19.08.14

El anciano sacerdote al que obligaron a beber gasolina, despeñaron y mutilaron


Entre los asesinados el 19 de agosto de 1936 hay 33 beatos: nueve carmelitas de la caridad de la comunidad de Cullera (Valencia) que murieron cantando al Amor de los amores y, dentro de la misma provincia, tres Hijas de la Caridad -Micaela Hernán Martínez, Rosario Ciércoles Gascón y María Luisa Bermúdez Ruiz-, más un padre jesuita y el abad de la Colegiata de Xàtiva; siete monjes de Montserrat en Barcelona; tres sacerdotes seculares, más cinco hermanos de La Salle en la provincia de Ciudad Real; otros dos religiosos de esa congregación -hermanos Marciano Pascual y Andrés Sergio- en Tortosa (Tarragona); un sacerdote secular -Antoni Pedró- en la provincia de Lleida y otro en la de Ávila.

Una miliciana exigió disparar contra él

Tomás Sitjar Fortiá, de 70 años y oriundo de Girona, ingresó como aspirante en la Compañía de Jesús con 14, según la biografía publicada en Hispania Martyr. En 1936 era superior de la residencia jesuita de Gandía y buscó refugio para los suyos, sin pensar en sí, diciendo: «Por mi causa no quiero comprometer a nadie, y además, soy conocido de todos y por mi defecto en el pie —debía llevar una bota especial— vaya donde vaya no pasaré desapercibido. Que se salven los jóvenes, nosotros, los viejos, en nuestro puesto».

A media noche del 25 de julio, una cuadrilla de milicianos disparaba sobre la puerta de la residencia y cuando les abrieron acusaron al padre Sitjar para amedrentarle:

—Canalla, ¿así nos recibes, a tiros?

—Esos tiros, sois vosotros los que los tiráis.

Quedaron desconcertados. Uno de los milicianos reconoció: «En eso tiene razón este viejo». Le maltrataron a golpes, le arrastraron agarrado por las orejas, y le rasgaron la sotana pretendiendo arrancársela. Le echaron una soga al cuello y lo llevaron a rastras por las calles hasta las Escuelas Pías, antigua universidad, convertida en cárcel, entre aullidos de la multitud y tiroteos al aire de los escopeteros, en son de fiesta. Por el camino cayó tres veces «tuve tres caídas, como Nuestro Señor», diría más tarde, y al entrar en la cárcel una miliciana le dio un fuerte empujón: «Toma, perro cristiano, ¡por canalla!», cayendo de bruces en medio de la sala. Le metieron en una celda con otros presos que le pidieron confesión. A las 10 de la mañana del 26, ingresaban en prisión sus compañeros de comunidad padre Carbonell y hermanos Grimaltos y Gelabert.

Por su estado de salud, llevaron al padre Sitjar al Colegio de las Carmelitas de la Caridad, convertido en hospital. Allí se enteró de que el 2 de agosto habían incendiado la Colegiata de Gandía y que el día 4 habían saqueado la residencia de los jesuitas, convertida en cuartel de Carabineros y luego de la FAI. El 10 de agosto volvió a la cárcel. Sus compañeros de celda le preguntaron si había esperanzas de liberación. Sitjar les disuadió: «Para nosotros no hay más auxilio que el de la Virgen Santísima». La noche del 17 de agosto una cuadrilla intentó asaltar la cárcel y asesinar a sus 38 presos, pero el comité, que tenía algunos parientes y recomendados entre ellos, no se lo permitió de momento. El 19 fueron a buscar al padre Tomás Sitjar y a los seglares católicos Juan Cruañes y Juan Botella. Se los llevaron en coche por la carretera de Albaida, y pasado el puente de Bernissa, junto a Palma de Gandía, les fusilaron en la falda del olivar llamado La Cruz Blanca. Contra el padre Tomás exigió disparar una miliciana. El padre Carbonell y los hermanos Gelabert y Grimaltós morirían el 23 de agosto en Tavernes de Valldigna.

El “abad de los pobres”

Francisco de Paula Ibáñez Ibáñez, de 59 años y natural de Penáguila (Alicante), estudió en el Seminario de Valencia con tanta brillantez que mereció una beca en el Colegio Mayor de la Presentación, fundado por Santo Tomás de Villanueva. Era doctor en Sagrada Teología y licenciado en Filosofía y Letras, y se especializó en estudios de archivística. Fue párroco en Muro de Alcoy (Alicante) y Almácera (Valencia), y finalmente abad de la Colegiata de Xàtiva (Valencia), donde fue apodado «abad de los pobres». Expulsado de la casa abadía y obligado a dejar la ciudad al estallar la guerra, marchó a Piles (Valencia), cerca de Gandía. Se dirigió luego a Valencia, a tomar el tren de Alcoy, con intención de refugiarse en Penáguila (Alicante), su pueblo natal. Pero al pasar el tren por Xàtiva, fue reconocido, detenido y presentado ante el comité revolucionario local. Le arrebataron todo cuanto llevaba encima y le retuvieron hasta la comparecencia del sacristán de La Seo, que tenía en su poder un cheque, firmado hacía dos días por el abad, para que pagase la nómina de los sacerdotes y empleados de la colegiata. Ya en su poder el documento y todo cuanto pudieron sustraer, simularon dejarle en libertad, después de darle el dinero justo para continuar el viaje hasta Penáguila. Al llegar el tren a Agres (Alicante) unos milicianos lo secuestraron y, en un coche, lo llevaron al Pont dels Gosos (puente de los perros), en el término municipal de Llosa de Ranes (Valencia), donde lo fusilaron.

Lo desnudaron, le sacaron los ojos, la lengua y los genitales

Damián Gómez Jiménez, de 65 años y natural de Solana de Rioalmar (Ávila), era sacerdote desde 1895. Su último destino fue la parroquia de Mombeltrán (Ávila) desde 1911, donde era regente, ecónomo y párroco. Aunque el Frente Popular se incautó de los templos, no profanaron la Eucaristía. A quienes animaban al párroco a huir, les contestaba —según Andrés Sánchez, quien opina que «quizá ningún otro sacerdote abulense de los 29 asesinados por los milicianos comunistas fuera sometido a sufrimientos tan crueles y refinados»:

—Conmigo no se meterán. Les he favorecido mucho a todos. Además, ya soy viejo y estoy enfermo.

Desde el 2 de agosto le obligaron a vivir en la casa rectoral. El 19, algunos vecinos, acompañando a una veintena de milicianos forasteros, fueron a buscarlo con armas:

—Usted no se preocupe. Le vamos a llevar al comité para que preste unas declaraciones. No le pasará nada.

No le permitieron coger el bastón con que se ayudaba a andar. En el comité lo registraron y se lo llevaron a empujones a una camioneta. A mediodía salió, rodeado de siete u ocho milicianos, hacia el puerto del Pico. De camino, le maltrataban:

Dinos un sermón. Blasfema. Repite estas palabras.

Al pasar por Cuevas del Valle, a mitad de camino de los diez kilómetros de subida, el sacerdote pidió de beber y le dieron gasolina, que le obligaron a beber con un embudo. Ya en el puerto, como el sacerdote era corpulento y estaba enfermo, uno de los milicianos simuló ayudarle a bajar abriendo sus brazos, y se apartó cuando Gómez se arrojó, fracturándose la pierna izquierda. Según algunos relatos, lo desnudaron, lo arrastraron y despeñaron. Tras varias horas de tormento, le aseguraron:

—Te vamos a llevar a casa.

—Bueno, y… allí me curan.

Pero en lugar de eso bajaron por la otra vertiente hacia San Esteban del Valle y, al cruzar un camino a Villarejo, lo arrojaron en marcha de la camioneta. Como no podía moverse, lo colocaron junto a una piedra y dispararon contra él. Eran las siete de la tarde. Según escribió un testigo, «tenía dos tiros, uno en el corazón y el otro en la masa encefálica. Además presentaba saltadura de ojos, lengua arrancada, rotura de piernas y extracción de sus partes». El cadáver quedó abandonado hasta que unos cabreros de Villarejo dieron parte de dónde estaba, y fue sepultado allí mismo. Después de conquistado el pueblo por los nacionales, el 12 de octubre, fue trasladado a Mombeltrán.

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