Colaboraciones

 

Ateísmo (y III)

 

 

 

31 mayo, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


Símbolo de ateísmo avalado por AAI

 

 

 

 

 

La verdadera ciencia no sólo no se opone a la religión, sino que la confirma cada vez más con sus nuevos descubrimientos.

Dios no puede equivocarse, porque es infinitamente sabio. Y no puede engañarnos porque es infinitamente bueno.

No negamos que un ateo pueda ser honrado, pero evidentemente le falta motivación.

Cuando el hombre arranca a Dios de su vida se vuelve contra sus hermanos los hombres.

Es lo que expresó Hobbes con frase cruda: «El hombre es lobo para el hombre».

Si prescindimos del mandamiento de Jesús, la solidaridad humana es frágil. Fácilmente el otro termina por ser un extraño, un rival o un enemigo.

Si no se respeta a Dios, ¿qué otra cosa se puede respetar?

Las consecuencias, a la larga, son funestas.

Si a un árbol se le cortan las raíces, tendrá algunas reservas, pero para poco tiempo. Terminará por secarse y troncharse. La raíz de nuestro pueblo está en el cristianismo.

Dijo el Papa Juan Pablo II en Liubliana (Eslovenia): «Un mundo construido sin Dios acaba por alzarse contra el hombre».

Dice Carlos Marmelada, autor de El dios de los ateos, «la mente humana ha fracasado en su intento de dar pruebas racionales de la inexistencia de Dios. El conocimiento intelectual de Dios no lo es todo. A Dios hay que vivirle».

La tesis de su libro muestra su acuerdo con los ateos de hoy: un dios que es la nada (Hegel) no puede existir, y uno que es causa de sí mismo tampoco. Ese no es el Dios de la Biblia. Sin embargo, los creyentes no pueden entrar en un debate crítico, justo y ponderado con el ateísmo sin comprender cómo es el propio ateísmo y cuáles son sus argumentos. Esto también requiere conocer los motivos que lo han impulsado, su evolución histórica y las causas de esta confusión entre el «dios» de los ateos y el Dios cristiano.

Para Marmelada, «la primera parte de El Dios de los ateos trata sobre la importancia que tiene para el hombre tener claro si Dios existe realmente o no, ya que el sentido de nuestra vida, nuestro origen y nuestro destino cambian según cuál sea el signo de la respuesta. Luego está la cuestión de que nuestra fe puede pasar por temporadas de mayor fervor o por momentos más fríos, lo que lleva a la cuestión de cómo descubrirnos existiendo para Dios. Pensamos que la oración, vivir la caridad y, sobre todo, la Santa Misa son el lugar de encuentro por excelencia con Dios. Esto nos conduce a la tercera cuestión: vivir la caridad de una forma humilde es quizás la mejor manera de dar testimonio de la presencia de Dios. Dios se hace visible a los demás a través de los actos movidos por nuestra fe».

Sigue diciendo Marmelada:

«Dios es el Mismo Ser Subsistente. Dios es la plenitud. La Perfección Absoluta: tiene todas las perfecciones y en grado infinitamente perfecto. Es sin necesidad de nada para ser (no tiene causa, ni siquiera se causa a sí mismo, que es una de las ideas erróneas que tienen los grandes ateos teóricos de los siglos XIX y XX y que se corresponde con el dios de Spinoza y Hegel y no con el de los católicos; esta es una de las grandes tesis del libro y se desarrolla). Acogerle y creer en Él es algo que necesitamos los hombres, no Dios; es un bien para nosotros y sin fe en Dios nos perdemos detalles muy valiosos de la vida, nos perdemos la plenitud. Ahora bien, no es suficiente tener un amor intelectual a Dios. La mente humana ha fracasado en su intento de dar pruebas racionales de la inexistencia de Dios; en cambio, sí existen argumentos racionales que demuestran de un modo probatorio la existencia objetiva de Dios, pero no bastan para hacer creer alguien en la existencia del Absoluto (pues intervienen factores volitivos), ni para hacer que uno tenga una entrega coherente a ese conocimiento. La razón nos permite conocer al Dios de los filósofos, pero el hombre necesita, además, el Dios de la religión: un Padre amoroso con el que dialogar, y del que recibir un cuidado providente. A Dios hay que vivirle, el conocimiento intelectual de Dios es una parte importante de nuestra relación con Él, pero no lo es todo. Y si tuviéramos que elegir entre el Dios vivido y el Dios conocido yo me quedaría con lo primero, aunque lo mejor son las dos cosas.

»Norman Hanson decía que los agnósticos eran ateos avergonzados. La realidad es que el agnosticismo es una forma dulce e indolora de ateísmo. Es un ateísmo práctico escudado en la idea de que los límites de la razón obligan a no perder el tiempo en cuestionarse el tema de Dios. Esto se basa en un prejuicio epistemológico y es el creer que nuestro conocimiento es esencialmente empirista: sólo puedo conocer aquello que es susceptible de ser objeto de la experiencia sensorial; lo que ha dado pie a creer que sólo a través del conocimiento científico se pueden establecer verdades objetivas.

»Puede decirse que el ateísmo es irracional, en el sentido de que los argumentos teóricos para demostrar racionalmente que Dios no existe aportados por los grandes ateos no son concluyentes, de modo que quien quiere ser ateos lo es como fruto de su voluntad, no de las auténticas razones del entendimiento.

»Sin Dios es necesario fundamentar de un modo natural los valores más elementales, apelando al consenso y al sentido común, pero si proclamando que el hombre es imagen y semejanza de Dios se han cometido tantas barbaries, ¿qué nos espera si no hay un fundamento absoluto de nuestra dignidad como personas?

»Con el ateo que niega teóricamente la existencia de Dios se puede dialogar, él para argumentar su rechazo y nosotros para exponer fundamentadamente nuestras convicciones. Pero nosotros opinamos más como André Frossard, en el sentido de que el ateo perfecto es el que ya ni se plantea la cuestión de Dios, aquel para el cual el tema ha dejado de tener toda importancia, hasta el punto de que ha desaparecido por completo de su horizonte existencial. La cuestión estriba en que el hombre, lo quiera o no, está religado por naturaleza a Dios, y si no es en un momento lo será en otro la vida acaba por interpelarnos y hacernos que nos planteemos las cuestiones más profundas, entre ellas la de Dios. Por otra parte, hay negaciones de Dios que están mucho más próximas a Él que ciertos modos de vivir su afirmación».

En la segunda parte del libro se trata cómo es el ateísmo actual.

El ateísmo sociológico de nuestro tiempo es para Marmelada, «básicamente indiferentista y está tan extendido que ha llegado a penetrar incluso dentro del cristianismo. ¿Cuánta gente hay que se declara creyente, pero está enormemente distanciada de Dios, no ya de la jerarquía de la Iglesia, sino del propio Dios en el que dice creer? Luego están las otras cuestiones que plantea: la superstición como como una creencia sucedánea espuria de la verdadera fe, o la confección de un credo hecho a la medida de los gustos personales».

«Creo, dice Marmelada, que lo mejor es tener una fe viva; una fe que se traduzca humildemente en las obras cotidianas, en la búsqueda de Dios en la realización perfecta de las cosas pequeñas. Pero no por mor de un perfeccionismo que sea un fin en sí mismo, sino por intentar darle gloria a Dios en la ejecución perfecta de los pequeños detalles. Naturalmente esto implica vivir la caridad de un modo sincero y, como he indicado antes, humilde. Creo que este es el mejor modo de dar testimonio de la fe: buscando y encontrando a Dios en nuestras tareas ordinarias. También es importante que nuestra fe, además de ser vivida, esté bien fundamentada; para ello resulta esencial estar al corriente del Magisterio de la Iglesia, así como tener una buena formación en los elementos básicos de la filosofía cristiana. Creo que El Dios de los ateos puede ayudar a esos jóvenes…, de hecho, a todas las personas (incluidos agnósticos y ateos), para que puedan tener argumentos para afrontar el debate sobre Dios en todos los medios; incluyendo, por supuesto, las redes sociales. El hombre de hoy, pese a su indiferentismo, agnosticismo y ateísmo práctico, no de deja de ser hombre; y, en último término, le preocupan, le inquietan y le angustian las mismas cuestiones existenciales que han acechado la conciencia humana a lo largo de toda su Historia. Como decía el famoso ateo existencialista Albert Camus, al fin y al cabo: Nada puede desalentar el ansia de divinidad que hay en el corazón del hombre».

Una fuente de acusaciones mutuas y de ataques más o menos duros entre los ateos y los creyentes proviene del pasado.

Los ateos reprochan a las religiones, de un modo especial a la Iglesia católica, errores, injusticias, delitos, crímenes más o menos graves. Algunas de las acusaciones son falsas, frutos de mentiras repetidas miles de veces, mientras que otras son verdaderas. Existe un grupo de acusaciones sobre las que es difícil un veredicto claro por falta de documentos o porque el juicio depende de la perspectiva adoptada.

Es falso, por ejemplo (y la afirmación aparece con cierta frecuencia) decir que la Iglesia torturó y condenó a la muerte a Galileo. Es correcto, en cambio, recordar que hubo algunos Papas que se comportaron como jefes militares y como hombres demasiado mundanos. Por lo que se refiere al tema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el mundo medieval resulta sumamente difícil emitir un juicio sereno y objetivo por la complejidad del tema en cuestión.

Por su parte, también los creyentes reprochan a los ateos errores, injusticias, delitos, crímenes. Como en el caso anterior, algunas acusaciones son falsas, otras verdaderas (los millones de víctimas del comunismo ateo, por ejemplo), y otras son valoradas de modos diferentes según la perspectiva histórica que se adopte.

Además de las acusaciones sobre el pasado, existen polémicas y acusaciones mutuas referidas al presente.

Los ateos denuncian, por ejemplo, que los creyentes promueven actitudes de intolerancia y violencia, o que permiten la permanencia de las injusticias sociales en nuestro mundo. Los creyentes critican a los ateos por trabajar en la construcción de un mundo sin Dios, por abandonar la defensa de la familia y de la ética pública, por apoyar el crimen del aborto, etc.

Cuando se acepta entrar en este tipo de debates sobre las culpas ajenas y sobre la inocencia propia (cada uno cree en la bondad de sus creencias) se hace imprescindible un esfuerzo sincero por ambas partes para poner los pies sobre la tierra. Ello nos ayudará a dejar de lado acusaciones falsas, a no repetir mentiras que los históricos ya han descartado, y a sopesar comportamientos concretos asumidos y defendidos por quienes se encuentran en el otro punto de vista.

No basta, desde luego, con superar la actitud que lleva a mantener siempre los reproches hacia la otra parte. Hay que promover las condiciones para un diálogo que abra el acceso a algo que debe ser de común interés para quienes discuten: la verdad.

Hablar de verdad supone, hay que tenerlo presente, superar una mentalidad relativista que está bastante arraigada en algunos ambientes intelectuales. El diálogo humano pierde su sentido si suponemos que todos tienen igualmente la razón, o si pensamos que es imposible alcanzar la verdad, o si ponemos como premisa que ninguno de los interlocutores tendría más razón que el otro.

Hay que romper con moldes relativistas que no llevan a ninguna parte y que permiten a los grupos con ideas diferentes encerrarse en sus posiciones y defenderlas en contra muchas veces no sólo de lo evidente, sino incluso del trato justo y respetuoso que todo ser humano merece en cuanto ser humano.

Superado el relativismo, lo cual a veces implica haber discutido un tiempo adecuado sobre el mismo, llega el momento de buscar ese camino que nos permite avanzar hacia la verdad, que nos permite decir cómo están las cosas. ¿Existe o no existe Dios? ¿Tienen más razón los creyentes o los ateos? Entre los creyentes, ¿es posible encontrar cuál entre las diversas religiones sea la verdadera y cuáles no lo son? Si existen diferentes ateísmos, ¿cuál sería el verdadero?

No se trata de un diálogo fácil, pues requiere madurez, paciencia, apertura, seriedad. Una dosis de alegría y de afecto hacia el otro, a pesar de las ideas diferentes, puede ayudar a crear un clima más propicio y sereno en el que los argumentos avanzan más allá de los prejuicios o de los miedos personales.

No se llega a ninguna parte, ciertamente, si se mezclan los temas, si se recurre a sofismas, si uno o varios dialogantes prefieren el ataque personal y el insulto que descalifica en vez de mantenerse en los razonamientos con la cordialidad que tanto ayuda a ir hacia adelante.

Queda en pie el derecho de cada uno de no aceptar un argumento concreto, o de no tratar un tema propuesto por la otra parte. Ello no siempre ha de interpretarse como señal de debilidad o como victoria de quien lanzó la idea y encontró una evasiva en el interlocutor. A veces se trata de una retirada estratégica, o del deseo de tener más tiempo para pensar con calma sobre una idea concreta. Otras veces, uno no quiere tocar un tema porque le vence el cansancio de estar continuamente hablando sobre lo mismo.

Nos hemos quedado en algunos preámbulos. Afrontar en breves líneas los principales argumentos de disputa resulta imposible, y lo demuestran las casi interminables discusiones que siguen en pie entre los ateos y los creyentes. Pero todo esfuerzo dirigido a promover un clima más sereno, por encima de insultos y de descalificaciones mutuas, vale la pena. Lo cual será posible desde ese deseo sincero por avanzar, aunque sean unos pocos pasos, hacia el encuentro con la verdad que anhela todo corazón humano.

Ambas, ciencia y fe, se necesitan mutuamente y son como dos alas que nos llevan al conocimiento de la verdad, como decía Juan Pablo II.