Colaboraciones
Corrupción política (y III)
10 noviembre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez
Partidos y políticos honestos
Mientras en España no haya partidos con democracia interna y una efectiva división de poderes, la corrupción en España será una señal o marca constante.
A nuestro entender, la clase política, estructurada en partidos, no tiene como norte de su actuación el servicio de los ciudadanos, sino la consecución de parcelas de poder desde las que gozar de sus privilegios. Dado que para obtener tal poder necesita de los votos de los ciudadanos, tiene que tratar de ganarse su voluntad, no tanto mediante el ofrecimiento de un programa, que nunca se cumple ni se recuerda, sino de la constante demagogia en su exacta significación de halago de la plebe para hacerla instrumento de la propia ambición política, hecha a través de todos los medios de comunicación que cada partido pueda controlar. Esta demagogia incluye siempre la demonización del adversario al que se le adjudican los calificativos que resulten más denigrantes.
Partidos y políticos honestos, al servicio de los ciudadanos, respetuosos de sus libertades, sin intervencionismos abusivos, sin designios de ingeniería social, sin sospechosas conexiones con los poderosos, fieles administradores del dinero público, es lo que necesitamos. No hay duda de que hay políticos honestos y con buena voluntad, pero la maquinaria partidaria impide cualquier acción que no tenga por objetivo conseguir el poder y conservarlo. Por acción u omisión toda la clase política es responsable de que los españoles la señalemos como problema.
«Sin conducta moral, sin honradez, sin respeto a los demás, sin servicio al bien común, sin solidaridad con los necesitados, nuestra sociedad se degrada. La calidad de una sociedad tiene que ver fundamentalmente con su calidad moral. Sin valores morales, se apodera de nosotros el malestar, al contemplar el presente, y la pesadumbre, al proyectar nuestro futuro», aseveraba Monseñor Ricardo Blázquez.
El liderazgo político no es simple administración, sino inspiración de proyectos, custodia de principios y defensa de los intereses de todos. Necesitamos que los dirigentes políticos españoles no se limiten a demostrar lo que debería resultar obvio: la honestidad que se le exige al hombre común. Eso se daba por sentado. Ahora la corrupción exige exagerar las pruebas de rectitud. No nos conformamos con su gestión eficaz. Estamos en condiciones, después de todo lo que ha ocurrido, y en nombre de todo lo que necesita España, de exigirles que, además de ser buenos gestores, sean dirigentes capaces, personas con una visión del futuro de nuestra patria en su cabeza, líderes que sepan afrontar las dificultades y convertirlas en nervio constructivo de la nación cuyo bienestar tienen encomendado.
El liderazgo político no consiste en la llegada de unos seres providenciales que vuelcan su capacidad creadora sobre una masa de seres inconscientes. Pero tampoco puede ser renuncia al ejercicio de la autoridad, dejación de una responsabilidad construida en siglos de cultura democrática ni a confundir democracia y populismo. El liderazgo político no es simple administración, sino inspiración de proyectos, custodia de principios y defensa de los intereses de todos.
La autoridad de los gobernantes no sólo se legitima por su elección, sino por la salvaguarda de valores elementales que garantiza y por la protección de derechos de todos y cada uno que sostiene frente a la peregrina idea de que el pueblo nunca puede actuar contra tales principios.
Cuando, ante las ruinas de Auschwitz, ante la mezcla más obscena de modernidad y barbarie que se ha conocido en la historia, las voces desconcertadas de las víctimas preguntaron: «¿dónde está Dios?», pudo responderse, más tarde, con una severidad pertinente: «y el hombre, ¿dónde estuvo?». Ante la estación terminal del totalitarismo el silencio de Dios carecía de sentido sin plantearse previamente la responsabilidad del hombre.
La corrupción, un problema de educación
Al final, el problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación. Porque el latrocinio y la mentira no tienen que ver con el grado de estudios de las personas: hay sinvergüenzas en todos los estratos sociales, con carrera universitaria y sin ella; con cinco posgrados o sin estudios. El problema no se soluciona con leyes educativas. Ni siquiera endureciendo el código penal (que tampoco estaría mal). El problema de la corrupción es un problema de educación moral y en esa tarea, la escuela es subsidiaria de la familia. Un buen colegio puede colaborar en la labor de infundir unos determinados principios éticos a los alumnos, pero la moral y los principios se maman en casa.
Los padres son quienes tienen la obligación de enseñar a sus hijos a no mentir, a no robar, a no abusar de los compañeros en el patio del colegio; a ser responsables de sus actos, a reprimir sus deseos caprichosos, a respetar a los compañeros y a ayudarlos siempre que sea necesario. Los padres son quienes tienen que inculcar a sus hijos desde pequeños la necesidad de sacrificio y esfuerzo para alcanzar las metas que se hayan fijado o para superar los obstáculos que la vida les vaya poniendo por delante. Porque sin sacrificio, sin disciplina, sin esfuerzo, sin fuerza de voluntad no se consigue nada. Pero la voluntad y el carácter hay que forjarlo. El niño tiene que ser capaz de dominarse a sí mismo para no ser títere de sus propios instintos, de la vagancia o de sus pasiones desordenadas.
Así pues, si la educación moral es una de las responsabilidades básicas de los padres, la conclusión inmediata a la que podemos llegar es que el origen de la corrupción radica en buena medida en la crisis de la familia: divorcios, familias desestructuradas; niños desatendidos por padres que trabajan jornadas interminables y delegan sus obligaciones en abuelos, niñeras o guarderías (¿de qué vale ganar el mundo entero si se pierde lo más importante?); padres irresponsables que prefieren cumplir todos los caprichos a sus hijos para evitar conflictos o para acallar su mala conciencia por el tiempo que no les dedican. Y en casos extremos, padres impresentables que maltratan, torturan o abandonan a sus hijos.
Hemos cambiado los valores y principios que sustentaron nuestra civilización durante siglos por contravalores que nos están conduciendo de nuevo a la ley de la selva. Pero, ¿cuáles son esos principios que debemos recuperar, que debemos vivir y transmitir a nuestros hijos? Apuntamos, entre otros, los siguientes:
El amor es lo primero.
La responsabilidad.
La honradez: no se roba ni se engaña.
La honestidad: no se miente ni se traiciona a los demás.
La fidelidad: el matrimonio se basa en el amor.
El respeto.
La corrupción no es un problema exclusivamente político o legal. La corrupción forma parte de cada uno de nosotros: es un problema personal. Es consecuencia de ese defecto de fábrica que llamamos pecado original. Todos tendemos a la corrupción y al pecado. Y el único que puede solucionar ese problema es Dios. La crisis que vivimos es una crisis de fe. Y mientras no volvamos a Cristo por el camino de la conversión, no habrá solución.
La corrupción en el ejercicio del poder público no es patrimonio de un sólo partido político ni de un grupo.
La corrupción no es patrimonio de ninguna organización o país. Es un problema de la raza humana.
Como toda falla humana de conciencia, la solución para reducir la corrupción en la forma y lugar que sea, es solamente con una recta formación de esa conciencia.
El fenómeno de la corrupción política es un problema que atañe directamente a la formación de la conciencia moral de la persona humana en su comportamiento personal y colectivo.
Atacar la raíz de la corrupción política significa apostar por la educación, por los rasgos virtuosos del hombre y la formación moral de los ciudadanos.
En conclusión, los grandes principios que están en la base de la educación ciudadana en la lucha contra la corrupción política son la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la opción preferencial por los pobres y el destino universal de los bienes.
La humanidad tardó miles de años en aprender y reconocer la moral natural, y quienes ahora, en nombre de la «modernidad» libertina desprecian y ridiculizan esa moral, vuelven al hombre a la era cavernaria, y así no se combate la corrupción, se fomenta.