Colaboraciones

 

Creacionistas y evolucionistas

 

 

 

26 diciembre, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

De cara a la teoría de la evolución, encontramos dos corrientes diametralmente opuestas:

a)  Por una parte se encuentran los así llamados creacionistas. Se trata de una posición de tipo fundamentalista, que excluye de plano la teoría de la evolución, por interpretar la Biblia de modo literal, y por considerar que tal teoría es fruto de una ideología materialista y atea, o al menos agnóstica y cientificista. Este grupo se atrinchera en una posición fideísta, en contraposición al racionalismo que predomina en la ciencia moderna. Se trata de un «movimiento» de carácter militante, y aunque es más bien minoritario, se hace sentir por su actitud proselitista. Se da no sólo en el ámbito protestante, sino también en algunos núcleos católicos de tipo integrista-tradicionalista.

b) Por otra parte, en el extremo opuesto, se encuentran los evolucionistas a ultranza. Su índole es racionalista, agnóstica, materialista, cientificista, e ilustrada. Esta corriente de pensamiento es por ahora la predominante a nivel científico e incluso a nivel de opinión pública, gracias al apoyo de la mayor parte de los medios de comunicación social. En algunos casos tiene también un carácter proselitista, como puede observarse en algunas de sus publicaciones o en ciertas páginas de Internet.

 

La evolución da una respuesta científica al problema de la naturaleza y del origen del hombre. Por otra parte, la Revelación contiene también enseñanzas al respecto, pues esta nos dice que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Sabemos que la verdad no puede contradecir a la verdad. El progreso de la ciencia hace surgir nuevas cuestiones. Por eso la Iglesia está interesada en conocer tales progresos, para esclarecer sus consecuencias de tipo ético y religioso, lo cual es conforme a su misión específica.

A partir de los conocimientos científicos de la época de Pío XII, y de las exigencias de la teología, en la encíclica Humani generis se consideraba la doctrina del evolucionismo como una hipótesis seria, tan digna de una investigación y de una reflexión profunda como lo era la hipótesis opuesta.

Sin embargo, habría que respetar dos premisas metodológicas muy significativas e importantes:

Primero, que no se adoptara el evolucionismo como si se tratara de una doctrina cierta y demostrada (y esto en contraste con lo que ciertos autores han pretendido, incluso en el ámbito católico).

Segundo, que no se afrontara esta cuestión como si se pudiera prescindir de la revelación respecto a las cuestiones que la doctrina de la evolución pudiera suscitar.

 

Para que una teoría científica sea válida, debe ser verificable. Si esta no corresponde a los datos que pretende explicar, entonces no es válida; debe replantearse.

 

Por otra parte, en una teoría como la de la evolución, hay que tener en cuenta ciertos presupuestos de tipo filosófico, metafísico. De hecho, no existe una única teoría de la evolución, sino varias, no sólo en lo que se refiere a los mecanismos de la evolución, sino también en lo que respecta a los contextos filosóficos en los que se encuentran (materialista, espiritualista), los cuales también deben ser considerados, tanto en sede filosófica como teológica (no hay que olvidar que no existe una ciencia «químicamente pura»).

La cuestión de la evolución es de interés para la Iglesia, pues está en juego la concepción del hombre, y de modo particular su dignidad como persona. El hombre es semejante a Dios por su inteligencia y voluntad libre, que lo hacen capaz de entrar en comunión con Dios y con los demás hombres. La dignidad del hombre (de todo él, también de su cuerpo) deriva de su alma espiritual, la cual no puede surgir por emanación de la materia, sino que es creada inmediatamente por Dios.

En consecuencia, las teorías de la evolución que, en base a sus presupuestos filosóficos, consideran el espíritu como algo que emerge de la materia, o como un simple epifenómeno de la materia, son incompatibles no sólo con la religión, sino aún antes con la verdad del hombre, y no son capaces de fundar su dignidad.

Hay que agregar que existe una diferencia ontológica entre el hombre y todos los demás seres vivos. En efecto, entre lo simplemente animal y el hombre se da un «salto ontológico», una «discontinuidad ontológica», si bien esta de por sí no se opone a una posible continuidad física respecto al origen del cuerpo humano.

La infusión del alma por parte de Dios en un cuerpo apto para recibirlo no puede ser objeto de la ciencia, pues no se trata de un fenómeno empírico, observable. Sin embargo, se podría tener una cierta experiencia empírica de este hecho de modo indirecto, a través de ciertas pistas y manifestaciones que pondrían en evidencia que nos encontramos ante seres dotados de un alma espiritual; pero estas manifestaciones son más bien objeto de la filosofía y de la teología. Tales serían, por ejemplo, los fenómenos que hicieran referencia a una experiencia de un saber metafísico, de la conciencia de sí, de la conciencia moral, de la libertad, de la experiencia estética y religiosa.

Si bien la evolución puede ser considerada como una hipótesis seria, e incluso «más que una hipótesis», sin embargo, no puede ser tomada sin más como «un hecho», como algunos pretenden. Se trata, más bien, de una teoría científica, la cual trata de interpretar y de relacionar una serie de hechos científicos. Sólo contamos con indicios que parecen apuntar hacia esa dirección, pero no tenemos evidencia experimental de su realidad.

Por otra parte, hay que reconocer con honestidad intelectual que la teoría de la evolución se enfrenta con serios problemas, tanto de índole científica (por ejemplo el hecho de la estabilidad de las especies, la lentitud o la aceleración en la aparición de nuevas especies, etc.), como de índole filosófica (hay que esclarecer cómo se compagina la teoría de la evolución con el principio de causalidad, la regularidad de la naturaleza, la pasividad de la materia, la discontinuidad entre lo inerte y lo viviente, o entre lo material y lo espiritual…).

Asimismo, hay que tener en cuenta la variedad de teorías evolucionistas (el transformismo de Lamarck, por adaptación al ambiente; el darwinismo, que habla de «evolución de las especies» en virtud de las mutaciones casuales y la selección natural; la así llamada teoría sintética o neodarwinismo, que a la selección natural añade la teoría genética; la teoría del equilibrio puntuado de S.J. Gould, etc.). También hay que tener en cuenta los diversos contextos filosóficos en los que la teoría de la evolución se sitúa (materialismo: concepción «espontánea», ciega, del mecanismo evolutivo, cf. Ch. Darwin, S.J. Gould, R. Dawkins; finalismo-espiritualismo, que admite una causalidad, un orden, un telos, e incluso la intervención directa de Dios en algunos pasos).

Finalmente hay que reconocer los argumentos que parecen ponerse a favor de la teoría de la evolución: en la biología, se puede constatar la afinidad que existe entre especies de un mismo género biológico («árbol taxonómico»); en la paleontología, con el estudio de los fósiles; en la geología, con el desarrollo de la estratigrafía y el estudio de las «eras geológicas»; en la ecología, con la relación entre vida y medio ambiente (vgr. los ecosistemas y la biodiversidad geográfica); en la genética, con la transmisión de los caracteres hereditarios a través de los genes; en la embriología, con la ontogénesis según diversos estadios, que parecen reproducir el proceso evolutivo; en la anatomía comparada, etc. La teoría de la evolución ha impulsado a los científicos a investigar y profundizar en todos estos ámbitos.

Al mismo tiempo, empero, hay que tener en cuenta los puntos débiles de la teoría de la evolución: faltan muchos «eslabones» en la cadena evolutiva, prácticamente se desconocen los verdaderos «mecanismos» de la evolución; la selección natural se muestra insuficiente para explicar el proceso evolutivo, lo mismo que el recurso a la casualidad.

Todas estas consideraciones nos invitan a seguir el ejemplo de prudencia y de equilibrio, evitando el doble peligro que nos acecha: por una parte, el de un juicio precipitado, por otra, el de una postura indecisa, concordista o ambigua. Esta posición prudente nos librará de incurrir en un nuevo «caso Galileo», cuyas perniciosas consecuencias podemos imaginar fácilmente.

Pensamos justificado afirmar que la cuestión del evolucionismo, desde el punto de vista de la explicación natural, sigue abierta, que conviene no confundir los diversos planos que están implicados en la misma (el científico, el filosófico y el religioso), y que no hay por qué temer el auténtico progreso de la ciencia, pues en definitiva «la verdad no puede contradecir a la verdad».