Colaboraciones
Corrupción política (y II)
24 mayo, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
La corrupción en los países en vías de desarrollo muchas veces es causada por compañías occidentales o incluso por Organismos estatales o internacionales, otras veces es iniciativa de oligarquías corruptas locales. Sólo con una postura coherente y disciplinada de los países ricos será posible ayudar a los gobiernos de los países más pobres para que adquieran credibilidad. Una vía maestra, seguramente deseable, es la promoción de la democracia en estos países, de medios de comunicación libres y vigilantes y de la vitalidad de la sociedad civil. Programas específicos, país por país, por parte de los Organismos Internacionales pueden obtener buenos resultados en este campo.
La corrupción en beneficio personal de un político, siéndolo mucho, es menos grave que la que beneficia a un partido para su sostenimiento y expansión y sobre todo para influir en los procesos electorales.
Fijémonos brevemente en algunos «requisitos» para que la corrupción sea tal. En primer lugar, el alto grado de impunidad y el manejo discrecional de la cosa pública; en segundo, la carencia de reglas claras de competencia en licitaciones, con la inveterada pobreza de información por parte del gobierno, que genera una cultura de la sospecha y el engaño; finalmente, el uso de los recursos públicos con fines estrictamente privados, particulares.
Al final, el problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación. Porque el latrocinio y la mentira no tienen que ver con el grado de estudios de las personas: hay sinvergüenzas en todos los estratos sociales, con carrera universitaria y sin ella; con cinco posgrados o sin estudios. El problema no se soluciona con leyes educativas ni con Bolonia ni mejorando los resultados de PISA. Ni siquiera endureciendo el código penal (que tampoco estaría mal). El problema de la corrupción es un problema de educación moral y en esa tarea, la escuela es subsidiaria de la familia. Un buen colegio puede colaborar en la labor de infundir unos determinados principios éticos a los alumnos, pero la moral y los principios se maman en casa.
La conclusión inmediata a la que podemos llegar es que el origen de la corrupción radica en buena medida en la crisis de la familia: divorcios, familias desestructuradas; niños desatendidos por padres que trabajan jornadas interminables y delegan sus obligaciones en abuelos, niñeras o guarderías (¿de qué vale ganar el mundo entero si pierdes los más importante?); padres irresponsables que prefieren cumplir todos los caprichos a sus hijos para evitar conflictos o para acallar su mala conciencia por el tiempo que no les dedican. Y en casos extremos, padres impresentables que maltratan, torturan o abandonan a sus hijos.
La corrupción no es un problema exclusivamente político o legal. La corrupción forma parte de cada uno de nosotros: es un problema personal. Es consecuencia de ese defecto de fábrica que llamamos pecado original. Todos tendemos a la corrupción y al pecado. Y el único que puede solucionar ese problema es Dios. La crisis que vivimos es una crisis de fe. Y mientras no volvamos a Cristo por el camino de la conversión, no habrá solución. Jesús sacrificó su vida para salvarnos de nuestra propia corrupción personal. Pero nosotros somos libres de aceptar su salvación o no. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Nada podemos sin Él, pero con Él nada es imposible. El actual secularismo nos aparta de Dios. Y en la medida en que nos apartamos de Dios, nuestra sociedad degenerará cada día más hacia la podredumbre, el vicio y la corrupción. No hay más camino que la conversión. Nosotros al menos no encontramos otro. La mejor educación moral se recibe ante el Sagrario, mirando al Señor, cara a cara, a los ojos: «Señor mío y Dios mío: ten compasión de mí, que soy un pobre pecador».
La corrupción es un fenómeno social que se da a lo largo y ancho de las sociedades, entre particulares o dentro de los gobiernos, y en las relaciones entre estos y personas externas.
No hay duda de que hay políticos honestos y con buena voluntad, pero la maquinaria partidaria impide cualquier acción que no tenga por objetivo conseguir el poder y conservarlo. Por acción u omisión toda la clase política es responsable de que los españoles la señalemos como problema.
Es cierto que la corrupción en el ejercicio del poder público no es patrimonio de un sólo partido político ni de un grupo.
Políticamente hablando, la corrupción se reduce cuando se transparenta el manejo de los fondos públicos, cuando la asignación contractual de obra o compra a gran escala se pone a la vista de quien desee verla. Cuando el equilibrio de poderes es más eficiente y honesto, se dificultan el saqueo y el abuso de recursos del Estado. Hace algún tiempo, explicaba un antiguo funcionario público sudamericano que su país había reducido sensiblemente la corrupción en el gobierno, al dificultar legalmente el robo y sistematizar mejor los controles del quehacer de gobierno. No era un gobierno más moral, sino mejor controlado.
Como toda falla humana de conciencia, la solución para reducir la corrupción en la forma y lugar que sea, es solamente con una recta formación de esa conciencia. Si las «reglas del juego», es decir los principios morales son erróneos, laxos o bien fácilmente desoídos por falta de integridad, la corrupción, como cualquier otra falla, delito o pecado seguirá viviendo.
Nunca se acabarán el delito, la acción inmoral o el pecado en la humanidad, son parte de su ser; pero sí pueden reducirse, más que con legislación, controles y «castigos» con una firme y recta formación de la conciencia.
Quienes atacan las religiones por sus exigencias morales, no tienen idea de cómo contribuyen a favorecer la corrupción y muchos otros delitos.