Colaboraciones

 

Vivir como verdaderos educadores

 

 

 

01 enero, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

Generalmente cuando hablamos de educación nos quedamos con la sola idea de instrucción. Pensar esto es asimilar una parte integrante del término y olvidar los elementos que la comprenden. La instrucción es la comunicación de ideas o conocimientos, como puede ser el teorema de Pitágoras que un profesor enseña a sus alumnos. Estos contenidos se dirigen a la inteligencia; sin embargo, el hombre no es sólo inteligencia, es también voluntad y corazón, y es también un cuerpo; por eso existe también una educación de la voluntad, una educación física, etc.

En este sentido podemos definir la educación como el desarrollo de lo humano en el hombre, la promoción de todas sus virtualidades perfectivas que están latentes en su naturaleza humana y le hacen alcanzar el estado de virtud. Últimamente se ha hecho más común emplear el término valor en lugar del de virtud. No es el caso discutir aquí si son o no equivalentes, aceptémoslos como sinónimos siempre y cuando entendamos el valor como una cualidad objetiva de los seres y no como una proyección subjetiva. Un valor debe ser algo necesario y absoluto tanto para el hombre de hoy como para el de mañana pues es un aspecto del bien.

La sede principal de la educación es la familia. ¿Dónde se debería desarrollar mejor el ejemplo sino en ella? La familia es la célula originaria y principal de la sociedad. No hay institución que la preceda, la familia nace del matrimonio. Y de la familia nacen las demás instituciones: municipio, Estado, etc. A la familia compete en primer lugar la educación de los hijos y una educación en todos los niveles, aunque para algunos deba servirse de las instituciones que ofrezca el Estado, como las escuelas. Pero esta oferta de Estado no debe negar y anular la prioridad de la familia como educadora, le toca a ella por derecho natural.

«El objeto de la educación es enseñarnos a amar lo que es bello», decía Platón a los antiguos griegos.

Y por lo tanto, una educación sin amor, sin trascendencia, es rebajar al hombre al estado de libro, o peor aún, de máquina que almacena información.

Y este es uno de los defectos más evidentes de la pseudoeducación postmoderna. Un sistema «sumativo» que incentiva a los jóvenes a memorizar sin entender en profundidad, miles de datos que olvidarán horas después de ser evaluados... Que les exige sumar, y sumar notas altas, que les abran campo hacia los más prestigiosos centros de educación superior, donde en la mayoría de los casos, en su búsqueda por una especialización —parafraseando al Dr. Plinio Correa de Oliveira—, «¡Aprenderán cada vez más, sobre cada vez menos, hasta que sepan absolutamente todo sobre nada!».

Este tipo de «educación sumativa especializada» no es realmente formativa porque no abarca al ser humano por completo, cuerpo y alma, mente y espíritu. Su único objetivo es crear especialistas, piezas que se encajen en un engranaje específico del mundo laboral, pero que carecen de una formación integral, de vocación y de cultura. Como verdaderas máquinas, hombres y mujeres sin moral, sin religión, sin tradición, sin verdadero pensamiento crítico, preparados simplemente para acoplarse al materialista, globalizado y egocéntrico «mundo moderno».

En semejante panorama ya no entra en juego la vocación... ¿Cumplir con el papel en la sociedad para el cual Dios creó a cada ser humano? Suena incluso extraño o ridículo para muchos.

Y resulta que donde no hay vocación no hay verdadera caridad, no hay amor... y como resultado, es triste decirlo, tenemos una sociedad hecha de mercenarios en todos los campos, desde la educación, la salud, la política, el comercio... incluso en la religión.

Nuestro principal cometido será vivir como verdaderos educadores (en casa, en la escuela, en la catequesis, etc.), que los niños y jóvenes sobre los que tenemos influencia educadora aprendan la recta jerarquía de valores. Y enseñemos no sólo con la doctrina sino también con el ejemplo, especialmente en lo que a enseñanza religiosa se refiere.

La educación es el medio propio para que el hombre se perfeccione como hombre, se haga virtuoso, desarrolle los valores que están latentes en su naturaleza. La educación busca dar al cuerpo y al alma —como tan magistralmente lo definió Platón— toda la belleza de que son susceptibles.