Colaboraciones

 

Sobre el cisma (II)

 

 

 

24 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

El cisma usualmente es mixto, en cuyo caso, considerado desde el punto de vista moral, su perversidad se debe principalmente a la herejía que contiene. En otro aspecto y siendo cisma puro, es contrario a la caridad y la obediencia; contra la primera porque corta los vínculos de la caridad fraterna, contra la segunda porque el cismático se rebela contra la jerarquía divinamente constituida. Sin embargo, no toda desobediencia es un cisma; para que tenga este carácter debe incluir aparte de la trasgresión a las órdenes de los superiores, la negativa del derecho divino para ordenar. Por otra parte, el cisma no necesariamente implica adhesión, pública o privada, a un grupo disidente o a una secta aparte, mucho menos la creación de tal grupo. Llega a ser cismático cualquiera que, aunque desee permanecer siendo cristiano, se rebele contra la autoridad legítima, sin llegar al rechazo de la Cristiandad como un todo, lo que constituye el delito de apostasía.

Anteriormente se consideraba correctamente que un hombre era cismático cuando hacía caso omiso de la autoridad de su obispo. Antes de San Jerónimo, San Cipriano había dicho: «Debe entenderse que el obispo está en la Iglesia y esta en el obispo, y no está en la Iglesia quién no esté con el obispo» (Epis., I 16, 8). Mucho tiempo antes, San Ignacio de Antioquía asentó este principio: «Donde está el obispo, allí está la comunidad, así como donde está Cristo allí está la Iglesia católica» (Smym., 8, 2). Ahora, el mero hecho de rebelarse contra el obispo de la diócesis es a menudo un paso hacia el cisma; no es un cisma en aquél que permanece, o reclama permanecer, sujeto a la Santa Sede. En el sentido material de la palabra existe un cisma, que es la ruptura del cuerpo social, si hubiera dos o más reclamantes del Papado, cada uno de los cuales, teniendo de su lado ciertas comparecencias de derecho y consecuentemente un número más o menos numeroso de partidarios. Pero bajo estas circunstancias la buena fe puede, al menos por un tiempo, evitar un cisma forma; este se inicia cuando la legitimidad de uno de los pontífices llega a ser tan evidente como para hacer inexcusable la adhesión a un rival. El cisma es considerado por la Iglesia como una falla muy grave y se castiga con las mismas penas reservadas a la herejía, debido a que usualmente esta lo acompaña. Las penas son: excomunión en la que se incurre ipso facto y que queda reservada al Soberano Pontífice (cf. acta Apostolicae sedis, I, 3, instituida por Pío X, mediante la constitución apostólica Promulgandi, de 29 de septiembre de 1908); seguida por la pérdida de toda jurisdicción ordinaria e incapacidad de recibir cualesquiera beneficios o dignidades eclesiásticos. Comunicar in sacris con cismáticos, recibir los sacramentos de sus ministros, asistir a los Oficios apostólicos divinos en sus templos, está estrictamente prohibido para los fieles.