación de la mujer en su diferencia, su singularidad como mujer.
Una promoción auténtica no consiste en la liberación de la mujer de su propia manera de ser, sino que consiste en ayudarla a ser ella misma. Por eso, también incluye una revalorización de la maternidad, del matrimonio y de la familia. Si hoy en día se está combatiendo la presión social de antaño que excluía a las mujeres de muchas profesiones, ¿por qué entonces se teme tanto proceder en contra de la presión actual, mucho más sutil, que engaña a las mujeres, pretendiendo convencerles de que sólo fuera de las familias sea posible encontrar su realización?
«La Iglesia —dice Juan Pablo II en la carta apostólica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988)— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el “misterio de la mujer” y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las “maravillas de Dios”, que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella» (n. 31).
En la Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), Juan Pablo II hace un solemne reconocimiento del genio femenino y del carácter específico de la mujer, de su vocación y, atendiendo a su feminidad, de la misión que debía desarrollar en el seno de la sociedad y de la Iglesia. Su apuesta por la mujer no fue en absoluto una forma de mantenerla contenta. Ese genio de la mujer que él reivindicaba se encuentra de manera sublime en la Virgen María: esposa, madre, hija, misionera, trabajadora. Su devoción mariana se trasluce en sensibilidad hacia el universo femenino.
Juan Pablo II, en su Carta a las mujeres, constataba: «Normalmente, el progreso se valora según categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de la mujer. Sin embargo, no es esta la única dimensión del progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la sociedad es en gran parte deudora precisamente al genio de la mujer». Decía también: «La Iglesia ve en María la máxima expresión del genio femenino y encuentra en ella una fuente de continua inspiración».
«Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu feminidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas» (Juan Pablo II).