Colaboraciones

 

Sobre el cisma (IV)

 

 

 

27 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Para Orígenes la Iglesia es la ciudad de Dios (Contra Cels., 3, 30), y agrega: «Que nadie sea engañado; fuera de esta morada, esto es fuera de la Iglesia, nadie se salva. Si alguien la deja, él mismo será responsable de su muerte» (In lib. Jesu Nave, Hom., 3, 5).

Pero el gran campeón africano de la unidad eclesiástica fue San Cipriano, contra los cismáticos de Roma y de Cartago. Él concibió esta unidad como descansando en la autoridad de los obispos, en su mutua unión y en la preeminencia del Romano Pontífice: «Dios es uno, Cristo es uno, una es la Iglesia y una la sede fundada sobre Pedro por la palabra del Señor» (Epist. 1, 20); «Nosotros los obispos que gobernamos la Iglesia, debemos sostener y apoyar esta unidad, para mostrar que el episcopado en sí mismo es uno e indiviso» (De ecclesiae unit., 5); «Sepan que el obispo está en la Iglesia y esta en el obispo, y que, si alguien no está con el obispo, tampoco está con la Iglesia… La Iglesia católica es una sola, formada por la armoniosa unión de los pastores quienes se apoyan mutuamente» (Epist. 1, 26, 5). Cipriano no veía ninguna razón legítima para el cisma porque, «¿qué bribón, que traidor, que loco estaría tan extraviado por el espíritu de discordia para creer que está permitido desgarrar, o quién se atrevería a rasgar la unidad divina, la vestimenta del Señor, la Iglesia de Jesucristo?» (De eccles. unit., 8); «La esposa de Cristo es casta e incorruptible. Quienquiera que abandona la Iglesia para seguir a una adúltera, renuncia a las promesas de la Iglesia. El que abandona a la Iglesia de Cristo no recibirá las recompensas de Cristo. Llega a ser un extraño, un impío, un enemigo. Dios no puede ser el Padre para aquel quien la Iglesia no es su madre. Lo mismo que pudo salvarse alguien fuera del Arca de Noé, así puede salvarse fuera de la Iglesia… Quien no respecta su unidad (de la Iglesia), no respetará la ley de Dios; ese no tiene fe en el Padre y el Hijo, sin vida, sin salvación» (op. cit., 8).

Desde el siglo cuarto la doctrina de la unidad de la Iglesia fue tan clara y universalmente admitida que es casi superfluo citar testimonios particulares.

Escritores más contemporáneos en la Iglesia latina, Hilario, Victorino, San Ambrosio, el «Ambrosiaster», San Jerónimo, hablan de manera similar y bastante explícita. Todos consideran a Pedro como el fundamento de la Iglesia, el Príncipe de los Apóstoles, que fue constituido cabeza perpetua para cortar cualquier intento de cisma. «Donde está Pedro», concluye San Ambrosio, «allí está la Iglesia; donde está la Iglesia no hay muerte sino vida eterna» (In Ps., 11, 30).

El Oriente también vio en Pedro y en la sede episcopal por él fundada la piedra angular de la unidad. Dídimo llama a Pedro «el corifeo, la cabeza, quien fue primero entre los Apóstoles, a través de quien los demás recibieron las llaves» (De Trinit., 1, 27, 30; 2, 10, 18).

Los textos anteriores son suficientes para establecer la gravedad del cisma desde el punto de vista de la economía de la salvación y de la moral. A este respecto puede ser de interés citar la opinión de Bayle, un escritor libre de la sospecha de parcialidad y de juicio tolerante: «No conozco», escribe, «un crimen más grave que el de desgarrar el cuerpo místico de Jesucristo, Su Iglesia que Él compró con Su propia sangre, la madre que nos engendró para Dios, la que nos nutrió con la leche de la comprensión, la que nos guía a la vida eterna» (Supplement to Philosophical Comment, prefacio).