Colaboraciones

 

Marx y la religión (y IV)

 

 

 

16 octubre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Los «clásicos» del marxismo (Marx, Engels, Lenin) han buscado el modo de desprestigiar la religión basándose en argumentos de tipo psicológico. Pretenden haber hallado el origen de la idea de Dios en determinados condicionamientos sociales.

Cuando la mente humana cae en la trampa del materialismo, se ciega para toda realidad de rango superior a la materia y todo habrá de explicarlo a partir de realidades materiales, aun lo irreductible a ellas, como la mente, que el marxismo considera como una mera secreción del cerebro. Toda realidad superior habrá de ser negada a priori, pero al mismo tiempo se pretende presentar esa negación como «científica», aunque para ello haya que forzar las experiencias más claras e inmediatas. Es claro que el conocimiento más o menos razonado —según los tiempos y los pueblos— de la existencia de un Ser supremo, de una ley natural, de una dignidad inherente a la persona humana, etcétera, son cosas todas ellas sin sentido en una concepción materialista del universo (y, por lo tanto, en el marxismo). La religión entonces —sobre todo si contiene la plenitud de la Verdad— se presenta como principal enemigo. La religión, por el mero hecho de afirmar el respeto debido a la persona en sí —y, en consecuencia, por ejemplo, la defensa de la vida del inocente por encima de la utilidad social, la defensa del derecho a la propiedad privada y la condenación del odio negador de tal dignidad— habrá de ser necesariamente combatida; habrá que luchar ante todo por barrer de la conciencia de los hombres la idea de Dios, de la fraternidad universal (sustituyéndola por la idea de una camaradería vinculante tan sólo con los miembros del Partido), la idea de un más allá de la historia temporal y la vida eterna. Todas estas cosas deben ser negadas —no hay alternativa— si se quiere poner en marcha una revolución que significa lucha de clases —odio a muerte a ciertos hombres—; obediencia incondicional al Partido que, para ser eficaz en la práctica —la utilidad es el único criterio de verdad y bondad—, ha de tener en su poder la posibilidad de disponer de la vida de las personas. Puesto que este es el camino obligado y proclamado en el marxismo, es también obligado combatir la religión. Esta obligación no es accidental sino sustancial a esa doctrina, aunque bastantes creyentes —ingenuamente— estuvieron persuadidos de que se podía aprovechar «lo positivo» del marxismo y unirse a él para conseguir una sociedad más justa. Ahora bien, la doctrina y la praxis marxista, lo que ha conseguido —también cuando se ha unido a cristianos— ha sido la progresiva desaparición del sentido religioso; ha favorecido siempre la lucha contra la religión; ha introducido donde no la había la lucha de clases, empobreciendo a todos (salvo unos pocos de la clase marxista dominante), impidiendo el desarrollo de los pueblos, anulando el sentido de responsabilidad personal (consecuencia inevitable del colectivismo), eliminando el sentido positivo del trabajo (tratado también como «alineación»), en fin, arrasando los valores más preciados de la cultura occidental: el valor de la verdad y —solidario— el valor de la libertad. La caída del muro de Berlín en 1989, fue la gran revelación al mundo de lo que es capaz de arrasar un régimen marxista de ochenta años de duración.

Para que el materialismo dialéctico tuviera aceptación, también entre los intelectuales, ha debido presentarse con un ropaje científico. Le era necesario hallar alguna explicación de la constante histórica de la religión en la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos. La razón había de hallarse en los mismos axiomas marxistas. La «luminosa idea» marxista concibió la identificación de la raíz del sentido religioso con la raíz de la miseria material, económica, que se debería sobre todo al capitalismo. Por eso dice Marx: «Luchar contra la religión es, en consecuencia, luchar indirectamente contra el mundo del cual la religión es arma espiritual» (en Crítica a la filosofía de Derecho de Hegel). Una vez más, Marx vincula intrínsecamente la religión al capitalismo, como aliados incondicionales. Marx no tiene en cuenta que la verdadera religión predica el desprendimiento —que es libertad y señorío— de las cosas de la tierra y que, por otro lado, hay bastantes capitalistas ateos y, por consiguiente, materialistas. Pero Marx nos dice que «la miseria religiosa es, al mismo tiempo, expresión de la miseria real y de la protesta contra esta miseria» (Ibid.). «Expresión» (de la miseria real), porque —según Marx— el hombre que se encuentra en una situación dependiente hipostasía instintivamente el poder material del que depende bajo la forma de divinidad trascendente, y «protesta». Así, el hombre que es desgraciado en esta tierra proyecta su sed de felicidad al otro mundo, y se esfuerza en atenuar su sufrimiento presente imaginándose una felicidad futura. Esta es la interpretación marxista que permite aseverar que una vez suprimida la miseria quedaría suprimido todo poder superior al hombre y su «reflejo fantástico» se desvanecería por sí mismo: el hombre sería para sí mismo, Dios. Pero los datos, como es bien sabido, son tercos.

Cosa curiosa es que el marxismo creyendo que infaliblemente la religión desaparecerá por sí sola al cumplirse las condiciones económico-sociales de la sociedad comunista, hasta el punto de esfumarse del planeta la misma idea de Dios, a pesar de ello, se presenta como activo combatiente contra la religión, tanto en la teoría como en la práctica. En la teoría, puesto que —según Marx— «la crítica de la religión es virtualmente la crítica del valle de lágrimas del que la religión es aureola... La crítica de la religión, por tanto, hace que el hombre piense, actúe, cree su realidad, como un hombre desengañado, dueño de su razón, con el fin de que se mueva a su alrededor, alrededor de sí mismo, su verdadero sol» (en Crítica a la Filosofía del Derecho).

Según el marxismo, la idea de Dios es la proyección en un ser fantástico de las fuerzas físicas y sociales que dominan al hombre, de modo que la idea desaparecerá en el momento en que se llegue a un dominio tal de la naturaleza —la ensoñada sociedad comunista— que ya sea inútil la idea de Dios: hipótesis indemostrable. El origen psicológico de una idea no permite emitir el menor juicio sobre su objetividad, es decir, sobre su correspondencia a la realidad que pretende representar.

Digamos en descargo de Marx que no conoció de hecho más que superficialmente el fenómeno religioso, a través de las deformaciones que presentaba la sociedad luterana de la Alemania del siglo XIX.