Colaboraciones
Indiferencia religiosa o irreligiosidad
13 julio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez
La indiferencia religiosa —también llamada «irreligiosidad»— representa hoy la principal manifestación de incredulidad, y como tal, ha recibido una creciente atención por parte del Magisterio de la Iglesia (cfr. Juan Pablo II, exhortación apostólica Christifideles laici, 30-XII-1988, 34; carta encíclica Fides et ratio, 1998, 5). El tema de Dios no se toma en serio, o no se toma en absoluta consideración porque es sofocado en la práctica por una vida orientada a los bienes materiales. La indiferencia religiosa coexiste con una cierta simpatía por lo sacro, y tal vez por lo pseudoreligioso, disfrutados de un modo moralmente descuidado, como si fuesen bienes de consumo. Para mantener por largo tiempo una posición de indiferencia religiosa, el ser humano necesita de continuas distracciones y así no detenerse en los problemas existenciales más importantes, apartándolos tanto de la propia vida cotidiana como de la propia conciencia: el sentido de la vida y de la muerte, el valor moral de las propias acciones, etc. Pero, como en la vida de una persona hay siempre acontecimientos que «marcan la diferencia» (enamoramiento, paternidad y maternidad, muertes prematuras, dolores y alegrías, etc.), la posición de «indiferentismo» religioso no resulta sostenible a lo largo de toda la vida, porque sobre Dios no se puede evitar el interrogarse, al menos alguna vez. Partiendo de tales eventos existencialmente significativos, es necesario ayudar al indiferente a abrirse con seriedad a la búsqueda y afirmación de Dios.
La indiferencia religiosa es, por su propia naturaleza, un fenómeno especialmente difícil de circunscribir. En su forma más radical indica desinterés y desapego por Dios y por la dimensión religiosa de su existencia. La persona indiferente vive de espaldas a Dios y no le escucha ni le hace caso.
Actualmente la indiferencia religiosa representa sin duda uno de los aspectos más preocupantes de nuestra época, ya que se trata de un fenómeno en continua difusión y que afecta a todas las clases sociales. Entre los factores principales que han determinado esta realidad hay que destacar la gran revolución técnico-científica, así como la ideología del consumismo desenfrenado, lo cual está afectando grandemente a la civilización de nuestro tiempo.
El indiferente religioso no es un ateo que rechaza a Dios, ni un agnóstico que tiene que comprobar la existencia de Dios para así poder creer en Él, ni tampoco es un secularista que reafirma su autonomía negando la dependencia de la soberanía divina. El indiferente se limita a no tener presente a Dios en su vida por diferentes razones y factores, aunque en ocasiones no tendrá inconveniente en participar en actos religiosos, aunque su motivación básica sea de tipo social o cultural, pero nunca por convicción.
La verdadera enfermedad del alma, que lleva a vivir «como si Dios no existiera», neopaganismo que idolatra los bienes materiales, los beneficios de la técnica y los frutos del poder, conduce al «homo indifferens (el ser humano indiferente)», y la búsqueda de la felicidad se reduce a un deseo de prosperidad material y a la satisfacción de los impulsos sexuales.
La indiferencia religiosa o el ateísmo práctico crecen rápidamente. Una gran parte de las sociedades secularizadas vive sin referencia a una autoridad o a unos valores religiosos. Para el «homo indifferens», Dios quizá no existe, no importa, de todas formas, no lo echamos de menos. El bienestar y la cultura de la secularización provocan en las conciencias un eclipse de la necesidad y el deseo de todo lo que no sea inmediato. Reducen la aspiración hacia lo trascendente a una simple necesidad subjetiva de espiritualidad, y la felicidad al bienestar material y la gratificación de los impulsos sexuales.
El hombre al que llamamos «homo indifferens» nunca deja de ser un «homo religiosus»; sólo está buscando una nueva y siempre cambiante religiosidad. El análisis de este fenómeno revela una situación caleidoscópica donde puede ocurrir cualquier cosa y su opuesto: por un lado, quienes creen sin pertenecer, y por otro, los que pertenecen sin creer en el contenido pleno de la fe y que, sobre todo, no se sienten obligados a respetar la dimensión ética de la fe. Realmente, sólo Dios sabe qué es lo que está en el fondo de nuestro corazón, donde su gracia trabaja secretamente.