Colaboraciones

 

¿Una pregunta sin respuesta? (I)

 

 

 

23 abril, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

«Muchas son las opiniones que el hombre ha dado y da sobre sí mismo. Diversas e incluso contrarias. Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación, de donde se sigue la duda y la ansiedad» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 12).

Si preguntamos a los que son considerados como grandes pensadores, recibiremos respuestas desconcertantes. Para Schopenhauer el hombre es el animal capaz de prometer y engañar. Para Hobbes es el lobo del hombre. Para Leibniz es un pequeño Dios. Para Pascal, una caña pensante. Para Rousseau es un animal corrompido. Para Sartre, una pasión inútil. Para Heidegger es un ser para la muerte. Para Freud, un perverso polimorfo. Para Protágoras es la medida de todas las cosas. Para Marx, sólo un engranaje de la maquinaria del mundo. Para Klages es el animal que dibuja y pinta. Para Caba, el único ser que usa lentes. Para Marco Aurelio es un alma que arrastra consigo un cadáver. Para Desmond Morris es un mono vestido. Para Séneca es animal limpio y elegante. Para Spengler es un animal de rapiña inventivo. Para muchos de nuestros contemporáneos quizá sólo un absurdo, o grito sin respuesta, o una brisa o… nada. Probablemente el hombre sea, para ellos, una pregunta sin respuesta.

San Agustín lo entiende, en cambio, como «un gran misterio», pero un misterio que se dilucida a la luz de Dios como el capullo de la flor, cerrado durante la noche, se abre al sentir sobre sus pétalos el calor y la luz del sol. Todo hombre es «persona»; es decir, una sustancia particular, puesta, por su misma esencia, en la cumbre de la creación. Es la única sustancia creada de naturaleza racional, capaz, por tanto, de conocer y amar; conocer la verdad y amar el bien; todo el Bien y toda la Verdad.

El hombre es con toda propiedad «imagen» de Dios. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», dice Dios (Gn 1,26). La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios.

La grandeza del hombre consiste, precisamente, en ser imagen de Dios y «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador» (Gaudium et spes, 19). Por eso estaba más acertado Kierkegaard cuando decía que el hombre es un animal con sed de Dios.

No pensemos, sin embargo, que estamos ante una imagen estática, fija, inmóvil, como la fría y rígida representación que un trozo de mármol tiene respecto de su modelo. La imagen espiritual es dinámica, está en movimiento, tiene plasticidad. Esto quiere decir que puede crecer o disminuir; reflejar con más intensidad o bien opacarse, incluso, en cierto modo, perderse.

¿Qué es lo que hace perfeccionarse a la imagen divina en el hombre y, consecuentemente, aumentar la dignidad humana? El desarrollo de las virtudes, particularmente las teologales, la fe, la esperanza y la caridad. Las virtudes son energías, tendencias dinámicas, que arrastran la inercia del hombre hacia lo alto; lo hacen salir de sí, perfeccionarse, crecer, dignificarse.

El hecho de ser dinámica quiere decir que está en movimiento. Lo que está en movimiento puede ir adelante o atrás, puede avanzar o retroceder. También la imagen divina en el hombre y, como consecuencia, su dignidad. Hay algo que el hombre nunca podrá perder totalmente y es su capacidad de entender la verdad y de amar el bien. Pero puede bloquear ese movimiento, distorsionarlo. Es lo que ocurre con el pecado. Al pecar el hombre imprime a su espíritu un movimiento «hacia abajo»; por eso el pecado no perfecciona, sino que degrada al hombre. Su espíritu se ata al pecado, y el objeto del pecado lo esclaviza. Dice el profeta Oseas: «Se hicieron abominables como lo que amaron» (Os 9,10). Y Jesucristo: «El que obra el pecado se hace esclavo del pecado» (Jn 8,34). El pecado desgasta al hombre y lo esclaviza quitándole la libertad para el bien auténtico y verdadero que es, precisamente, la fuente de toda su dignidad.

El pecado siempre implica un detrimento, un perjuicio en la persona que lo ejecuta: «El pecado no hiere sino a la persona que lo comete», escribe Tomás de Aquino (Suma Teológica, III,19,4 ad 1). Este decaer de lo que es (In Boethio De Trinitate, L.2, q.5, ad 7), este detrimento o venir a menos, involucra un detrimento del orden racional, y conlleva la pérdida de la dignidad humana: «El hombre, dice Santo Tomás, al pecar cae del orden racional y por lo tanto decae   de la dignidad humana, en cuanto el hombre que es naturalmente libre e independiente, se precipita en la esclavitud de los anima­les…» (Suma Teológica, II-II,64,2 ad 3). Tanto la libertad cuanto la dig­nidad humana tienen su fundamento y raíz en la racionalidad. De algún modo (no sólo metafórico) el pecado es una caída de esta prerrogativa del hombre. El pecador siempre es un vencido, un derrotado.