Colaboraciones
Antonio Gramsci y su contribución a la teoría marxista (I)
12 junio, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez
Gramsci (Ales, Cerdeña, 22 de enero de 1891-Roma, 27 de abril de 1937), pensador marxista italiano. Creó el Partido Comunista de Italia y fue preso político en la dictadura de Benito Mussolini.
Gramsci se convirtió en uno de los teóricos marxistas más destacados gracias a sus aportes teóricos en conceptos como la hegemonía cultural, el bloque hegemónico y el posmodernismo relacionado con la sociedad de consumo.
Uno de los aportes de Gramsci a la teoría marxista es la cultura y los intelectuales. Para Gramsci, el mundo es el escenario de la vida social en el cual los hombres actúan y crean su vida en una sociedad. Al hacer esto, los hombres están creando la cultura.
Gramsci define a la cultura como «la organización, disciplina del yo interior, conquista de una superior conciencia por lo cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, deberes y derechos. Pero esto no ocurre por evolución espontánea, independiente de la voluntad de cada uno por ley fatal de las cosas».
En sus cuadernos también hace referencia al papel político de la cultura, la cual es una de las fabricantes de la hegemonía junto con el despliegue de posiciones y la formación del consenso.
El político también desarrolló el concepto de hegemonía cultural para analizar los conceptos de superestructura y de clases sociales plateadas en la teoría marxista. Antonio decía que las normas culturales en una sociedad son impuestas por la clase dominante, por lo que no se deberían percibir como reglas naturales o inevitables, sino que fueron construidas desde una realidad artificial para ser usadas como instrumento de dominación de clase.
El proletariado tomaría esa definición de hegemonía definida por Gramsci para poder reivindicarse y crear su propia cultura de clase.
El príncipe moderno, para el filósofo Antonio Gramsci, no podía ser otro que el Partido como concreción de una voluntad colectiva.
El hombre y su problemática vienen a ser, en definitiva, el eje y la clave de la política marxista. Por eso, Antonio Gramsci, que fue uno de los doctrinarios más sagaces, sostuvo que, para la construcción de una humanidad marxista, no bastaba con lograr un cambio en las estructuras económicas. Había que llegar más lejos, hasta la transformación de la sociedad y de la cultura; había que ir todavía más allá y obrar la transformación última y realmente decisiva, la del propio hombre, dándole la vuelta como un calcetín y cambiándole hasta lo que tiene de más íntimo y elemental, que es el sentido común. El marxismo, en suma —según el pensamiento de Gramsci— aspira a vaciar a la persona del sentido común que es fruto de la ley natural y de más de veinte siglos de inspiración cristiana, para injertarle un sentido común nuevo, que le haga reaccionar espontáneamente con arreglo a las categorías y valores del materialismo marxista.
Según Rafael Gambra, «para Gramsci las ideas y creencias no son simple emanación pasajera de la economía, sino que poseen una realidad que constituye la cultura en que cada hombre y cada pueblo vive inmerso» (Rafael Gambra, Historia Sencilla de la Filosofía, Ed. Rialp).
Gramsci elaboró una filosofía de la praxis mucho más integral que la de la mayoría de los marxistas. Como consecuencia, mientras muchos marxistas no lo comprendieron, se apropiaron de su estrategia tanto socialdemócratas como reformistas y progresistas, que la utilizaron —y la utilizan— para disolver los valores de la sociedad del siglo XX (Cfr. Eduardo Martín Quintana, Aproximación a Gramsci, Ediciones de la Universidad Católica Argentina).
Gramsci entendió que para llevar a buen puerto la revolución, era necesario conquistar la conciencia individual, y para ello, era imprescindible demoler: la religión, la Iglesia católica, la filosofía realista, el sentido común y la familia.
Pero esto no debía hacerse para Gramsci mediante la fuerza bruta o la imposición militar, sino propugnando la «dirección» antes que el «dominio», hasta lograr una hegemonía en el pensamiento. Para ello, propuso elaborar una pedagogía de masas, con la finalidad de establecer una reforma «intelectual y moral», tanto de los intelectuales como del pueblo. Los instrumentos para ello serían: la escuela de monopolio estatal, el periodismo y los medios masivos de comunicación social.
Según Rafael Gambra, Gramsci tiene interés por el cristianismo «al que considera germen vital de una cultura histórica que penetra la mente y la vida de los hombres, sus reacciones profundas. Será preciso, para que la revolución sea orgánica y “cultural”, adaptarse a lo existente y, por la vía de la crítica y la autoconciencia, desmontar los valores últimos y crear así una cultura nueva. El ariete para esa transformación será el Partido, voluntad colectiva y disciplina que tiende a hacerse universal. Su misión será la infiltración en la cultura vigente para transformarla en otra nueva materialista, al margen de la idea de Dios y de todo valor trascendente» (Rafael Gambra, Historia Sencilla de la Filosofía, Ed. Rialp).
De acuerdo con Rafael Gambra, «el medio en que esta metamorfosis puede realizarse es el pluralismo ideológico de la democracia, que deja indefenso el medio cultural atacado, porque en ella sólo existen “opiniones” y todas son igualmente válidas. La labor se realizará actuando sobre los “centros de irradiación cultural” (universidades, foros públicos, medios de difusión, etc.) en los que, aparentando respetar su estructura y aún sus fines, se inoculará un criticismo que les lleve a su propia destrucción.
»Si se logra infiltrar la democracia y el pluralismo en la propia Iglesia (que tiene en esa cultura el mismo papel rector que el Partido en la marxista), el éxito será fácil. La democracia moderna será como una anestesia que imposibilitará toda reacción en el paciente, aun cuando esté informado del sistema por el que está siendo penetrada su mente» (Rafael Gambra, Historia Sencilla de la Filosofía, Ed. Rialp).
El objetivo de esa profunda reforma «intelectual y moral» planteada por Gramsci, es obtener un nuevo arquetipo humano, en virtud de que el intelecto y la ética han sido las bases de la cultura occidental. Por tanto, para conquistar la conciencia individual, Gramsci intentará insertar en su inmanentismo ateo y materialista, la subjetividad humana. Con lo cual estaríamos ante un modelo de hombre que «se construye a sí mismo» (Cfr. Eduardo Martín Quintana, Aproximación a Gramsci, Ediciones de la Universidad Católica Argentina).
Efectivamente, según el propio Gramsci «conocerse a sí mismo quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueño de sí mismo, distinguirse, salir fuera del caos, ser elemento de orden, pero del orden propio». En otras palabras, yo soy lo que quiero ser. Gramsci propone así la destrucción del concepto clásico de verdad como adecuación del entendimiento a la realidad, para reafirmar la deificación del movimiento y del devenir en sentido marxista, donde la verdad se crea, se hace.
Gramsci no cree que las ideas por sí solas, logren convencer a nadie, si antes no se trabaja sobre la conciencia individual criticando y —demoliendo— los fundamentos del realismo y del sentido común. En este sentido, destaca la importancia fundamental de la cultura de la imagen, que ataca más a lo emocional que a lo racional.
Otro punto central del pensamiento de Gramsci, es la negación de la naturaleza humana individual y la traslada a un ente colectivo. Para Gramsci, la naturaleza humana no puede ser hallada en ningún hombre en particular, sino en toda la historia del género humano. Dicho de otra forma, el hombre es el género humano que se manifiesta en el devenir de la historia. Por eso, una de las pretensiones de Gramsci es planificar un «género humano mundialmente unificado».
La estrategia educativa de Gramsci consiste en crear una escuela «niveladora», que tiende a «disciplinar y obtener un conformismo» con los principios y el sistema de la filosofía de la praxis. O lo que es lo mismo, la escuela se utiliza para «lavar el cerebro del alumnado expurgándole la concepción del mundo familiar y ambiental».
En cuanto a la «revolución cultural» en general, Gramsci propone un movimiento de pinzas bien sincronizado, mediante el cual, al tiempo que se utiliza la cultura, se van destruyendo una a una todas sus dimensiones, y se las va sustituyendo por otras. La trascendencia religiosa se sustituye por el inmanentismo ateo, la filosofía especulativa por la filosofía de la praxis y la ética personal por la sumisión a la reforma moral. Su objetivo final era lograr una sociedad sin clases regulada por el nuevo príncipe, el Partido Comunista. En resumidas cuentas, todo se reduce de alguna manera, a meter un Caballo de Troya cultural para, cambiando las costumbres, lograr un objetivo político (Cfr. Eduardo Martín Quintana, Aproximación a Gramsci, Ediciones de la Universidad Católica Argentina).
El mundo actual se encuentra diabólicamente diseñado por Gramsci, gracias, en gran parte, como él quería, a los intelectuales, a los medios de comunicación e Internet, quienes, salvo honrosas excepciones, transmiten desde los dibujos animados para niños, sistemáticamente, sin parar y hasta el hartazgo, una moral enemiga de todo orden natural, de Cristo y de su Iglesia. La revolución que enfrentamos es un plan total de destrucción de la persona humana. Los que quieran sobrevivir tendrán que saberlo. Es la misma batalla espiritual en su fase final. Una batalla tan profunda, tan perfecta y tan bien organizada que su director no puede ser un hombre sino el propio Satanás.