Colaboraciones

 

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder

 

 

 

13 junio, 2025 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Si el sujeto y agente de la cultura, de la moralidad y de la religión es el hombre y no el Estado, el sujeto y agente de la enseñanza es la persona, no el Estado. La transformación del Estado en sujeto y agente de la enseñanza, tanto cercenará la libertad cuanto suponga hacerse sujeto y agente primero y principal de la cultura.

Y lo peor es que la víctima de todo es el niño, el joven.

Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.

La libertad de enseñanza, como derecho natural que es, debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.

Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra.

La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos, la libertad para que puedan escoger las escuelas que en conciencia prefieran, es uno de los imperativos que el ciudadano ha de lograr que sean respetados en el presente y en el futuro de un país. La educación —conviene decirlo— no es un servicio público, si por tal se entiende un monopolio excluyente del Estado, como si los niños y jóvenes fueran bienes de dominio público. Ha de quedar bien claro —hay que repetirlo hasta la saciedad— que los hijos son de los padres, que los hijos no son del Estado. Donde son del Estado, no existe libertad ni democracia, sino tiránico y refinado totalitarismo. La educación es un servicio, sí, pero un servicio social, una gran empresa colectiva que la sociedad entera —padres de familia, instituciones, grupos de ciudadanos, etc.— tienen el derecho y a veces el deber cívico de promover. Y el Estado ha de reconocer que, cuando esos centros ofrecen las garantías que el bien común demanda, la función social que cumplen será, cuando menos, tan valiosa y respetable como la de las escuelas estatales.

La razón definitiva en favor de la elección de escuela es la libertad. Permitir a los padres escoger la escuela de sus hijos es valioso en sí mismo, con independencia de los resultados.

Tanto la escuela pública (la educación estatal no es algo que interese sólo al Estado; al contrario, interesa a todos los ciudadanos, que son quienes con sus impuestos la mantienen. Y es interés de todos el que la calidad de la enseñanza que imparta sea la mejor posible. La escuela estatal no es propiedad del Estado o de los partidos; debe estar al servicio de la familia y de la sociedad); tanto la escuela pública —decíamos— como el derecho de los ciudadanos a crear y dirigir centros de enseñanza son subsidiarios, están al servicio de la libertad original de los padres a proveer a la educación de sus hijos según sus convicciones y preferencias.

La escuela concertada no se justifica en que sea mejor o peor que la de titularidad de la Administración pública, sino en que es cualitativamente (de cualidad, no de calidad) distinta. El ideario la hace distinta. La libertad de enseñanza debe suponer la existencia de múltiples idearios entre los que elegir.

El modelo único en educación es un atraso, y la sociedad moderna exige diversidad de escuelas: entre otras cosas, porque la diversidad es fruto de la libre iniciativa, fuente a su vez de la innovación. Si se deja a las escuelas autonomía para adoptar distintos estilos y experimentar ideas, mejorará la calidad de la enseñanza, cosa que difícilmente se consigue con imposiciones desde arriba.

Colaborar con los marxistas en el intento de mejorar el sistema educativo es una ingenuidad. Por más que hablen de democracia, de libertad, de justicia, de igualdad, no podemos pensar que son conceptos que patrocinen, porque su aceptación implica siempre un valor previo, una concepción del hombre y del mundo como ya dados, que para la filosofía marxista no tienen sentido alguno, puesto que lo que postula es precisamente lo contrario: un hombre y un mundo por hacer. Es comprensible que esta realidad no sea fácil de entender: el mismo Marx declaró que, en ocasiones, no tuvo más remedio que hablar de justicia y de libertad a causa —dice él— de la estupidez de sus colaboradores. Si a estos les resultaba difícil de entender, no es extraño que a quienes no comulgan con sus ideas, les resulte aún más difícil. Pero es de esperar que, al menos, no se nos pueda también llamar algún día estúpidos. Porque tendrán doblemente razón para hacerlo.

Aceptar el análisis económico marxista supone, además de una falta de formación meramente económica, aceptar el inicio mismo del planteamiento marxista, que es de una coherencia interna férrea.

Por todas partes se habla de derechos y desde todos los ángulos se clama por la libertad.