Colaboraciones
Declaración de los Derechos Humanos, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Acta Final de Helsinki y libertad religiosa
16 abril, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
La Declaración de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, en su artículo 2.1 establece que «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de (…) religión». El artículo 18, además, indica que «toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». El artículo 30, que cierra la Declaración de Derechos Humanos, prohíbe que se interpreten estos derechos en el sentido de que se confiera derecho al Estado para realizar actividades o actos que tiendan a suprimir cualquiera de los derechos proclamados por la misma Declaración.
Como hemos recordado en el párrafo anterior, la misma Declaración Universal afirma que la libertad religiosa «incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia»; además, varios documentos internacionales se han expresado en el mismo sentido. A este propósito, deseamos mencionar aquí el Comentario General 22 del Comité de Derechos Humanos, relativo al artículo 18 del Pacto de Derechos Civiles y Políticos, en el cual está escrito: «La libertad de tener o de adoptar una religión o un credo incluye necesariamente la libertad de elegir una religión o un credo y de sustituir aquel en el que actualmente se cree por otro, o asumir una concepción atea». Hemos elegido este documento porque interpreta auténticamente el artículo 18 y tiene valor vinculante para los Estados partes de dicho Pacto.
El derecho a la libertad religiosa es uno de los pocos derechos que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) considera inderogables incluso «en tiempo de emergencia pública que amenace la supervivencia de la nación».
Ningún texto internacional moderno presta tanto énfasis y concede tanto relieve como el Acta Final de Helsinki a la libertad religiosa. Según dicha Acta, elaborada por la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa y aprobada en la capital finlandesa en 1975, en el «Decálogo de los Principios que deben regir las relaciones entre los Estados», que tras muy trabajosa elaboración llegaría a ser el decálogo de la distensión durante la segunda mitad de la Guerra Fría, figura de manera destacada el número VII, cuyo título y texto lo dice todo:
«Respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia. Los Estados participantes respetarán los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia, sin distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión. Promoverán y fomentarán el ejercicio efectivo de los derechos y libertades civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros derechos y libertades, todos los cuales derivan de la dignidad inherente a la persona humana y son esenciales para su libre y pleno desarrollo. En este contexto, los Estados participantes reconocerán y respetarán la libertad de la persona de profesar y practicar, individualmente o en comunidad con otros, su religión o creencia, actuando de acuerdo con los dictados de su propia conciencia. Los Estados participantes en cuyo territorio existan minorías nacionales respetarán el derecho de los individuos pertenecientes a tales minorías a la igualdad ante la ley, les proporcionarán la plena oportunidad para el goce real de los derechos humanos y las libertades fundamentales y, de esta manera, protegerán los legítimos intereses de aquellos en esta esfera. Los Estados participantes reconocen el valor universal de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, cuyo respeto es un factor esencial de la paz, la justicia y el bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y de cooperación tanto entre ellos como entre todos los Estados. Respetarán constantemente estos derechos y libertades en sus relaciones mutuas y procurarán promover, conjuntamente y por separado, inclusive en cooperación con las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo de los mismos.
»Confirman el derecho de la persona a conocer y poner en práctica sus derechos y obligaciones en este terreno. En el campo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, los Estados participantes actuarán de conformidad con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas y con la Declaración Universal de Derechos Humanos. Cumplirán también sus obligaciones tal como han sido definidas en los pertinentes acuerdos y declaraciones internacionales en este terreno, incluyendo entre otros los Pactos Internacionales de Derechos Humanos».
Los constitucionalistas contemporáneos suelen poner el límite del orden público en el ejercicio de la libertad religiosa, y así ha sido recogido en la mayoría de las Constituciones en vigor. El orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad de religión —y de otros derechos— se puede interpretar como la garantía del respeto a los derechos humanos por parte de los fieles de una confesión religiosa. El límite del orden público no viene recogido en la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, pero no parece razonable constituir el derecho a la libertad religiosa como absoluto, sin los límites siquiera de los demás derechos humanos. Fuera de los casos en que el ejercicio de la libertad religiosa atente al orden público, el Estado debe garantizar el libre ejercicio del derecho a manifestar la propia creencia religiosa.
Por ambas fuentes —la eclesiástica y la civil— vemos que el papel del Estado en la libertad religiosa consiste en garantizar su ejercicio por parte de los ciudadanos. La libertad religiosa puede tener los límites del orden público, pero nunca se pueden interpretar en el sentido de obligar a nadie a obrar en contra de su conciencia.