Colaboraciones
La importancia del Poder Judicial para la sociedad
12 enero, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
Podemos resumir la doctrina cristiana del poder político, con la frase de san Pablo: «No hay autoridad sino bajo Dios» (Rom 13, 1). Puesto que Dios es el autor del orden natural, en virtud del cual todo ser humano tiende a la convivencia social como un medio necesario para su perfección. En consecuencia, Dios ha dispuesto las cosas de tal suerte que la autoridad forma parte esencial de su plan providencial y, en tal medida, ha de afirmarse que Dios es el origen de toda autoridad humana.
La justicia de Dios es justicia que se desborda, que derrama beneficios, que se comunica y que justifica cuando al lado de la verdadera culpabilidad descubre aún una brizna de buena voluntad. Así es precisamente la justicia divina, que reparte inmerecidos beneficios a sus más necesitadas criaturas, aun cuando no les asista ni el más mínimo derecho.
Otra cosa diferente es determinar cuál es el modo más adecuado para la designación de los hombres que han de ejercer la autoridad. En la doctrina hay unanimidad con respecto a que la autoridad política tiene su origen en Dios. Pero con respecto a la cuestión de la forma en que se atribuye el poder estatal al que lo ejerce, se han dividido las opiniones.
El Poder Judicial es el último peldaño antes del abismo de la barbarie y del caos. En el último tiempo, este Poder ha sido objeto de profundas reformas que lo están vaciando de valores morales y lo alejan, cada vez más, de su razón de ser en nuestras sociedades modernas. ¿De qué vale nuestra defensa de la vida, si un juez autoriza el aborto? ¿De qué nos sirve el reclamo por un salario digno, si un tribunal nos dice que no tenemos derecho a reclamar? ¿Cuántas veces podremos denunciar la corrupción de los gobiernos o el avance inmisericorde de la droga, si no tenemos magistrados valientes e independientes que nos protejan y repriman legalmente a los delincuentes?
Al cumplirse 40 años de la carta encíclica Populorum progressio (26 de marzo de 1967), del Papa Pablo VI, el arzobispo de Dublín, monseñor Diarmuid Martin, dijo ante la Asamblea de las Naciones Unidas, que el mundo de hoy está necesitado de políticos movidos por nobles ideales, y recordó que «el motivo que impulsó al Papa a escribir esta encíclica fue el desafío de afrontar las necesidades de las naciones más pobres y sus pueblos». Manifestó que «la encíclica subraya consistentemente el papel de las autoridades públicas. Recuerda el debate actual acerca del buen gobierno y de la importante tarea de la política». «La política —dijo— es una dimensión esencial de la construcción de la sociedad. Es necesario un renacimiento de la política en el mundo, una nueva generación de políticos inspirados por ideales, pero que sean capaces de asumir el riesgo de convertir esos ideales en algo “posible”, a través del mejor uso de recursos y talentos para promover el bien de todos».
Todo Estado —o «Nación jurídicamente organizada»—, más allá de la forma de gobierno que adopte, presupone la existencia del Poder Judicial, como manera civilizada de resolver los conflictos que inevitablemente se producen en una sociedad.
No podemos olvidar que el valor «justicia» es aplicable a todo ámbito de la sociedad. Es la más sublime de las virtudes morales.
Si el Poder Judicial no se asienta sobre la Verdad objetiva, difícilmente obtendremos una satisfacción a nuestros reclamos; y una sentencia inicua inevitablemente se convierte en nueva fuente de conflictos.
El Poder Judicial fue pensado y estructurado desde siempre sobre la idea que los mejores hombres y mujeres de una sociedad sirvieran a sus conciudadanos resolviendo conflictos y protegiendo en concreto a los más débiles de la prepotencia de los poderosos.
Esta idea se ha diluido completamente, convirtiéndose, por el contrario, en una herramienta de dominación y sujeción de los pueblos y de sometimiento de las personas.
Se advierte un desmedro evidente en la calidad de los magistrados y en la concepción de la persona humana que estos tienen.
Un Poder Judicial poco dispuesto a defender esos valores morales comunes y generales, ante el silencio, el temor o la complicidad de los abogados que lo integran —ya sea como magistrados o en el ejercicio de la profesión libre—, es necesariamente el que permite el avance de los intereses egoístas, sobre el derecho de las personas.
Los jueces están llamados a desempeñar una tarea difícil pero necesaria en la vida social: defender la justicia, castigar los delitos, reparar daños, ayudar a las víctimas.
Pensar que los jueces son seres inmaculados, insobornables, perfectos, objetivos, es casi lo mismo que suponer que no son humanos.
El mal de los corazones, la ambición, los odios, la arbitrariedad, afectan a todas las carreras y a todos los seres humanos. El título universitario, el nombramiento público, los diplomas en las paredes, no garantizan la honestidad de las personas que trabajan en los juzgados.
No existen seres insobornables, ni perfectos, ni omniscientes. El mismo Platón tuvo que reconocer que sus dirigentes podían iniciar en cualquier momento el proceso que los llevaría a la corrupción.
La historia del pasado y del presente hablan continuamente de políticos, policías, militares, funcionarios, jueces y otros dirigentes sociales que han incurrido en graves delitos de corrupción, que han buscado sus propios intereses personales, que han favorecido a los suyos y perjudicado a los otros.
Esto vale también para el mundo de la justicia, especialmente en la actual era de la información.
Los jueces actúan y desarrollan sus actividades según las leyes vigentes en los Estados, y no todas esas leyes son justas (algunas leyes son claramente inicuas y promueven un sistema político injusto, opresivo, liberticida, hasta el punto de promover el «delito legal»: una especie de contradicción jurídica por desgracia no imposible).
Un juez tiene la función de defender lo justo, lo bueno, lo que merece todo ser humano simplemente por ser humano. No puede, por lo mismo, doblegarse a decisiones de los grupos de poder (sean dictadores, sean parlamentos democráticos o gobiernos) que permiten como «derecho» lo que es un «delito», según recordaba Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae (25 de marzo de 1995).
Los jueces tienen una función básica en la vida social. Su tarea es enorme, es difícil, es comprometedora. Con jueces honestos y amantes de la verdad, con jueces serios en su trabajo diario y en el reconocimiento de la dignidad de cada ser humano, es posible construir un mundo mejor. También cuando llega la hora de enfrentarse a presiones que pueden implicar el sacrificio de la propia vida, o cuando el Estado impone leyes injustas que ningún juez fiel a lo que su nombre indica puede avalar.
Será entonces cuando encontremos jueces que aceptarán sufrir ante amenazas, chantajes o agresiones de diverso tipo, o que perderán su cargo por no someterse a los poderes públicos que imponen leyes y disposiciones con las que se daña a los débiles.
Es hermoso encontrar jueces así, valientes, dispuestos a mantener en alto el ideal de justicia por el que un día comprometieron la propia existencia para trabajar por la defensa de los derechos de todos, sin discriminaciones arbitrarias, porque su vocación social los lleva a defender a las víctimas en los muchos delitos (también los «delitos legales») que dañan la convivencia humana.
El Papa Francisco ha dicho que la misión de abogados, jueces, fiscales y defensores es trascendente y crucial.
«El Poder Judicial es el último recurso disponible en el Estado para remediar las vulneraciones de derechos y preservar el equilibrio institucional y social», afirma el Papa Francisco.
El pensamiento marxista, coincidiendo con el liberalismo y con el anarquismo, sostiene la necesaria desaparición del Estado, una vez alcanzada la etapa comunista. Sin embargo, tales utopías contradicen la milenaria experiencia histórica de la humanidad, que muestra que siempre que existe vida social, también existe autoridad.
La sociedad necesita un mínimo de confianza en la justicia (en la justicia verdadera: esa que a veces se opone a las leyes establecidas por algunos parlamentos desorientados y más llenos de demagogos que de auténticos amantes de la justicia), sin la cual se corre el grave peligro de terminar en una especie de lucha de todos contra todos. Si se duda seriamente sobre la honestidad de los jueces, ¿no serán muchos quienes busquen alcanzar la justicia por su mano, incluso con acciones que luego provocan graves desórdenes sociales?
Pero ese elemento positivo no puede hacernos cerrar los ojos ante la debilidad que afecta a todo juez en cuanto ser humano. Porque un juez siente simpatías y antipatías, puede ser tentado por el dinero o por el amiguismo, puede perseguir sólo a algunos y dejar completamente impunes los delitos de otros.
Muchos ojos miran a los jueces y esperan de ellos un trabajo serio por la justicia y por la defensa de los débiles.