Colaboraciones

 

El cristianismo, sentido de misión

 

Un cristianismo con mentalidad burguesa es problemático. Porque le falta el sentido de misión que desde siempre ha tenido el cristianismo

 

 

 

21 junio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Se reprocha a los cristianos que lo que de verdad les importa no es esta vida, sino asegurarse un puesto en la futura.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad del Evangelio, que nos hace prójimos de cualquier hombre necesitado (cfr. Lc 10, 36-37). Nuestra fe «siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra» (Francisco, Evangelii gaudium, n. 183). Al mismo tiempo, como ha recordado el Papa Francisco, «la Iglesia no es una ONG, y tiene que estar en guardia para evitar las diversas formas de mundanización, poniendo siempre en el centro de su actividad — también la social — a Cristo» (Francisco, Homilía, 16-V-2020).

Respetando la libertad de los demás, los cristianos están llamados a llevar la luz del Evangelio a cada rincón.

Un riesgo que existe en la vida espiritual: el de acabar por evitar todo lo que requiera esfuerzo, ignorando la exigencia que atraviesa de arriba abajo el Evangelio.

Una de las manifestaciones de la concepción individualista de la religión ante la que alertaba Benedicto XVI es el cristianismo burgués.

Al hablar aquí de cristianismo burgués no se quiere decir que sea algo propio de ese grupo social. Se trata, en realidad, de una mentalidad que puede encontrarse en personas que pertenecen a distintas clases sociales, según la cual el valor supremo que se debe perseguir en la vida es la estabilidad.

Ciertamente, las personas siempre necesitamos un mínimo de seguridad, y muy especialmente en épocas tan inciertas como la actual. El problema está en convertir la seguridad o la estabilidad en los valores dominantes, la meta a la que se aspira en la vida. Quien adopta esa mentalidad difícilmente siente la necesidad de mejorar las cosas y tiende a conformarse con lo que hay, porque no desea complicarse la vida.

El sentido de misión que forma parte del ADN del cristianismo lleva a vivir la vida como una aventura, pensando cuál será el mejor modo de servir a Dios y a los demás con la propia profesión.

El encuentro de Jesús con el joven rico sería el prototipo del cristiano burgués: alguien que cumple los mandamientos, que tiene buena voluntad e incluso nobles deseos, pero que no es capaz de arriesgar para seguir la llamada de Jesús. El obstáculo son las riquezas, que se pueden entender tanto en el sentido literal de bienes materiales como en el sentido de la posición social o de las seguridades alcanzadas. Cuando Jesús le dice: «Una cosa te falta. Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres; luego, ven y sígueme» (Mc 10,21) lo está invitando a abandonar sus seguridades y a confiar plenamente en Él.

La esencia del cristianismo no consiste en ser «buena persona» sino en encontrarse e identificarse con una persona, Jesucristo: el único que es verdaderamente bueno (cfr. Mc 10,18).

Se podría decir que en el cristianismo burgués la vida religiosa es algo aburrido y previsible: unas prácticas de piedad, unos sacramentos, la necesidad de luchar y la confesión como una «tintorería» para quitar las manchas (cfr. Francisco, Homilía, 21-III-2017). En cambio, la religiosidad genuina siempre va acompañada de la sorpresa, de las sucesivas conversiones y del descubrimiento de nuevos Mediterráneos, que habitualmente no son fruto de experiencias extraordinarias, sino de la perseverancia en la relación con Dios (cfr. Forja, n. 570).

El cristianismo burgués puede llevar también a una distorsión del Evangelio ante la que previene Benedicto XVI en Spe salvi: pensar que lo único importante es que yo me salve (Spe salvi, nn. 13-14). La vida cristiana no conduce a una perfección «egoísta», que nos encierre en nosotros mismos, sino que pone el centro de la vida fuera del yo: en la entrega, el servicio, la renuncia, el seguimiento. En el Juicio personal se nos preguntará de qué modo hemos contribuido a llevar el mundo hacia Dios, implicándonos en las vidas de quienes caminan a nuestro lado (cfr. Mt 25, 31-46). Necesitamos preguntarnos, pues, de qué modo nos preocupamos del bien de nuestros prójimos: cómo los acompañamos, los consolamos, los alentamos.

La vida espiritual no es algo «intimista», ni la llamada a hacer realidad el reino de Dios se puede identificar sólo con el afán apostólico personal. Es preciso tener, además, el deseo de mejorar el mundo por medio del propio trabajo, ya sea en el ámbito público o en el hogar. Y eso requiere concebir la propia profesión como un servicio, es decir, como un medio de servir a Dios y a los demás.

Nos parece destacable la crítica de Kierkegaard (1813-1855, filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo) al cristianismo acomodaticio de la Iglesia luterana danesa, donde «todos son cristianos, pero se comportan como paganos. Es un cristianismo mundanizado, hecho de mera cultura humana y de complicidad con las pasiones de los hombres», según don Mariano Fazio (Buenos Aires, Argentina, 1960).

El Obispo luterano Mynster es «el exponente de la Cristiandad, ese cristianismo burgués, sociológico, cultural, en el que los Obispos son al fin y al cabo funcionarios, actores del poder social. Mynster es el exponente del que denominaba Kierkegaard el “Orden establecido”, lo contrario de ser un “Testigo de la verdad”» (Mariano Facio, sacerdote, historiador, filósofo y escritor).

Según José María Torralba (catedrático de Filosofía Moral y Política), «se ha extendido una forma de cristianismo que se podría llamar cristianismo burgués. Me refiero a una mentalidad según la cual el principal valor u objetivo en la vida es la estabilidad y la seguridad económica. Y eso choca, o por lo menos entra en una tensión fuerte, con el espíritu del cristianismo y del Evangelio, que tiene un fuerte sentido de misión, de aventura, de arriesgar. Un cristianismo burgués no crea nada nuevo, no crea cultura ni sociedad, sino que queda encerrado en sí mismo, de modo egoísta. En cambio, un cristianismo bien vivido necesariamente tiene consecuencias. Eso debe notarse ya desde el ámbito educativo, y me parece que esa es la vía por la que transitar».

Allí donde se haya extendido el cristianismo burgués, convendrá despertar de nuevo el sentido de misión, para ponerse al servicio de ese reino de Dios que está ya entre nosotros (cfr. Lc 17, 20).