Colaboraciones

 

Sobre la virtud de la esperanza

 

 

 

12 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

Para Juan Pablo II, la virtud teologal de la esperanza «por una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (carta apostólica Tertio millennio adveniente, 46, 10-XI-1994).

San Pablo subraya el vínculo íntimo y profundo que existe entre el don del Espíritu Santo y la virtud de la esperanza. «La esperanza —dice en la carta a los Romanos— no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Sí; precisamente el don del Espíritu Santo, al colmar nuestro corazón del amor de Dios y al hacernos hijos del Padre en Jesucristo (cf. Ga 4, 6), suscita en nosotros la esperanza segura de que nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 39).

El Espíritu Santo —dice san Pablo en la carta a Tito— ha sido derramado «sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3, 6-7).

La doctrina de la Iglesia concibe la esperanza como una de las tres virtudes teologales, que Dios derrama por medio del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Es la virtud «por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1817).

Por este motivo, el Dios que se nos ha revelado en «la plenitud de los tiempos» en Jesucristo es verdaderamente «el Dios de la esperanza», que llena a los creyentes de alegría y paz, haciéndolos «rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). Los cristianos, por tanto, están llamados a ser testigos en el mundo de esta gozosa experiencia, «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza» (1 P 3, 15).

La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y que encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4, 18). Ratificada en la alianza establecida por el Señor con su pueblo a través de Moisés, la esperanza de Israel fue reavivada continuamente, a lo largo de los siglos, por la predicación de los profetas. Por último, se concentró en la promesa de la efusión escatológica del Espíritu de Dios sobre el Mesías y sobre todo el pueblo (cf. Is 11, 2; Ez 36, 27; Jl 3, 1-2).

En Jesús se cumple esta promesa. No sólo es el testigo de la esperanza que se abre ante quien se convierte en discípulo suyo. Él mismo es, en su persona y en su obra de salvación, «nuestra esperanza» (1 Tm 1, 1), dado que anuncia y realiza el reino de Dios.