Pepe, el cura de la villa

 

Hace ya casi un año escribí acerca de los curas villeros de Buenos Aires a raíz de la lectura de un libro que un buen amigo argentino me había regalado. Advirtiendo, de entrada, que mis únicas fuentes eran dicho libro y que no descartaba que otros datos me hicieran matizar mis opiniones, expliqué mis impresiones: las motivaciones que impulsaban el fenómeno, sus muchos claros y también algunos oscuros, en relación principalmente con ciertas contaminaciones políticas y sobre todo con ciertas complicidades de algunos sacerdotes con la violencia política que sacudió Argentina principalmente en los años 70.

Ahora he leído el libro Pepe, el cura de la Villa, de la misma autora, Silvina Premat, que en esta ocasión se centra en la persona de uno de los curas villeros más conocidos, especialmente a raíz de las amenazas de muerte de los traficantes de droga que le obligaron a dejar por un tiempo la villa 21-24 de Barracas.

Mi impresión, e insisto en que no vivo allí y lo que escribo lo hago basándome en el libro citado, es que la purificación de elementos ideológicos que habían contaminado a ciertos curas villeros ha seguido su curso. Sí, pueden aún encontrarse algunas referencias políticas conflictivas (más allá de, por ejemplo, la referencia a Evita que, a los no argentinos nos resulta algo chocante). Pero el retrato del Padre Pepe que nos ofrece el libro es, ante todo, el de un pastor de almas, alguien cuyo fin es salvar personas, haciendo a Cristo presente en sus vidas, y no cualquier tipo de utopía política. Evidentemente, hay que bregar con el mundo de la política, para que te permitan abrir un centro de acogida, construir una capilla o encontrar apoyos para sacar de la droga a tu gente, pero sin dejarse enredar nunca en él (algo que el Padre Pepe, a pesar de las muchas ofertas, ha intentado siempre evitar).

Así, el perfil sacerdotal destaca con claridad: amor a la Virgen, San Francisco de Asís (que se hizo pintar en su el día de su ordenación sacerdotal), Don Bosco (su pedagogía preventiva inspira toda la obra del Padre Pepe, la Madre Teresa, a quien conoció personalmente (un parroquiano recuerda en el libro que “en las misas o en las reuniones siempre dice algo que aprendió de la Madre Teresa”), las devociones populares y procesiones, tan presente, el catecismo, la vida de oración, la eucaristía. Aparece un cura cercano, que vive con la gente, compartiendo sus problemas, pero sin nunca dejar de ser el sacerdote y párroco que es, alguien que no le cierra las puertas a nadie, al contrario, pero que tampoco edulcora las cosas y puede tener palabras fuertes contra el pecado. Al respecto, me ha sorprendido gratamente su claridad al atacar a las sectas evangélicas. La autora recoge el siguiente comentario al respecto: “¿No te parece que sos demasiado duro con las sectas?” le preguntó al sacerdote un vecino. “Hay que ser claros. Están diciendo que lo que nos enseñaron nuestros padres o abuelos católicos es mentira”, respondía”.

Otro de los aspectos que me parecen clave es que, de la lectura de este libro, uno puede ver cómo el Padre Pepe consigue que la parroquia sea una gran familia, unida por el amor a Cristo y a su Madre. Me ha llamado la atención también cómo acepta y respeta las tradiciones religiosas de sus feligreses, muchos de ellos, habitantes de la Villa 21-24, de origen paraguayo. La labor hecha por los Exploradores, una especie de boy scouts adaptados a la realidad de la villa, es también digna de admiración. Otro rasgo que destaca es la confianza en la Providencia: cuando se trabaja en las condiciones en que trabajan en las villas no hay ninguna duda de que es Dios, no los hombres, ni siquiera uno con tanto carisma como el Padre Pepe, el que lo hace todo. Ah! y todo esto con alegría, porque aunque la vida en las villas pueda tener momentos de extrema dureza, en la que la muerte te roza, el Padre Pepe afirma que en las villas también se disfruta de la vida, de los amigos, de las alegrías.

Para acabar, una reflexión que fue la misma que me vino a la cabeza tras leer las biografías de San Francisco de Asís y de San Antonio de Padua (aunque, y lo digo para mis amigos portugueses, era lisboeta) y contemplar los inicios de los franciscanos: humanamente hablando, la probabilidad de que aquello hubiera acabado fatal era altísima, sólo un milagro podía salvar a los franciscanos de caer en mil y una herejías y distorsiones. Pero el milagro sucedió. Algo parecido he pensado al leer sobre la vida y obra del Padre Pepe.