Colaboraciones

 

El «genio femenino» (y III)

 

 

 

15 mayo, 2023 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

En 1981, en la exhortación apostólica Familiaris consortio, el Papa santo dice que «la verdadera promoción de la mujer exige que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana. Se debe superar –añadía– la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar».

Nadie ha defendido tanto a las mujeres como Juan Pablo II.

La profesora Jutta Burggraf (fallecida en Pamplona, España, en noviembre de 2010) añade: «El genio femenino ha sido para Juan Pablo II, algunas veces, ayuda, y otras, estímulo e incentivo. Por ejemplo, no fue una alta dignidad eclesiástica, ni un alto funcionario del Estado quien le sugirió instalar un hogar para ancianos minusválidos en los jardines del Vaticano. Fue una mujer: Teresa de Calcuta. Y él la escuchó».

Cuando Juan Pablo II insiste en sus escritos en que todo ser humano —hombre o mujer— es por Dios «amado por sí mismo», no alude sólo a una frase acertada del Vaticano. Más bien, expone abiertamente los fundamentos de su pensamiento y de su acción. Lo que el Santo Padre expresa respecto al «tema de la mujer», no es consecuencia de vanas teorías surgidas lejos del ajetreo de la sociedad, por ej. en Castel Gandolfo. Muy por el contrario, es el producto maduro de una larga experiencia vital.

Sin duda, Juan Pablo II es un gran filósofo y teólogo; pero, antes que nada, es un hombre que ha vivido en el mundo real.

El Santo Padre Juan Pablo II, desde el inicio de su Pontificado, hizo suya la causa de la mujer, de su dignidad y misión; intentó comprender y acogió las aspiraciones y los altos ideales femeninos, asumió como característica de la Iglesia el orden simbólico de la maternidad que enriquece a la humanidad con los valores de la ternura, la solicitud y el cuidado, expresiones concretas y diarias del orden del amor. Así empujó a toda la comunidad de creyentes a reflexionar sobre la dignidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en el mundo.

Solo Karol Wojtyla podía imaginar una carta apostólica como la Mulieris dignitatem o la Carta a las mujeres durante el Año Internacional de la Mujer o, esa carta enviada a las mujeres de Bosnia Herzegovina, durante la guerra de los Balcanes, donde les imploraba a no abortar, aunque llevasen en el cuerpo los signos de la violencia y en el regazo la semilla del enemigo para siempre.

Juan Pablo II fue un apasionado del amor humano. Su delicada sensibilidad y su profundo amor a Dios le llevaron a entender como pocos la condición antropológica, espiritual y sexuada del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios, y llamados a ser en el mundo reflejo del profundo y tierno amor de Cristo por su Iglesia.

Juan Pablo II piensa que la esperanza es un elemento capital para la existencia humana y cristiana. Pero dicho título revela algo más: que la esperanza de este Papa está teñida de urgencia, que su realización no es postergada a un futuro remoto, sino que esta se concibe como una tarea inminente que debe comenzar a realizarse en nuestros tiempos.

Juan Pablo II predica la esperanza como lo que realmente es: la virtud motora por excelencia; aquella energía interior que, despertando los legítimos deseos humanos, sitúa al hombre en un estado de inquietud, de inconformismo y de anhelo, hasta lograr lanzarlo a la acción.

Como él mismo reconocía en su libro Cruzando el umbral de la esperanza (1995), todo lo que escribió sobre la mujer «lo llevaba en mí desde muy joven, en cierto sentido desde la infancia. Quizá influyó en mí también el ambiente de la época en la que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y consideración por la mujer, especialmente por la mujer-madre». Este respeto permaneció en él hasta el final de sus días.

Su Carta a las mujeres es un claro testimonio de ello en un momento de gran cambio y de transformaciones mundiales, en las que el Papa supo avistar la gran relevancia que el papel de la mujer iba a tener en la construcción de las sociedades del siglo XXI, tanto en su faceta maternal, como profesional y constructora del tercer milenio.

Si en su carta apostólica Mulieris dignitatem (1988) ya había defendido el insustituible papel de la mujer y su dignidad propia e inalienable, en la Carta a las mujeres (1995) Juan Pablo II se dirige a las mujeres del mundo entero y lo hace en primer lugar dando las gracias: «Te doy gracias mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer!». También: «Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política».