Colaboraciones
El «genio femenino» (II)
15 mayo, 2023 | Javier Úbeda Ibáñez
Afirmaba el Papa Juan Pablo II: «Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo, se percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa “tradición” femenina, la humanidad tiene una deuda incalculable».
Seguía diciendo Juan Pablo II: «¿Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen democrático».
Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad.
«Expreso mi admiración —afirmaba Juan Pablo II— hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de feminidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado».
Para Juan Pablo II el Libro del Génesis (Gn) habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado «a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la creación.
El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la «unidad de los dos», o sea una «unidualidad» relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.
¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su principal servicio? ¿Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en circunstancias muy precarias, en los países más pobres del mundo, dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
María se ha autodefinido «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios, Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico «reinar». No es por casualidad que se la invoca como «Reina del cielo y de la tierra». Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como «Reina» muchos pueblos y naciones. ¡Su «reinar» es servir! ¡Su servir es «reinar»!
La «feminidad» vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la «feminidad» de la mujer creyente, y particularmente en el de la «consagrada», se da una especie de «profecía» inmanente (cf. carta apostólica Mulieris dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo «carácter de icono», que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón «virgen», para ser «esposa» de Cristo y «madre» de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad «icónica» de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio «mariano» y el «apostólico-petrino» (cf. ibid., 27).
Juan Pablo II también dignificó a la mujer trabajadora, que con su particular psicología enriquece y contribuye a la edificación de unas estructuras económicas y políticas más humanas. Él siempre estuvo a favor de que las mujeres desarrollaran todos sus dones en aras de una sociedad más habitable.