Colaboraciones

 

Teocracia y ateocracia

 

 

 

08 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

Ante la ofensiva laicista y las ideas ya lanzadas de reformar la Constitución Española de 1978 en un sentido aún más laico, hacia el modelo francés, podemos afirmar que hoy en España vivimos un momento de auge en la implantación de la ateocracia, término enormemente expresivo con que Charles Humbert René de La Tour du Pin (1834-1924), uno de los grandes protagonistas del catolicismo social en Francia a finales del siglo XIX y principios del XX, designó lo que en realidad es todo un sistema de poder. Con su capacidad habitual para elaborar unas definiciones sumamente claras, indicó lo que es la teocracia y lo que es la ateocracia:

La teocracia es la forma de gobierno que reposa sobre la confusión de la sociedad religiosa y de la sociedad civil. Esta confusión es más o menos acentuada en las sectas cristianas disidentes por no hablar del islamismo y de las religiones de la India, pero es rechazada por la doctrina católica. Y por su parte, de manera semejante al galicanismo que se impuso en la Francia moderna y al josefinismo en Austria, como formas teocráticas, es el mismo principio de divinización de la autoridad humana propio de las teocracias, el que produce hoy lo que se podrían llamar las ateocracias, es decir, los gobiernos que pretenden, en nombre de un derecho superior de la sociedad civil, negar, molestar o destruir la sociedad religiosa y tiranizar las conciencias (La Tour du Pin, Aphorismes de politique sociale, París, Nouvelle Librairie Nationale, 1913,  2ª ed., pp. 32-33).

Por lo tanto, no están tan lejos la teocracia y la ateocracia, pues ambas parten del mismo error de sobrevalorar y aun divinizar la autoridad temporal humana, confiriéndole una potestad prácticamente absoluta y hasta tiránica, que actualmente podríamos denominar totalitaria. Y es que el liberalismo y su hijo el socialismo llevan en sí realmente el germen del totalitarismo, como también lo comprendieron otros de los grandes padres del catolicismo social europeo.

Albert de Mun (1841-1914), hubo de enfrentarse, en torno a 1903, a la dura ofensiva laicista que se acometía otra vez en Francia. Fueron los momentos de la nueva expulsión arbitraria de comunidades religiosas y del cierre de escuelas católicas, que valieron al Gobierno el apelativo de «cerradores de iglesias». La resistencia del pueblo católico llegó a actos de heroísmo y puso entre la espada y la pared al Gobierno. Frente a los que llevaban la libertad en su lema, los católicos gritaron con más energía: «¡Viva la libertad!», porque amaban la libertad verdadera y no la falsa del laicismo liberal ni la socialista.

Hoy en España, se quiere hacer olvidar la labor tan beneficiosa que las congregaciones religiosas y la Iglesia en general han realizado en los campos social, sanitario, educativo, cultural, etc. Lo que importa a los que detentan el poder y a quienes a su vez les transmiten las consignas para actuar, es sencillamente arrasar toda huella de catolicismo y crear un poder ateocrático.

Si tenemos en cuenta en España el modo con que desde la izquierda se está fomentando el anticlericalismo al más rancio estilo liberal decimonónico, y la manera en que ella misma está reabriendo heridas que se consideraban ya curadas al resucitar los viejos odios de 1936. Tal actitud de mirar al pasado con resentimiento y rencor no encuentra explicación más que en la carencia de una capacidad para afrontar el presente y en la ausencia asimismo de verdaderos proyectos de futuro. Promover los odios, el conflicto social y la guerra civil es en realidad lo más opuesto a lo que una persona de la talla de Albert de Mun deseaba y por lo que él luchaba: «Mi sistema no es la guerra social; es la paz social» (Roberto Garric, Alberto de Mun, Buenos Aires, Difusión, 1943, p. 101).

Ateocracia, Estado sin Dios, soberanía por la gracia de los hombres, son expresiones muy acertadas de una misma realidad: la exaltación de un poder absoluto del hombre para construir la sociedad sin la más mínima referencia a un orden moral superior, ni siquiera al orden natural común a todo el género humano. Suponen de un modo especial el rechazo a cualquier referencia a Dios, y sobre todo al Dios cristiano, al que se destierra de lleno de la nueva utopía que pretende ser edificada sólo y únicamente por el hombre y para el hombre.

Sin duda alguna, tal pretensión no es sino una autonegación del hombre, un verdadero disparate, porque en realidad, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22. Sólo teniendo presente la dependencia del hombre con respecto al Dios Creador, Soberano y Providente, al Dios-Amor que ama al hombre y que desea su felicidad terrena y eterna y le ha enviado a su Hijo por Redentor, será posible construir la verdadera civilización humana. Sólo con unas normas morales superiores que rijan el ordenamiento de la sociedad se podrán evitar los desvaríos de esta, los cuales comienzan a aparecer al punto en cuanto el hombre se cree del todo dueño de sí mismo.

Dios ha concedido la libertad al hombre como un don precioso. Pero, por eso mismo, es una libertad para el bien, y que concretamente ha de apuntar siempre en último término al bien supremo, que no es otro que el mismo Dios y la felicidad suprema que Dios quiere conceder al hombre junto a Él. Olvidar esta realidad, es equivocar el verdadero sentido de la libertad y trastornar su auténtica grandeza. Dejarla de lado, lleva irremediablemente a los desastres en la convivencia humana que ha conocido el siglo XX: dos guerras mundiales, gulags y campos de concentración, hambre salvaje de una inmensa parte de la Humanidad, terrorismo, aborto, etc. Estos desmanes se habrían podido evitar si hubiera prevalecido el concepto cristiano de libertad frente a la noción liberal de la misma y frente a aquella terrible idea comunista, expresada a las claras por Lenin: «Libertad, ¿para qué?».