Colaboraciones
Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, de Thomas E. Woods JR.
02 abril, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
Thomas E. Woods JR.
Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental
Ciudadela Libros, S. L., Madrid 2007.
La Iglesia católica, observa Thomas E. Woods, ha tenido mala prensa en los últimos tiempos. Y mucha gente sólo conoce las partes más oscuras de la historia de la Iglesia. Este libro busca cambiar esto, tratando de modo sucinto en una serie de capítulos temáticos algunas de las áreas donde la Iglesia ha jugado un papel crucial.
La contribución a lo largo de la historia al arte, la música, la arquitectura, la ciencia, el derecho y la economía son innegables. El historiador Thomas E. Woods, en su libro Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, profundiza en el legado del cristianismo, hoy a menudo desconocido o negado. Concluye que, al estudiar la civilización occidental y sus instituciones, estas no han sido fruto de una evolución casual y dispersa. A partir de la herencia de Grecia y Roma, han nacido dentro de una matriz cultural cristiana que, junto con los inevitables fallos humanos, ha supuesto una obra civilizadora decisiva.
Siguiendo la historia de la Iglesia católica, Woods demuestra en capítulos monográficos las aportaciones que ha hecho a la cultura occidental: la labor civilizadora de los monasterios en la Edad Media, el nacimiento de las universidades, las maravillas del arte de las catedrales, el desarrollo de la ciencia experimental desde finales de la Edad Media, los orígenes del derecho internacional, los precedentes de la economía moderna en la Escuela de Salamanca, el desarrollo de las obras de beneficencia cuando nadie se preocupaba por los más pobres, la progresiva erradicación de muchas conductas inhumanas… En conjunto, se ve cómo la fe ha sido una fuente inspiradora de iniciativas y energías para hacer el bien.
La Edad Media en Europa fue un periodo en el que la concepción filosófica del mundo estaba regida en gran medida por la religión cristiana y en donde la vida en todos sus aspectos era abarcada por esa visión cristiana del mundo.
El Iluminismo triunfante desde el siglo XVIII ha catalogado a esta fase de la historia de más de diez siglos de duración con el epíteto de «Media»; para significar que es una etapa que no tiene más razón de ser que una fase intermedia entre la Antigüedad grecolatina y la Modernidad «triunfante».
Esta etapa que los círculos académicos y los medios de comunicación social catalogan de «años de oscuridad» u «oscurantismo» no fue la era de retroceso que nos quieren pintar y que nos han pintado durante tanto tiempo.
Desde hace unos 60 años ha habido historiadores serios (y no mayoritariamente católicos) que se han ido abriendo paso para ver la realidad tal cómo ha sido, no cómo se ha pintado desde el Iluminismo o Ilustración.
El historiador medievalista francés, Fossier, ha señalado la vital importancia de este periodo de la historia occidental para comprender nuestra actual forma de ver el mundo y el carácter netamente aperturista de la época en cuanto a libre pensamiento e investigación científica, entre otras.
Naturalmente que la civilización occidental no tiene su origen sólo en el cristianismo; no puede negarse la importancia de Grecia y de Roma o de las distintas tribus germánicas que heredaron el Imperio romano de occidente, como influencias de notable peso fundacional en nuestra civilización.
Lo que es incontrovertible porque está a la vista: la mayoría de la gente reconoce la influencia de la Iglesia en la música, el arte y la arquitectura.
Pero lo que sorprende es que el aporte católico a la civilización —que fue vital e indispensable— ni se menciona, ni se toma en cuenta. ¿Cómo puede aceptarse que esta influencia quede borrada de la historia de la civilización?
Woods concluye afirmando: «Tan inculcados están los conceptos que el catolicismo introdujo en el mundo que con mucha frecuencia los movimientos que se oponen a él están, a pesar de todo, imbuidos de ideales cristianos». «La Iglesia católica, sigue diciendo, no sólo prestó su contribución a la civilización occidental; la Iglesia construyó esa civilización». La civilización contemporánea se está alejando más y más de este fundamento, observa Woods, en muchos casos con consecuencias negativas. Así de tajante se muestra este historiador norteamericano después de repasar, capítulo a capítulo, los distintos campos en los que el empuje de la Iglesia católica ha dado forma a una cultura que frecuentemente reniega de sus raíces. La claridad expositiva y la rigurosa documentación son las mejores armas de un libro que desenmascara muchos de los tópicos y leyendas negras sobre el catolicismo.
Es por todo esto que el Papa Juan Pablo II tuvo que hacer un reclamo a Europa, cuando se presentó la Constitución de la Unión Europea en la ciudad de Roma en 2004, dado que los países que la constituyeron no reconocieron el origen cristiano de su continente.
El Papa reiteró que el cristianismo «ha ayudado enormemente a plasmar» las civilizaciones del continente y «ya sea reconocido o no en los documentos oficiales, este es un dato innegable que ningún historiador podrá olvidar». Considerando que la Carta Magna no incluye una mención al cristianismo, el Papa insistió en que este «en sus diferentes expresiones, ha contribuido a la formación de una conciencia común de los pueblos europeos y ha ayudado enormemente a plasmar sus civilizaciones». El Papa subrayó que «el lugar elegido para la firma, el mismo en el que en 1957 nació la Comunidad Europea, tiene un claro valor simbólico: quien dice Roma, dice irradiación de valores jurídicos y espirituales universales».
Escribe Luis María Anson Oliart (periodista, escritor y político español. Miembro de la Real Academia Española; Madrid, 1934): «Allí donde hay un hospital dedicado al sida, lo mismo en África que en Asia o Iberoamérica, también en Europa, son monjas y sacerdotes católicos los que están a pie de cama para atender a los enfermos. He recorrido en trabajo profesional más de cien países. En las leproserías de todo el mundo, en los asilos de ancianos terminales, en los hospitales para enfermos infecciosos, sólo se encuentra uno con misioneras y misioneros católicos. Esa es la escueta verdad. Nunca me he tropezado en esos lugares con un comunista militante, con uno de esos manifestantes que vociferan contra la Iglesia. Los misioneros y misioneras permanecen al margen de las pancartas y los sermones políticos. Derraman su amor sobre los leprosos, los sidosos, los enfermos terminales, los ancianos sin techo, los desfavorecidos y desamparados. […] El Papa cree que la mejor forma de combatir el sida en África es la monogamia y la fidelidad. No ha tenido en cuenta lo estupendas que están las negritas y lo difícil que tiene que ser, ante el espectáculo de tanta belleza y atractivo, que los negros politeístas y polígamos practiquen la virtud de la monogamia. Pero ironías aparte, quienes combaten el sida en África, quienes atienden a los enfermos son las misioneras, los misioneros católicos. Escuché en una tertulia de radio a un simpático homosexual cebarse con el Papa y despotricar contra la Iglesia y se me ocurrió aclararle: “Dicen que el sida está especialmente extendido entre los homosexuales, aunque afecte ya a los heterosexuales. Seguro que tú nunca te pondrás enfermo. Pero ten por seguro que, si así fuera, quien te atenderá con amor y dedicación en el hospital será una monja y/o un sacerdote católico”. Se quedó callado y el simpático gay y los tertulianos se apresuraron a cambiar de tema».