Colaboraciones

 

Amar o no amar, ese es el dilema

 

 

 

22 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

La cuestión del sentido de la vida surge con el ser humano. El animal no necesita planteársela. Tiene que desarrollarse, pero su desarrollo está predeterminado con firmeza implacable por la especie. Por eso no puede equivocarse nunca al actuar. Le basta seguir sus instintos para asegurar su pervivencia y la de la especie. El ser humano debe también crecer por ley natural, pero tiene el privilegio de poder saberlo y precisar el modo de llevarlo a cabo.

Ninguna persona puede vivir verdaderamente si no es amada y si no ama.

En cualquier momento el ser humano tiene la libertad de rechazar lo fundamental de la vida, el amor a los otros y la alegría de sentirse amado.

El reconocimiento de que Dios ama a todos los hombres es como decir que él es la fuente de su vida y la fuente de su amor.

Para un cristiano, el amor a Dios y el amor al prójimo son indisociables y se expresan con actos concretos todos los días de la vida, no sólo en momentos estelares.

En esta carrera de la vida, el amor es quien da sentido cabal a todo.

Imagina que estás en un cuarto completamente vacío. El cuarto se llama: «El sentido de la vida». Delante de ti, se encuentran tres puertas: I) No hay sentido; II) El sentido es inmanente; III) El sentido es trascendente. Vamos a abrir las tres antes de atravesar alguna.

La primera puerta nos muestra un vacío. La vida no tiene sentido. Nuestra existencia se consume lentamente en el tiempo del cual somos prisioneros. Vagamos por el mundo como extranjeros, esperando el momento de culminar el gran y único destino al cual hemos sido llamados: la muerte. Nacemos para morir. Nacer, crecer, reproducirse y perecer, esto es lo más cercano que tenemos a un sentido de la vida. Venimos de la nada y a la nada nos dirigimos.

Después de ese vértigo nihilista, te diriges a la segunda puerta. La abres y te encuentras contigo mismo. La inmanencia te dice que el sentido de la vida eres tú. Amar duele; el dolor es un mal; por lo tanto, tenemos que evitar el amor. El sentido de la vida consiste en un vaciarse, liberarse de toda atadura externa y alcanzar la paz con uno mismo. Hacerte nada para hacerte todo. La segunda puerta te lleva al encuentro con un Yo nirvánico, libre y absoluto.

Te diriges a la tercera puerta. La trascendencia te invita a la donación. El amor es donación; en la donación encuentras la felicidad; por lo tanto, en el amor encuentras la felicidad. La felicidad es proporcional a la capacidad de donación y, ésta, es potencialmente infinita. El sentido de la vida consiste en salir de ti mismo y amar, amar con locura, amar como nunca nadie ha amado antes. Amar duele, es verdad, pero el dolor no tiene la última palabra. El Amor es más fuerte que la muerte.

Al final, todo se reduce a esto: Amar o no amar. He aquí el dilema.

«Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde. Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría. El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará. Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; más, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios. En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor» (primera carta de san Pablo a los corintios, 1 Co).