Colaboraciones

 

Iglesia y democracia

 

 

 

18 julio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

La democracia no depende sólo del ejercicio de la libertad política, sino que se apoya en unos principios fundamentales. Los programas sociales y económicos deben estar estructurados en armonía con la naturaleza y la dignidad humanas (cfr. carta encíclica Populorum progressio, 1967, 6). También la elección del gobierno debe ser dejada a la voluntad del pueblo. La libertad de elegir a los líderes de gobierno es una de las características de la democracia. La constitución pastoral Gaudium et spes (1965) ha reiterado que la elección de un régimen político y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos (cfr. Gs 74).

La Iglesia promueve la democracia auténtica, basada en un concepto correcto de la persona humana. La naturaleza y la dignidad de la persona son un criterio importante porque se trata de verdades fundamentales. Pero, a este respecto, es menester observar que, si falta una verdad última que guíe y dirija la actividad política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente manipuladas por razones de poder. Como lo demuestra la historia, una democracia sin valores puede convertirse fácilmente en un abierto o velado totalitarismo (cfr. Ca 46).

Otro signo importante de la democracia es la protección de los derechos religiosos. Por cierto, el Vaticano II dejó sentado que la protección y promoción de los derechos inviolables del hombre ocupan un lugar primordial entre los deberes esenciales de un gobierno. Uno de los derechos que el gobierno tiene el deber de salvaguardar por medio de leyes justas y otros medios adecuados es la libertad religiosa de todos sus ciudadanos. Dignitatis humanae (1965) dice además que el gobierno debe contribuir a crear condiciones favorables a la promoción de la vida religiosa, para que el pueblo pueda ejercer realmente sus derechos religiosos y cumplir con sus deberes religiosos (cfr. Dh 6).

La Iglesia tiene el concepto de una sociedad democrática que proteja los derechos basados en la vocación trascendental de la persona humana, comenzando por el derecho a la libertad de profesar y practicar las convicciones religiosas. Una sociedad democrática auténtica se centra en el desarrollo en el marco de la solidaridad y la libertad (cfr. SRs 33). La Iglesia condena toda forma de totalitarismo pues niega la «dignidad trascendental de la persona humana» (Ca 44) y expresa, en cambio, gran estima por los sistemas democráticos que reconozcan el papel esencial de los individuos, las familias y los distintos grupos que constituyen la sociedad y den, asimismo, a los ciudadanos amplias posibilidades de participar en el desarrollo de las comunidades políticas y religiosas.

La participación en la Iglesia por medio de una consultación es una expresión democrática. Bajo la forma de sínodos y concilios pastorales diocesanos, la consultación indica una corresponsabilidad en la misión y las orientaciones pastorales de la Iglesia. A pesar de que la Iglesia tenga una estructura jerárquica que limita la práctica de la democracia, todos los miembros de la Iglesia participan de una responsabilidad común en el ejercicio de la misión de la Iglesia. Aunque el papa sea elegido por el colegio de los cardenales y la selección del clero quizá no sea democrática, la Iglesia respeta la libertad de expresión por medio de la consultación. Los consejos presbiterales y el colegio de consultores son buenos ejemplos, a nivel diocesano, de estructuras participativas necesarias para el gobierno de la Iglesia. Bajo muchos aspectos la Iglesia no es democrática porque en ella el poder proviene de Cristo.

Como comunión, la Iglesia protege los derechos de todos sus miembros en cuanto expresan sus necesidades y deseos espirituales. El Vaticano II destaca que el laicado tiene el derecho, como todos los cristianos, de recibir de sus pastores espirituales los bienes espirituales de la Iglesia con abundancia, en particular la ayuda de la palabra de Dios y los sacramentos. Los fieles deben manifestarles abiertamente sus necesidades y deseos, con esa libertad y confianza que les corresponden a los hijos de Dios y hermanos en Cristo (Lg 37).

La participación de cualquier miembro de la Iglesia en el sacerdocio ministerial o común encuentra su punto culminante en Cristo. De todos modos, el Vaticano II habla del sacerdocio ministerial o jerárquico como interrelacionados: cada uno, de manera específica, es una participación en el único ministerio de Cristo (cfr. Lg 10). Por medio de los sínodos diocesanos y los consejos pastorales, toda la Iglesia, laicos y clérigos, participa en el gobierno de la Iglesia. Además, la Iglesia tiene el deber de educar a quienes tienen responsabilidades en la legislación, la administración de la justicia y la formulación de las leyes en la Iglesia y en la esfera pública.

En la exhortación apostólica Ecclesia in America (1999), Juan Pablo II recuerda que la Iglesia debe dedicarse a la labor de educar y sostener a los laicos que se dediquen a legislar, gobernar y administrar la justicia, para que todas las legislaciones, deliberaciones y juicios reflejen siempre los principios y los valores morales del bien común (cfr. Ecclesia in America 19).

La democracia es un valor humano que la Iglesia valora y aprueba. A medida que la persona humana progresa, surgen hoy nuevas formas de libertad y también nuevas formas de pensamiento democrático. La Iglesia se esfuerza para que se llegue a una libertad basada en la verdad. No puede haber libertad sin verdad, así como no puede haber una democracia verdadera sin libertad auténtica.