Colaboraciones
Conocer a Dios y conocerse a sí mismo (I)
09 junio, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
El evangelio de san Juan presenta a Cristo, desde el primer momento, como la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1, 9), pero esa Luz es recibida por unos, y ven; y rechazada por otros, y permanecen ciegos. La causa de tan diferentes actitudes ante la Luz la explica el mismo san Juan: «Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no le acusen. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios» (Jn 3, 19–21).
Una de esas «obras malas» que ciegan de modo especial para «ver» a Dios y para creer en Él, es la soberbia, la búsqueda de la propia gloria. En el mismo evangelio se san Juan, el Señor atribuye a este pecado la causa de la incredulidad: «¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios?» (Jn 5, 44).
En la perspectiva que estamos considerando, el punto de partida para el conocimiento de Dios es conocerse a uno mismo. «La sabiduría consiste, afirmaba Bossuet, en conocer a Dios y en conocerse a sí mismo. El conocimiento de nosotros mismos ha de elevarnos al conocimiento de Dios».
Se trata de uno de los conocimientos más difíciles, porque lo entorpece la soberbia o, mejor dicho, la imagen que de nosotros mismos nos hemos forjado con nuestra soberbia y vanidad. Y tal conocimiento exige librarse, precisamente, de esa imagen a fin de poder ver el yo que detrás se oculta. De ahí la importancia, en esta tarea, de la ayuda que pueden prestarnos otras personas que nos conozcan bien, pues nadie suele ser buen juez en causa propia.
El conocimiento propio debe conllevar la disposición a «reconocer» las propias culpas, a «aceptarse» y rechazar falsas justificaciones. Y así, al desvanecerse las ilusiones sobre uno mismo, al despertarnos de nuestros autoengaños, al superar el agarrotamiento de no querer ver muchas cosas, ya hacemos un gran progreso, ya subimos un nuevo escalón hacia la libertad. Esta liberación de nuestro orgullo que siempre trata de engañarnos, es algo que nos hace felices y nos eleva.
Este conocimiento será constructivo y fecundo, y no destructivo y deprimente, nos acercará a Dios, si va acompañado de la decisión de cambiar, es decir, de purificar el corazón. Sólo entonces los ojos del corazón recobran de nuevo la capacidad de ver.
Pascal expresa muy acertadamente en uno de sus pensamientos esta necesidad del cambio interior para poder conocer a Dios y creer en Él: «“Yo hubiera abandonado enseguida los placeres si hubiera tenido fe” —Y yo te digo: “Hubieras poseído la fe si hubieras abandonado los placeres”. Ahora bien, eres tú el que debes comenzar. Si yo pudiera, te daría la fe. No puedo hacerlo, ni, por consiguiente, comprobar la verdad de lo que dices. Pero tú bien puedes abandonar los placeres y comprobar si lo que yo digo es verdad».
Este cambio es siempre posible, porque Dios no deja de ayudar con su gracia al hombre que lo busca sinceramente.
Frente a la verdad, el hombre puede adoptar dos actitudes tan básicas como antiguas: reconocerla como un don y subordinarse a ella, o pretender que dependa de la propia voluntad. Este fue el núcleo de la primera tentación y también del primer pecado.
A partir de entonces, el hombre experimenta esta misma tentación (a veces, obsesión) de autonomía ante la verdad y, explícita o implícitamente, ante Dios. Y cuando cede a esa tentación y decide ser totalmente autónomo, ejercer una libertad plena al servicio de su propio egoísmo, sin depender de nada ni de nadie, rechaza la verdad que se le ofrece junto con su Autor y termina por convertirse en creador de «su verdad» y de «sus valores». En lugar de buscar a Dios y vivir de acuerdo con su Voluntad (en eso consiste la verdadera libertad), decide liberarse Dios y convertir en verdadero y bueno lo que a él le conviene.
«¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual?, se pregunta Juan Pablo II refiriéndose a la indiferencia por la verdad. Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal, según dice toda la Tradición ética de la Iglesia. El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso, o sea, a negar la trascendencia de la verdad respecto de nuestra inteligencia creada y a contestar, en consecuencia, el deber de abrirse a ella y recibirla cual don que le ha hecho la luz increada y no cual invención propia».
Las personas que se dejan arrastrar por la soberbia no reconocen la existencia de un Dios personal porque no quieren someterse a Él. Algunas están dispuestas tal vez a reconocer un absoluto apersonal, con el que pueden relacionarse como partes de un todo, pero no a una persona absoluta, pues mientras no se encuentran frente a frente con la persona absoluta, resulta que: primero no tienen que ceder su extrema soberanía, y segundo, siendo parte de un todo absoluto, participan de él. El extremo afán de autoglorificación sólo se aniquila por la confrontación con el Dios personal, en la que nos concienciamos plenamente de nuestra condición de criaturas (…). El valor específico de la humildad aparece con toda claridad cuando lo contraponemos a esta forma de soberbia. La humildad implica el reconocimiento de nuestra condición de criaturas, la clara conciencia de que todo lo hemos recibido de Dios.
De ahí que la humildad sea la virtud más necesaria para buscar la verdad, pues extirpa la soberbia, que es la raíz de todos los vicios morales y en especial de los que de un modo más directo se oponen al conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el bien moral.
La humildad es necesaria, en primer lugar, para reconocer a Dios como ser Absoluto y personal y a nosotros como criaturas de Dios, y, en consecuencia, para aceptar que la verdad sobre nuestro obrar, la verdad moral, depende también de Él. La persona humilde acoge esa verdad con agradecimiento, como un don divino no manipulable, y la toma como guía de su existencia. Reconoce en la ley moral (la verdad sobre el bien) una ayuda inestimable para alcanzar la perfección y la felicidad, un don que permite ser libre. La persona soberbia, en cambio, ve en Dios un obstáculo para su afirmación personal, y en la ley moral una imposición contraria a su dignidad, una coacción de su libertad y, en lugar de obedecer a Dios, se convierte en dios para sí mismo y crea su propia ley.
La virtud de la humildad, que implica el conocimiento y aceptación de las propias limitaciones, lleva a admitir con sencillez que en la búsqueda de la verdad necesitamos la ayuda de los demás. La humildad proporciona la apertura a la verdad y la facilidad para aceptarla y rectificar, pues la persona humilde no se deja guiar por el deseo de independencia, sino por al amor a la verdad.
La soberbia, en cambio, conduce al error, «primero, porque los soberbios se quieren alzar hasta lo que no son capaces de alcanzar, y así es necesario que se equivoquen y fracasen (…). En segundo lugar, porque no quieren someterse a la inteligencia de otros, sino que se apoyan en su sola prudencia, y así se niegan a obedecer…
La humildad capacita a la persona para respetar la realidad y subordinar a ella el entendimiento. La actitud soberbia, en cambio, tiende a rechazar todo aquello que sea independiente de la propia voluntad. Y lo más independiente es la realidad y la verdad correspondiente, que exigen someter el entendimiento al ser e implícitamente a Dios. Por eso, el soberbio prefiere una irrealidad que sea su propia creación y la fuente de su propia verdad. Pero lo que no puede evitar es que la realidad esté ahí, frente a él, denunciando su error. Y esto hace que sienta cada vez más fastidio por la excelencia de la verdad.
La realidad más inmediata es la realidad personal. El contraste entre lo que el soberbio quiere ser y lo que realmente es, no puede dejar de herirle y, con frecuencia, la solución que adopta es ocultar y deformar la verdad sobre sí mismo. En cambio, la humildad permite que la persona se conozca como es, y ese conocimiento propio, a su vez, la lleva a crecer en humildad.
Por todo ello, la verdadera sabiduría, que consiste en ver las cosas como son, sólo es accesible al humilde. El soberbio, el que se cree sabio, no puede alcanzar la verdad porque ha decidido cerrarse en sí mismo, y ve la realidad no como es sino como quiere que sea.
Para ver la verdad sobre Dios se requiere un corazón limpio. A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.
Las virtudes de la castidad y la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón «disponen óptimamente, afirma santo Tomás, para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que, a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría». La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender».