Colaboraciones
Apostasía
31 julio, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez
Apostasía (apo, desde, y stasis, estación, de pie, o posición): la palabra misma en su sentido etimológico significa la deserción de un puesto, el renunciar a un estilo de vida; el que voluntariamente abraza un estado definido de vida no puede dejarlo, por lo tanto, sin convertirse en un apóstata. La mayoría de los autores distinguen, con Benedicto XIV (De Synodo dicecesana, XIII, XI, 9), entre los tres tipos de apostasía: Apostasía a Fide o perfidiæ, cuando un cristiano renuncia a su fe; apostasía ab ordine, cuando un clérigo abandona el estado eclesiástico; apostasía a religione, o monachatus, cuando un religioso deja la vida religiosa.
Apostasía perfidiæ es el abandono total y voluntario de la religión cristiana, ya sea que el apóstata abrace otra religión tal como el paganismo, judaísmo, mahometismo, etc., o que simplemente haga profesión de naturalismo, racionalismo, etc. El hereje difiere del apóstata en que sólo niega una o más de las doctrinas de la religión revelada, mientras que el apóstata niega la religión misma, un pecado que siempre se ha considerado como uno de los más graves.
Por apostasía se entiende el abandono de la fe por parte del bautizado, a la que la rechaza en su totalidad, mientras que negar una determinada verdad esencial de la fe es herejía (cfr. Código de derecho canónico, canon 751).
Apostasía, en su sentido estricto, significa apostasía a Fide (santo Tomás, Summa Theologica, II-II, Q. XII a. 1).
La Glosa en el título 9 del quinto libro de las Decretales de Gregorio IX menciona otras dos clases de apostasía: apostasía inobedientiæ (no constituye una ofensa específica), desobediencia a una orden dada por la autoridad legítima, e iteratio baptismatis (la ofensa cae más bien bajo el título de herejía e irregularidad que de apostasía), la repetición del bautismo, «quoniam reiterantes baptismum videntur apostatare dum recedunt a priori baptismate».
La apostasía es el mal mayor que puede sufrir un hombre. No hay para un cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica, apagar la luz y volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la Mentira. De los renegados, herejes y apóstatas, dice San Juan: «Muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1 Jn 2, 18-19).
La apostasía es el más grave de todos los pecados. Santo Tomás entiende la apostasía como el pecado de infidelidad (rechazo de la fe, negarse a creer) en su forma máxima, y señala la raíz de su más profunda maldad:
«La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (STh II-II,10, 1 ad3m). «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios… Por tanto, consta claramente que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (ib. 10,3). Y «la apostasía es la forma extrema y absoluta de la infidelidad» (ib. 12, 1 ad3m).
Las mismas consecuencias pésimas de la apostasía ponen de manifiesto el horror de este pecado. Santo Tomás las describe:
«'El justo vive de la fe' (Rm 1, 17]. Y así, de igual modo que perdida la vida corporal, todos los miembros y partes del hombre pierden su disposición debida, muerta la vida de justicia, que es por la fe, se produce el desorden de todos los miembros. En la boca, que manifiesta el corazón; en seguida en los ojos, en los medios del movimiento; y, por último, en la voluntad, que tiende al mal. De ello se sigue que el apóstata siembra discordia, intentando separar a los otros de la fe, como él se separó» (ib. 12, 1 ad2m).
El fiel cristiano no puede perder la fe sin grave pecado. El hábito mental de la fe, que Dios infunde en la persona por el sacramento del Bautismo, no puede destruirse sin graves pecados del hombre. Dios, por su parte, es fiel a sus propios dones: «Los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29). Así lo enseña Trento, citando a San Agustín: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia, no los abandona, si antes no es por ellos abandonado» (Dz 1537). Por eso, enseña el concilio Vaticano I, que «no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa. Porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 3014).
Hubo apóstatas ya en los primeros tiempos de la Iglesia. Son aludidos por los apóstoles. Pero los hubo sobre todo con ocasión de las persecuciones, especialmente en la persecución de Decio (249-251). Y en esto ya advertía san Cipriano que «es criminal hacerse pasar por apóstata, aunque interiormente no se haya incurrido en el crimen de la apostasía» (Cta. 31).
La apostasía perteneció a la clase de pecados por los cuales la Iglesia imponía la penitencia perpetua y la excomunión sin esperanza de perdón, dejando el perdón del pecado sólo a Dios.
La Iglesia asigna a los apóstatas penas máximas, pero los recibe cuando regresan por la penitencia. Siempre la Iglesia vio con horror el máximo pecado de la apostasía. Pero ya en esos mismos años, en los que se forma la disciplina eclesiástica de la penitencia, prevalece siempre el convencimiento de que la Iglesia puede y debe perdonar toda clase de pecados, también el de la apostasía (p. ej., Concilio de Cartago, 251). San Clemente de Alejandría asegura que «para todos los que se convierten a Dios de todo corazón están abiertas las puertas, y el Padre recibe con alegría cordial al hijo que hace verdadera penitencia» (Quis dives salvetur 39, Homilía sobre Mc 10, 17-31).
La Iglesia perdona al hijo apóstata que hace verdadera penitencia. Siendo la apostasía el mayor de los pecados, siempre la Iglesia evitó caer en un laxismo que redujera a mínimos la penitencia previa para la reconciliación del apóstata con Dios y con la Iglesia. De hecho, las penas canónicas impuestas por los Concilios antiguos a los apóstatas fueron máximas.
Y siguen siendo hoy gravísimas en el Código de Derecho Canónico las penas canónicas infligidas a los apóstatas. «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latæ sententiæ» (c. 1364 § 1). Y «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento, 1º a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos» (c. 1184 § 1, 1).
El ateísmo de masas es hoy un fenómeno nuevo en la historia. El concilio Vaticano II advierte que «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (Gaudium et spes, 19, 1). «La negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y de la misma legislación civil» (ib. 7, 3). Y eso tanto en el mundo marxista-comunista, más o menos pasado, como en el mundo liberal de Occidente. Pero se da hoy un fenómeno todavía más grave: la apostasía masiva de bautizados es hoy, paralelamente, un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia; la apostasía, se entiende, explícita o implícita, pública o solamente oculta.
Como todo pecado, la apostasía envuelve desobediencia.