Opinión

 

El síndrome de la selfie (y III)

 

Estamos mamando la cultura selfie, resulta que, llevados al extremo por un cínico exhibicionismo atroz y desmedido de que se hace gala, ya no podemos ir tranquilos por la calle sin ser abordados por la gente selfie

 

 

29/06/2018 | por Jordi-Maria d'Arquer


 

 

Como quiera que, por cuanto llevamos dicho, estamos mamando la cultura selfie (Jacques Philippe la denomina “de la selfie”) resulta que, llevados al extremo por un cínico exhibicionismo atroz y desmedido de que se hace gala, ya no podemos ir tranquilos por la calle sin ser abordados por la gente selfie. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, da igual, de todas las edades, ¡incluso niños!, que se te colocan delante cuando menos lo esperas, capaces de andar frotando los meos de perro de la pared para no apartarse ni que les corresponda. Eso les enseñan sus padres, por lo que se advierte cuando van con ellos de paseo por “su” territorio, donde las reglas las ponen ellos. Hace tan solo unos años era mal visto llamar excesivamente la atención, había que ser discreto; pero hemos llegado a un punto en que lo morrocotudo es “in”, atractivo, sulfurante, guay, y por tanto retribuible y retribuido: que da y genera dinero, vaya… Resulta excitante, para la gente selfie, ir por el mundo provocando a quien les plazca, hasta a la multitud indiscriminadamente. Y si el antojo es feo y chabacano, mejor, más morbo. Pero, escondida debajo de ese caparazón de pretendida brillantez, se esconde en realidad la también insignia del momento: la inseguridad; tan abismal que llega a conformar una personalidad débil, pobre y acomplejada. A la gente selfie le quitas el apodo selfie y se queda en nada, en calderilla; en gentecilla que no sirve pa ná. “Street is yours!”, “¡la calle es tuya!”, les grita la irresponsable publicidad de una marca de ropa vaquera. Y ellos se lo creen… Hasta que se dan de bruces: ese momento inevitable en que es la vida la que se te planta delante y te canta las cuarenta dejándote K.O. Vivir esa vida, alimentada por esa mala publicidad, los deja marcados con su propia “marca personal” que tanto han bruñido, con una personalidad ficticia, de manera que, al verse tan lejos de ella, se les amarga la existencia antes, mientras y después. Con lo fácil (si es que es fácil) que hubiera sido ser feliz con la propia realidad, lo que se tenía y lo que se era, para, partiendo de ella, empezar la obligada y deseable lucha cotidiana por la autosuperación, tendiendo incluso hacia el propio sueño, pero siendo realistas y no vivirlo por adelantado. Por eso se imponen, para reafirmarse, pues su apabullante complejo les canta la impotencia de su gran mentira que no se sostiene sola. Están ya hasta en la sopa. Pero una sociedad así no puede subsistir mucho sin estallar; y estallará más pronto que tarde. ¿Quién será culpable?