Colaboraciones

 

¿Una pregunta sin respuesta? (y II)

 

 

 

25 abril, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

Este caer del orden racional significa dos cosas. Ante todo, que la inteligencia y la voluntad falsifican la realidad dirigiéndose hacia una escala de valores que no respeta la dignidad del hombre ni su vocación eterna. En cierto modo, introducen un desequilibrio o locura, como lo llama la Sagrada Escritura (cf. 1 Sam 25,25), o también irracionalidad e ilogicidad como usa Santo Tomás (cf. II-II,153,2; 168,4). En segundo lugar, significa que el hombre desciende al orden de la animalidad (cf. II-II,64,2 ad 3). Santo Tomás lo afirma en el sentido de la pérdida de la libertad. Es decir, el pecado esclaviza al hombre. El pecador es esclavo de su pecado: esclavo de la concupiscencia que lo empuja hacia él; esclavo del estado de pecado del que no puede salir si no es rescatado por Aquél a quien abandonó al pecar; esclavo de la última consecuencia del pecado que es la muerte.

La mayor degradación de la dignidad del hombre se da en el pecado voluntario de ateísmo; porque allí el hombre corta todo vínculo con su Causa Eficiente y Ejemplar, que es Dios, se aísla y se cierra de Él. El hombre ateo no quiere ser imagen de Dios, en quien no cree. Y, ¿qué pasa a ser entonces? Se convierte en un «fantasma de la nada», vagabundo entre dos nadas: la nada casual y caótica de su origen y la nada antropófaga que terminará por deglutirlo en la muerte. Esta es la descripción de la desesperación, que es el otro nombre que tiene el «ateísmo». Lamentablemente, «es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (Gaudium et spes, 19).

Hay un texto muy hermoso del Concilio Vaticano II que el Papa Juan Pablo II citó muy a menudo: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado… Cristo… manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (Gaudium et spes, 22). ¿Por qué? Porque Cristo, sigue diciendo el Concilio, es el «hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual” (Ibid.). Cristo es el Hombre Nuevo por excelencia (Ef 2,15).

Esto quiere decir que el hombre no puede comprenderse, no puede saber lo que él es, ni la sublimidad de su vocación, sino mirando a Cristo. Volvemos a preguntar: ¿por qué? Porque Jesucristo es verdadero hombre, verdaderamente semejante a nosotros, pero, al mismo tiempo, no ha conocido el pecado, porque Él, como dijo el Concilio de Florencia: «Sin pecado fue concebido, nació y murió» (DS 1347). Y el pecado, como ya hemos dicho, no es de ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo desprecia, lo disminuye, lo degrada, lo priva de la plenitud que le es propia. Sólo Jesucristo puede manifestar al hombre qué es el Hombre, el Hombre verdadero, el Hombre sin degradar.

En este sentido Jesucristo es el «restaurador» de Adán. Adán tras el pecado, y con él cada uno de los hombres que descendemos de este primer padre, somos hombres descentrados. El pecado destruyó la armonía que había en el Adán del Paraíso; a partir de ese momento, todo huye de él y dentro de él; es un hombre «desbocado», quebrado interiormente; tiene el alma hecha pedazos, ha perdido su unidad. El hombre caído vive en continuo movimiento, en perpetua ansiedad. En definitiva, todas sus dimensiones, sus tendencias naturales, están dislocadas. Su mente busca la verdad, pero tropieza con el límite de su ignorancia o se pierde en los laberintos del error; su voluntad desea el bien, pero se deja engañar por el espejismo de los bienes aparentes e ilusorios; sus sentidos quieren goce, su alma justicia; su orgullo venganza, su apetito irascible violencia, su inteligencia contemplación. Es un ser resquebrajado. Todo él es búsqueda, pero no sabe lo que busca; y normalmente busca mal.

Jesucristo, al ser clavado en la Cruz, detiene toda expansión falsa.

La cruz es un símbolo de lo que Jesucristo ha hecho con el hombre: le ha devuelto la unidad, ha cortado sus desbordes y lo hace aspirar a lo alto, hacia Dios, hacia la trascendencia. Le devuelve la dignidad.

Con toda razón Juan Pablo II dijo: «En Cristo el hombre se hace más hombre» (Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 22 de marzo de 1981, p. 11). Y en otra oportunidad: «La Encarnación del Hijo de Dios, al mismo tiempo, tiene significado para todo ser humano independientemente del tiempo y el lugar. Hay un lazo irrompible entre el hombre creado a imagen de Dios (Gn 1,27) y Cristo que tomó sobre sí nuestra condición humana, apareciendo en su porte como hombre (Fil 2,7). Desde toda la eternidad fue la causa ejemplar de todas las cosas, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1,3). En la Encarnación, Jesucristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura (Col 1,15), se convirtió en la fuente de una nueva creación: A todos los que le recibieron, los que creyeron en su nombre, les dio poder para llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12). Como escribió San Pablo: «Si alguno está en Cristo, es una nueva creación: lo viejo ha pasado, lo nuevo ha venido» (2 Cor 5,7). Conocer el ejemplar es tener un más perfecto conocimiento de los que fueron hechos a su imagen. Por eso Juan enseña que Cristo «es la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Cristo revela lo que hay en cada uno de nosotros…» (Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 22 de octubre de 1989, p. 6). San Ireneo de Lyon lo dice en un texto impresionantemente rico: «Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 18, 1).

Por Jesucristo recupera el hombre la dignidad perdida. Pero, ¿a través de qué medio Jesucristo lo reintegra en su antigua dignidad? Por la penitencia, decían los antiguos Padres de la Iglesia y lo repitieron luego los grandes teólogos; la penitencia sacramental (la confesión) y la penitencia ascética (el sufrimiento, el arrepentimiento y el cambio de vida). ¿Por qué? Porque la penitencia restituye al hombre, junto con la gracia, todas las virtudes. Y no sólo eso, sino que puede volverlo en cierto modo a su primitivo honor o dignidad. Así dice Santo Tomás: «El hombre pierde por el pecado… una doble dignidad respecto de Dios. Una principal, que es aquella por la que es contado entre los hijos de Dios por la gracia. Y esta dignidad la recobra por la penitencia. Lo cual es significado en la parábola del hijo pródigo, cuando el padre hizo dar al hijo, después de su penitencia, la ropa mejor, un anillo y el calzado (Lc 15,22). Pero pierde también otra dignidad secundaria, que es la inocencia… Y esta dignidad el penitente no puede recobrarla. Aunque a veces recobra algo mayor. Porque dice San Gregorio Magno que ‘los que consideran haberse apartado de Dios, tratan de recompensar los daños anteriores con los lucros siguientes… Pues también el general ama más en el combate al soldado que habiendo huido vuelve otra vez y combate con coraje al enemigo, que al soldado que nunca huyó pero jamás combatió con valor’».

A todos se nos pueden dirigir aquellas palabras de San León Magno: «Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios» (San León Magno, Sermones, 21,2-3; PL 54, 192).

Por la misericordia de Dios el hombre siempre puede levantarse y aspirar a grandezas que antes ni siquiera sospechaba.