Servicio diario - 10 de abril de 2020


 

Padre Raniero Cantalamessa: “Dios participa en nuestro dolor para vencerlo”
Rosa Die Alcolea

Adoración de la cruz “que salvó al mundo”, en la Basílica de San Pedro
Rosa Die Alcolea

Meditaciones del Via Crucis desde la cárcel de Padua – Texto completo
Redacción

Via Crucis 2020: Catorce personas hacen actual la Pasión de Jesús en sus vidas
Rosa Die Alcolea

Sábado Santo: El Papa se unirá a la oración online ante la Sábana Santa
Rosa Die Alcolea

Agradecimiento del Papa a los autores del ‘Via Crucis’ que rezará este Viernes Santo
Rosa Die Alcolea

Píldoras de esperanza (11): “Si es a mí a quien buscan, dejen que estos se vayan”
Ricardo Grzona

El Papa nombra al secretario adjunto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral
Redacción

Campanadas en las iglesias españolas para “anunciar la resurrección y la esperanza”
Rosa Die Alcolea

Monseñor Arizmendi: La Vigilia Pascual es la “fiesta de las fiestas, noche de las noches”
Felipe Arizmendi Esquivel

“El mejor de los tiempos”, por el padre Nigel Woolle
Redacción

Santa Gemma Galgani, 11 de abril
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

Padre Raniero Cantalamessa: “Dios participa en nuestro dolor para vencerlo”

Homilía en la Pasión del Señor
(zenit – 10 abril 2020).- “La pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia”.

Como es costumbre en el Vaticano, el franciscano Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, pronuncia la homilía en la ceremonia de la Pasión del Señor, celebrada en la Basílica de San Pedro. Es el capuchino italiano quien predica al Pontífice y a los sacerdotes de la Curia Romana durante la Cuaresma cada año.

Esta tarde, 10 de abril de 2020, el padre Cantalamessa ha acercado el sufrimiento de Cristo en la cruz a nuestros días, en este momento de dolor e incertidumbre por la crisis sanitaria y social que ha causado el coronavirus. “Dios participa en nuestro dolor para vencerlo”, ha asegurado, “es aliado nuestro, no del virus”.

“La cruz de Cristo”, ha reflexionado sobre la situación actual, “ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición”. Y ha recordado que “Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de ‘sacramento universal de salvación’ para el género humano”.

 

“Recordarnos que somos mortales”

El francisano ha expuesto que “tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir del ‘exilio de la conciencia’ y ha observado que ha bastado “el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos”.

En este contexto, el franciscano ha destacado los aspectos positivos de la pandemia: “¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor?”, aseguró el padre Cantalamessa. “Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras”.

“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús. El padre Cantalamessa ha dado un mensaje de esperanza: “Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!”.

Sigue la homilía completa del padre Raniero Cantalamessa, publicada en español por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.

***

 

Homilía de Raniero Cantalamessa

 

«TENGO PROYECTOS DE PAZ, NO DE AFLICCIÓN»

San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen[1]. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da.

Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre” (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5).

Pero hay un efecto que la situación que se está dando nos ayuda a reflexionar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si Él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.

Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí” (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! “Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo”[2]. Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género humano.

* * *

¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar.

La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir “del exilio de la conciencia”[3]. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. “El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen” (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!

Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.

Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! “Tengo proyectos de paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien”[4].

¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”.

* * *

El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio” [5]. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la “recesión” que más debemos temer.

De las espadas forjarán arados,

de las lanzas, podaderas.

No alzará la espada pueblo contra pueblo,

no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).

Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad.

* * *

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!” (Sal 44,24.27). “Señor, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto –le dijo a Nicodemo– así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una “serpiente” venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue “levantado” por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.

“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!

 

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  • Moralia in Job, XX,1.
  • Salvifici doloris, 23
  • https://blogs.timesofisrael.com/coronavirus-a-spiritual-message-from-brooklyn)
  • Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236).
  • Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños).
  • S. tomás de aquino, S.Th. II-II, q.83, a.2.

 

 

 

 

Adoración de la cruz “que salvó al mundo”, en la Basílica de San Pedro

El Papa celebra la Pasión del Señor
(zenit – 10 abril 2020).- “Esta es la cruz de madera sobre la que colgó la salvación del mundo. Venid a adorarla”. El crucifijo milagroso de San Marcelo ha presidido la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro, que ha oficiado el Papa Francisco este Viernes Santo.

A las 18 horas en Roma, el Santo Padre ha llegado al Altar de la Cátedra en procesión, dentro de una Basílica Vaticana casi vacía, con solemne silencio para la ceremonia. Frente a la cruz, tapada con un velo, se ha postrado, tumbándose boca abajo, bajo los escalones del presbiterio, en oración.

Durante la Liturgia de la Palabra tres sacerdotes han leído el relato de la Pasión según san Juan y luego el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, ha pronunciado la homilía. “Dios participa en nuestro dolor para vencerlo”, ha asegurado, “es aliado nuestro, no del virus”.

 

Oración universal

Después de la meditación del franciscano italiano, el Pontífice ha presidido la oración universal: ha invocado oraciones por la Santa Iglesia, por el Papa, por todas las órdenes sagradas y todos los fieles, por los catecúmenos, por la unidad de todos los cristianos, por los hebreos, por las personas que no son cristianas, por los no creyentes, por los gobernante, por los tripulantes en la época de la epidemia y por los tripulantes.

Llegada la tercera parte de la celebración litúrgica, el diácono ha descubierto en tres tiempos la cruz, invitando a la adoración a todos los fieles. Así, al quedar expuesta totalmente, el Papa se ha acercado para adorarla en silencio, y tras besar los pies del Cristo crucificado, ha rodeado la cruz y sujetándose al madero, se ha inclinado en señal de alabanza.

 

Cristo de San Marcelo

El Cristo de San Marcelo ha sido protagonista este Viernes Santo en la celebración vaticana. La imagen de manera del siglo XIV, preside las celebraciones litúrgicas en esta Semana Santa en el Vaticano, por deseo del Papa Francisco, así como el icono de la Virgen “Salud del Pueblo Romano”, como en la oración del Santo Padre por el fin de la pandemia el 27 de marzo, en la plaza de San Pedro.

El crucifijo milagroso escapó del fuego de 1519 y que fue llevado por Roma en procesión para detener la “Gran plaga”. Es una obra que ha pasado por la historia de la Ciudad Eterna, llena de dolor, oraciones, esperanzas y devoción. Ha sido un punto de referencia en momentos particularmente dramáticos en la vida de los romanos en los siglos pasados.

 

 

 

 

Meditaciones del Via Crucis desde la cárcel de Padua – Texto completo

Por primera vez en la plaza de San Pedro

 

Introducción

Las meditaciones del Via Crucis de este año han sido propuestas por la capellanía del Centro Penitenciario de cumplimiento Due Palazzi de Padua. Aceptando la invitación del Papa Francisco, catorce personas meditaron sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, actualizándola en su propia vida. Entre ellas figuran cinco personas detenidas, una familia víctima de un delito de homicidio, la hija de un hombre condenado a cadena perpetua, una educadora de instituciones penitenciarias, un juez de vigilancia penitenciaria, la madre de una persona detenida, una catequista, un fraile voluntario, un agente de policía penitenciaria y un sacerdote que fue acusado y ha sido absuelto definitivamente por la justicia, tras ocho años de proceso ordinario.

Acompañar a Cristo en el Camino de la Cruz, con la voz ronca de la gente que vive en el mundo de las cárceles, da la oportunidad para asistir al prodigioso duelo entre la vida y la muerte, descubriendo cómo los hilos del bien se entretejen inevitablemente con los hilos del mal. La contemplación del Calvario detrás de las rejas es creer que toda una vida se puede poner en juego en unos breves instantes, como le sucedió al buen ladrón. Bastará llenar esos instantes de verdad: el arrepentimiento por la culpa cometida, la convicción de que la muerte no es para siempre, la certeza de que Cristo es el inocente injustamente escarnecido. Todo es posible para el que cree, porque también en la oscuridad de las cárceles resuena el anuncio lleno de esperanza: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Si alguien le estrecha la mano, el hombre que fue capaz del crimen más horrendo podrá ser el protagonista de la resurrección más inesperada. Con la certeza de que «incluso cuando contamos el mal podemos aprender a dejar espacio a la redención, podemos reconocer en medio del mal el dinamismo del bien y hacerle sitio» (Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2020).

De este modo, el Via Crucis se convierte en un Via Lucis.

Los textos, recogidos por el capellán D. Marco Pozza y la voluntaria Tatiana Mario, fueron escritos en primera persona, pero se ha optado por no poner el nombre. Quien participó en esta meditación quiso prestar su voz a todos los que comparten la misma condición en el mundo. En esta tarde, en el silencio de las prisiones, la voz de uno desea convertirse en la voz de todos.

 

Oremos

Oh Dios, Padre todopoderoso,
que en tu Hijo Jesucristo
asumiste las llagas y los sufrimientos de la humanidad,
hoy tengo la valentía de suplicarte, como el ladrón arrepentido:
“¡Acuérdate de mí!”.
Estoy aquí, solo ante Ti, en la oscuridad de esta cárcel, pobre, desnudo, hambriento y despreciado,
y te pido que derrames sobre mis heridas el aceite del perdón y del consuelo
y el vino de una fraternidad que reconforta el corazón.
Sáname con tu gracia y enséñame a esperar en la desesperación.
Señor mío y Dios mío, yo creo, ayúdame en mi incredulidad. Padre misericordioso, sigue confiando en mí,
dándome siempre una nueva oportunidad, abrazándome en tu amor infinito.
Con tu ayuda y el don del Espíritu Santo, yo también seré capaz de reconocerte y de servirte en mis hermanos.

Amén.

 

I estación

Jesús es condenado a muerte

* (Meditación de una persona condenada a cadena perpetua)

Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23,20-25).

Muchas veces, en los tribunales y en los periódicos, resuena ese grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Es un grito que también escuché referido a mí: fui condenado, junto con mi padre, a la pena de cadena perpetua. Mi crucifixión comenzó cuando era niño. Si pienso en ello, me veo acurrucado en el autobús que me llevaba a la escuela, marginado por mi tartamudez, sin relacionarme con nadie. Inicié a trabajar desde pequeño, sin tener posibilidad de estudiar. La ignorancia pudo más que mi ingenuidad. Después, el acoso le robó destellos de infancia a aquel niño nacido en la Calabria de los años setenta. Me parezco más a Barrabás que a Cristo y, sin embargo, la condena más feroz sigue siendo la de mi propia conciencia. De noche abro los ojos y busco desesperadamente una luz que ilumine mi historia.

Cuando estoy encerrado en la celda y releo las páginas de la Pasión de Cristo, comienzo a llorar. Después de veintinueve años en la cárcel, aún no he perdido la capacidad de llorar, de avergonzarme de mi historia pasada, del mal cometido. Me siento Barrabás, Pedro y Judas en una única persona. Me da asco el pasado, aun sabiendo que es mi propia historia. Viví años sometido al régimen de aislamiento previsto por el artículo 41-bis (de la Ley del sistema penitenciario italiano) y mi padre murió bajo esas mismas condiciones. Muchas veces, de noche, lo oía llorar en la celda. Lo hacía a escondidas, pero yo me daba cuenta. Ambos estábamos en una oscuridad profunda. Pero en esa no-vida, siempre busqué algo que fuera vida. Es extraño decirlo, pero la cárcel fue mi salvación. No me enfado si soy todavía Barrabás para alguien. Percibo en el corazón, que ese Hombre inocente, condenado como yo, vino a buscarme a la cárcel para educarme a la vida.

Señor Jesús, a pesar de los fuertes gritos que nos distraen, te vislumbramos entre la multitud de cuantos vociferan que debes ser crucificado, y tal vez entre ellos estamos también nosotros, inconscientes del mal del que podemos llegar a ser capaces. Desde nuestras celdas, queremos pedir a tu Padre por quienes, como Tú, están condenados a muerte, y por cuantos quieren remplazar todavía tu juicio supremo.

Oremos

Oh Dios, que amas la vida, siempre nos das una nueva oportunidad a través de la reconciliación para que gustemos tu misericordia infinita, te suplicamos que infundas en nosotros el don de la sabiduría, para que consideremos a cada hombre y a cada mujer como templo de tu Espíritu, y respetemos su dignidad inviolable. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

II estación

Jesús con la cruz a cuestas

* (Meditación de dos padres cuya hija fue asesinada)

Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo (Mc 15,16-20).

En ese verano horrible, nuestra vida de padres murió junto a la de nuestras dos hijas. Una fue asesinada con su mejor amiga por la violencia ciega de un hombre sin piedad; la otra, que sobrevivió de milagro, fue privada para siempre de su sonrisa. Nuestra vida ha sido una vida de sacrificios, cimentada en el trabajo y la familia. Enseñamos a nuestros hijos el respeto por el otro y el valor del servicio hacia el que es más pobre. A menudo nos preguntamos: “¿Por qué a nosotros este mal que nos ha devastado?”. No encontramos paz; tampoco la justicia, en la que siempre hemos creído, fue capaz de curar las heridas más profundas. Nuestra condena al sufrimiento durará hasta el final.

El tiempo no alivió el peso de la cruz que nos pusieron sobre los hombros, es imposible olvidar a quien hoy ya no está. Somos ancianos, cada vez más desvalidos, y somos víctimas del peor dolor que pueda existir: sobrevivir a la muerte de una hija.

Es difícil decirlo, pero en el momento en que parece que la desesperación toma el control, el Señor nos sale al encuentro de diferentes maneras, dándonos la gracia de amarnos como esposos, sosteniéndonos el uno al otro, a pesar de las dificultades. Él nos invita a tener abierta la puerta de nuestra casa al más débil, al desesperado, acogiendo a quien llama aunque sólo sea por un plato de sopa. Haber hecho de la caridad nuestro mandamiento es para nosotros una forma de salvación, no queremos rendirnos ante el mal. En efecto, el amor de Dios es capaz de regenerar la vida porque, antes que nosotros, su Hijo Jesús experimentó el dolor humano para poder sentir ante el mismo la justa compasión.

Señor Jesús, nos hace tanto mal verte golpeado, despreciado y despojado, víctima inocente de una crueldad inhumana. En esta noche de dolor, nos dirigimos suplicantes a tu Padre para confiarle a todos los que han sufrido violencias e injusticias.

Oremos

Oh Dios, justicia y redención nuestra, que nos diste a tu único Hijo glorificándolo en el trono de la Cruz, infunde tu esperanza en nuestros corazones para reconocerte presente en los momentos oscuros de nuestra vida. Consuélanos en toda aflicción y sostennos en las pruebas, mientras esperamos tu Reino. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

III estación

Jesús cae por primera vez

* (Meditación de una persona detenida)

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (Is 53,4-6).

Fue la primera vez que caí, pero esa caída fue para mí la muerte: le quité la vida a una persona. Un día fue suficiente para pasar de una vida irreprochable a cumplir un gesto que encierra la violación de todos los mandamientos. Me siento la versión moderna del ladrón que implora a Cristo: «¡Acuérdate de mí!». Más que arrepentido, lo imagino como uno que es consciente de estar en el camino equivocado. De mi infancia, recuerdo el ambiente frío y hostil en el que crecí. Bastaba descubrir una fragilidad en el otro para traducirla en una forma de diversión. Buscaba amigos sinceros, buscaba ser aceptado tal como era, sin poder lograrlo. Sufría por la felicidad de los demás, sentía que todo eran obstáculos, me pedían sólo sacrificios y reglas que respetar. Me sentí un extraño para todos y busqué, a cualquier precio, mi venganza.

No me di cuenta que el mal, lentamente, crecía dentro de mí. Hasta que una tarde, sobrevino mi hora de las tinieblas: en un momento, como una avalancha, se desencadenaron dentro de mí los recuerdos de todas las injusticias sufridas en la vida. La rabia asesinó a la amabilidad, cometí un mal inmensamente mayor a todos los que había recibido. Después, en la cárcel, el insulto de los demás se convirtió en desprecio hacia mí mismo. Bastaba poco para acabar con todo, estaba al límite. También conduje a mi familia al precipicio, por mi causa perdieron su apellido, el honor, se convirtieron solamente en la familia del asesino. No busco excusas ni rebajas, expiaré mi pena hasta el último día porque en la cárcel he encontrado gente que me ha devuelto la confianza que perdí.

Mi primera caída fue pensar que en el mundo no existiese la bondad. La segunda, el homicidio, fue casi una consecuencia; ya estaba muerto por dentro.

Señor Jesús, Tú también caíste por tierra. La primera vez es quizá la más dura porque todo es nuevo; el golpe es fuerte y prevalece el desconcierto. Confiamos a tu Padre a quienes se cierran en sus propias razones y no logran reconocer las culpas cometidas.

Oremos

Oh Dios, que levantaste al hombre de su caída, te suplicamos: ven en ayuda de nuestra debilidad y concédenos ojos capaces de contemplar los signos de tu amor que están diseminados en nuestra vida cotidiana. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

IV estación

Jesús encuentra a su madre

* (Meditación de la madre de una persona detenida)

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (Jn 19,25-27).

Cuando condenaron a mi hijo, ni siquiera por un instante tuve la tentación de abandonarlo. El día que lo arrestaron toda nuestra vida cambió, toda la familia entró con él en la prisión. Todavía hoy, el juicio de la gente no se aplaca, es una cuchilla afilada. Los dedos que nos señalan aumentan el sufrimiento que ya llevamos en el corazón.

Las heridas empeoran con el pasar de los días, quitándonos hasta la respiración.

Percibo la cercanía de la Virgen. Me ayuda a no dejarme vencer por la desesperación, a soportar la malicia. Encomendé a mi hijo a María; solamente a ella le puedo confiar mis miedos, puesto que ella misma los experimentó mientras subía al Calvario. En su corazón sabía que su Hijo no podría escapar de la crueldad del hombre, pero no lo abandonó. Estaba allí, compartiendo su dolor, haciéndole compañía con su presencia. Imagino que Jesús, levantando la mirada, encontró sus ojos llenos de amor, y no se sintió nunca solo.

Yo también quiero hacer eso.

Cargué con las culpas de mi hijo, también pedí perdón por mis responsabilidades. Imploro para mí la misericordia que sólo una madre puede experimentar, para que mi hijo pueda volver a vivir después de haber expiado su pena. Rezo continuamente por él para que, día tras día, pueda convertirse en un hombre distinto, capaz de amarse nuevamente a sí mismo y a los demás.

Señor Jesús, el encuentro con tu Madre en el camino de la cruz es quizá el más conmovedor y doloroso. Entre su mirada y la tuya ponemos la de todos los familiares y amigos que se sienten destrozados e impotentes por la suerte de sus seres queridos.

Oremos

Oh María, madre de Dios y de la Iglesia, fiel discípula de tu Hijo, nos dirigimos a ti para confiar a tu mirada amorosa y al cuidado de tu corazón maternal el grito de la humanidad que gime y sufre, mientras espera el día en que se enjugarán todas las lágrimas de nuestros rostros. Amén.

 

V estación

El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz

* (Meditación de una persona detenida)

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).

Con mi trabajo, ayudé a generaciones de niños a caminar erguidos. Después, un día, me encontré tirado por tierra. Fue como si me hubieran roto la columna. Mi trabajo se volvió el pretexto de una acusación infamante. Entré en la cárcel, la cárcel entró en mi casa. Desde entonces me convertí en un vagabundo por la ciudad; perdí mi nombre, me llaman con el nombre del delito por el que la justicia me acusa, ya no soy el dueño de mi vida. Cuando lo pienso, me vuelve a la mente ese niño con los zapatos rotos, los pies mojados, la ropa usada; una vez, yo era ese niño. Después, un día, el arresto: tres hombres uniformados, un rígido protocolo, la cárcel que me traga vivo en su cemento.

La cruz que me cargaron en la espalda es pesada. Con el pasar del tiempo aprendí a convivir con ella, a mirarla a la cara, a llamarla por su nombre. Pasamos noches enteras haciéndonos compañía mutuamente. Dentro de las cárceles, a Simón de Cirene lo conocen todos; es el segundo nombre de los voluntarios, de quien sube a este calvario para ayudar a cargar una cruz. Es gente que rechaza las leyes de la manada poniéndose a la escucha de la conciencia. Además, Simón de Cirene es mi compañero de celda. Lo conocí la primera noche que pasé en la cárcel. Era un hombre que había vivido durante años en un banco, sin afectos ni ingresos. Su única riqueza era una caja de dulces. Él, aun cuando era goloso, insistió que la llevase a mi mujer la primera vez que vino a verme. Ella comenzó a llorar por ese gesto tan inesperado como afectuoso.

Estoy envejeciendo en la cárcel. Sueño con volver a confiar en el hombre algún día, con convertirme en un cirineo de la alegría para alguien.

Señor Jesús, desde el momento de tu nacimiento hasta el encuentro con un desconocido que te llevó la cruz, quisiste tener necesidad de nuestra ayuda. También nosotros, como el Cirineo, queremos hacernos prójimos de nuestros hermanos y hermanas, y colaborar con la misericordia del Padre para aliviar el yugo del mal que los oprime.

Oremos

Oh Dios, defensor de los pobres y consuelo de los afligidos, protégenos con tu presencia y ayúdanos a llevar cada día el dulce yugo de tu mandamiento del amor. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

VI estación

La Verónica enjuga el rostro de Jesús

* (Meditación de una catequista de la parroquia)

Oigo en mi corazón:

«Buscad mi rostro».

Tu rostro buscaré, Señor.

No me escondas tu rostro.

No rechaces con ira a tu siervo,

que Tú eres mi auxilio;

no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación (Sal 27,8-9).

Como catequista enjugo muchas lágrimas, dejándolas correr. No se puede encauzar el desbordamiento de los corazones desgarrados. Muchas veces encuentro hombres desesperados que, en la oscuridad de la prisión, buscan un porqué al mal que les parece infinito. Esas lágrimas tienen el sabor del fracaso y de la soledad, del remordimiento y de la falta de comprensión. Con frecuencia imagino a Jesús en la cárcel, en mi lugar: ¿Cómo enjugaría esas lágrimas? ¿Cómo calmaría la angustia de esos hombres que no encuentran una salida a aquello en lo que se han convertido sucumbiendo al mal?

Encontrar una respuesta es un ejercicio arduo, a menudo incomprensible para nuestras pequeñas y limitadas lógicas humanas. El camino que me sugiere Cristo es contemplar esos rostros desfigurados por el sufrimiento sin tener miedo. Me pide quedarme allí, a su lado, respetando sus silencios, escuchando su dolor, buscando mirar más allá de los prejuicios. Exactamente como Cristo mira nuestras fragilidades y nuestros límites, con ojos llenos de amor. A cada uno, también a las personas que están recluidas, se nos ofrece cada día la posibilidad de convertirnos en personas nuevas, gracias a esa mirada que no juzga, sino que infunde vida y esperanza.

Y, de ese modo, las lágrimas derramadas pueden transformarse en el germen de una belleza que era incluso difícil imaginar.

Señor Jesús, la Verónica tuvo compasión de Ti, encontró un hombre que estaba sufriendo y descubrió el rostro de Dios. En la oración confiamos a tu Padre a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo que siguen enjugando las lágrimas de muchos hermanos nuestros.

Oremos

Oh Dios, luz verdadera y fuente de la luz, que en la debilidad revelas la omnipotencia y la radicalidad del amor, imprime tu rostro en nuestros corazones, para que sepamos reconocerte en los padecimientos de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

VII estación

Jesús cae por segunda vez

* (Meditación de una persona detenida)

Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte (Lc 23,34).

Cuando pasaba delante de una cárcel, miraba para otro lado: “Bueno, yo no acabaré nunca ahí dentro”, me decía a mí mismo. Las veces que la miraba respiraba tristeza y oscuridad, me parecía que pasaba junto a un cementerio de muertos vivientes. Un día acabé entre rejas, junto con mi hermano. Como si no fuera suficiente, también conduje allí dentro a mi padre y a mi madre. La cárcel, que era para mí como un país extranjero, se convirtió en nuestra casa. En una celda estábamos nosotros, los hombres, en otra nuestra madre. Los miraba, sentía vergüenza de mí mismo, ya no podía llamarme hombre. Están envejeciendo en la prisión por mi culpa.

Caí en tierra dos veces. La primera cuando el mal me cautivó y yo sucumbí. Traficar con droga, en mi opinión, valía más que el trabajo de mi padre, que se deslomaba diez horas al día. La segunda fue cuando, después de haber arruinado a la familia, empecé a preguntarme: “¿Quién soy yo para que Cristo muera por mí?”. El grito de Jesús —«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»lo leo en los ojos de mi madre, que asumió la vergüenza de todos los hombres de la casa para salvar a la familia. Y tiene el rostro de mi padre que se desesperaba de manera escondida en la celda. Sólo ahora soy capaz de admitirlo; en aquellos años no sabía lo que hacía. Ahora que lo sé, con la ayuda de Dios estoy intentando reconstruir mi vida. Lo debo a mis padres, que años atrás subastaron nuestras cosas más queridas porque no querían que estuviese en la calle. Lo debo sobre todo a mí mismo, pues la idea de que el mal siga controlando mi vida es insoportable. Esto se ha convertido en mi vía crucis.

Señor Jesús, estás otra vez caído por tierra, fatigado por mi apego al mal, por mi miedo a no lograr ser una persona mejor. Con fe nos dirigimos a tu Padre y le pedimos por todos los que todavía no han podido huir del poder de Satanás, del atractivo de sus obras y de sus mil formas de seducción.

Oremos

Oh Dios, que no nos abandonas en las tinieblas y en las sombras de la muerte, sostiene nuestra debilidad, líbranos de las cadenas del mal y protégenos con el escudo de tu poder, para que podamos cantar eternamente tu misericordia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

VIII estación

Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

* (Meditación de la hija de un hombre condenado a cadena perpetua)

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”» (Lc 23,27-30).

Como hija de una persona detenida, en algunas ocasiones me preguntaron: “Usted siente gran afecto por su papá, ¿piensa alguna vez en el dolor que su padre causó a las víctimas?”. En todos estos años, jamás eludí la respuesta; les digo: “Cierto, es imposible dejar de pensar en ello”. Después, yo también les hago otra pregunta: “¿Habéis pensado alguna vez que, entre todas las víctimas de las acciones de mi padre, yo fui la primera? Hace veintiocho años que estoy cumpliendo la condena de crecer sin padre”. Durante todos estos años viví con rabia, inquietud, tristeza. Su ausencia es cada vez más dura de soportar. Crucé Italia, de sur a norte, para estar a su lado. Conozco las ciudades no por sus monumentos sino por las cárceles que visité. Me parece que soy como Telémaco cuando busca a su padre Ulises. Lo mío es un “Giro de Italia” de cárceles y de afectos.

Hace años perdí el amor porque soy la hija de un hombre detenido, mi madre cayó víctima de la depresión, la familia se derrumbó. Quedé yo, con mi salario escaso, para sostener el peso de esta historia hecha trizas. La vida me obligó a convertirme en mujer sin dejarme tiempo para ser niña. En nuestra casa, todo es un vía crucis: papá es uno de esos condenados a cadena perpetua. El día que me casé, soñaba con tenerlo a mi lado. También él pensó en mí en ese momento, a cientos de kilómetros de distancia. “¡Es la vida!”, me repito para darme ánimo. Es verdad, hay padres que, por amor, aprenden a esperar que los hijos maduren. Yo, por amor, tengo que esperar el regreso de papá.

Para gente como nosotros la esperanza es una obligación.

Señor Jesús, el reproche a las mujeres de Jerusalén lo sentimos como una advertencia para cada uno de nosotros. Nos invita a la conversión, pasando de una religión sentimentalista a una fe arraigada en tu Palabra. Te pedimos por quienes están obligados a soportar el peso de la vergüenza, el sufrimiento del abandono, el vacío de una presencia. Y por cada uno de nosotros, para que no permitamos que las culpas de los padres recaigan sobre los hijos.

Oremos

Oh Dios, Padre de toda bondad, que no abandonas a tus hijos en las pruebas de la vida, concédenos la gracia de poder descansar en tu amor y de gozar siempre del consuelo de tu presencia. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

IX estación

Jesús cae por tercera vez

* (Meditación de una persona detenida)

Es bueno que el hombre cargue con el yugo desde su juventud. Siéntese solo y silencioso cuando el Señor se lo impone; ponga su boca en el polvo, quizá haya esperanza; ponga la mejilla al que lo maltrata y se harte de oprobios. Porque el Señor no rechaza para siempre; y si hace sufrir, se compadece conforme a su inmensa bondad (Lam 3,27-32).

Caerse al suelo nunca es agradable. Pero hacerlo varias en repetidas ocasiones, además de no ser agradable se convierte incluso en una especie de condena, como si ya no se fuera capaz de permanecer en pie. Como hombre caí demasiadas veces, y otras tantas me levanté. En la cárcel pienso a menudo cuántas veces un niño se cae al suelo antes de aprender a caminar. Me estoy convenciendo de que esos son ensayos para los momentos en que caeremos cuando seamos mayores. Desde pequeño experimenté la cárcel dentro de mi casa; vivía en la angustia del castigo, alternaba la tristeza de los adultos con la despreocupación de los niños. De esos años recuerdo a la hermana Gabriela, la única imagen alegre. Fue la única que percibió en mí lo mejor dentro de lo peor. Como Pedro busqué y encontré mil excusas a mis errores; lo raro es que un fragmento de bien siempre permaneció encendido dentro de mí.

En la cárcel me convertí en abuelo; me perdí el embarazo de mi hija. Un día, a mi nieta no le contaré el mal que cometí, sino solamente el bien que encontré. Le hablaré de quien, cuando estaba caído, me llevó la misericordia de Dios. En la cárcel, la verdadera desesperación es sentir que ya nada de tu vida tiene sentido. Es la cumbre del sufrimiento, te sientes el más solo de todos los solitarios del mundo. Es verdad que me rompí en mil pedazos, pero lo más hermoso es que esos pedazos todavía se pueden recomponer. No es fácil, pero es lo único que aquí dentro todavía tiene un sentido.

Señor Jesús, por tercera vez caes por tierra y, cuando todos piensan que es el final, una vez más te levantas. Con confianza nos ponemos en las manos de tu Padre y le encomendamos a quienes se sienten atrapados en los abismos de los propios errores, para que tengan la fuerza de levantarse y la valentía de dejarse ayudar.

Oremos

Oh Dios, fortaleza de quien en Ti espera, que concedes vivir en paz a quien sigue tus enseñanzas, sostiene nuestros pasos temerosos, levántanos de las caídas de nuestra infidelidad y derrama sobre nuestras heridas el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

X estación

Jesús es despojado de sus vestiduras

* (Meditación de una educadora de instituciones penitenciarias)

Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a quién le toca». Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica» (Jn 19,23-24).

Como educadora de instituciones penitenciarias veo entrar en la cárcel a hombres privados de todo, despojados de toda dignidad como consecuencia de las culpas cometidas, de todo respeto en relación a sí mismos y a los demás. Cada día me doy cuenta de que su autonomía disminuye detrás de las rejas. Necesitan de mí incluso para escribir una carta. Estas son las criaturas suspendidas que me confían: unos hombres indefensos, exasperados en su fragilidad, a menudo privados de lo necesario para comprender el mal cometido. Sin embargo, por momentos se parecen a unos niños recién nacidos que todavía pueden moldearse. Percibo que sus vidas pueden volver a comenzar en otra dirección, dando definitivamente la espalda al mal.

Pero mis fuerzas disminuyen día a día. Ser un embudo de rabia, de dolor y de rencores rumiados acaba por desgastar incluso al hombre y a la mujer más preparados. Elegí este trabajo después de que un joven, que estaba bajo los efectos de estupefacientes, matara a mi madre en un choque frontal. Enseguida decidí responder a ese mal con el bien. Pero, aun amando este trabajo, en ocasiones me cuesta encontrar la fuerza para llevarlo adelante.

Necesitamos sentirnos acompañados en este servicio tan delicado, para poder sostener las numerosas vidas que se nos confían y que cada día corren el riesgo de naufragar.

Señor Jesús, al contemplarte despojado de tus vestiduras experimentamos incomodidad y vergüenza. En efecto, ante la verdad desnuda, ya desde el primer hombre comenzamos a escapar. Nos escondemos detrás de máscaras de respetabilidad y tejemos ropas de mentiras, a menudo con los jirones deshilachados de los pobres, usados por nuestra avidez de dinero y de poder. Que tu Padre tenga piedad de nosotros y nos ayude con paciencia a ser más sencillos, más transparentes, más auténticos; capaces de abandonar definitivamente las armas de la hipocresía.

Oremos

Oh Dios, que nos haces libres con tu verdad, despójanos del hombre viejo que pone resistencia en nuestro interior y revístenos con tu luz, para ser en el mundo el reflejo de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

XI estación

Jesús es clavado en la cruz

* (Meditación de un sacerdote acusado y después absuelto)

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,33-43).

Cristo clavado en la cruz. Como sacerdote, muchas veces medité esta página del Evangelio. Y cuando un día me pusieron en una cruz, sentí todo el peso de aquel madero: la acusación estaba hecha de palabras duras como clavos, se me hizo muy cuesta arriba, el padecimiento se me grabó en la piel. El momento más oscuro fue ver mi nombre colgado fuera de la sala del tribunal; en ese instante comprendí que era un hombre que estaba obligado a demostrar su inocencia sin ser culpable. Estuve colgado en la cruz durante diez años, fue mi vía crucis, lleno de legajos, sospechas, acusaciones, injurias. Cada vez que iba a los tribunales buscaba el Crucifijo allí colgado; lo miraba fijamente mientras la ley investigaba mi historia.

La vergüenza me llevó por un instante a la idea de pensar que era mejor acabar con todo. Pero luego decidí seguir siendo el sacerdote que siempre había sido. Nunca pensé en aligerar la cruz, ni siquiera cuando la ley me lo concedía. Elegí someterme al juicio ordinario; lo debía a mí mismo, a los jóvenes que eduqué durante los años de Seminario, a sus familias. Mientras subía mi calvario, los encontré a todos a lo largo del camino; se convirtieron en mis cirineos, soportaron conmigo el peso de la cruz, me enjugaron muchas lágrimas. Junto a mí, muchos de ellos rezaron por el joven que me acusó; nunca dejaremos de hacerlo. El día que fui absuelto de todos los cargos, descubrí que era más feliz que diez años atrás; pude tocar con mi mano la acción de Dios en mi vida. Colgado en la cruz, mi sacerdocio se iluminó.

Señor Jesús, tu amor sin límites por nosotros te llevó a la Cruz. Estás muriendo, pero no te cansas de perdonarnos y de darnos vida. Confiamos a tu Padre a los inocentes de la historia que sufrieron una condena injusta. Que resuene en sus corazones el eco de tu palabra: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Oremos

Oh Dios, fuente de misericordia y de perdón, que te revelas en los sufrimientos de la humanidad, ilumínanos con la gracia que brota de las llagas del Crucificado y concédenos perseverar en la fe durante la noche oscura de la prueba. Por Cristo nuestro Señor.

Amén.

 

XII estación

Jesús muere en la cruz

* (Meditación de un juez de vigilancia penitenciaria)

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró (Lc 23,44-46).

Como juez de vigilancia penitenciaria, no puedo clavar a un hombre, a cualquier hombre, en su condena; sería condenarlo por segunda vez. Es necesario que el hombre expíe el mal que cometió; no hacerlo sería banalizar sus delitos y justificar las acciones intolerables que realizó, causando a otros sufrimiento físico y moral.

Pero una verdadera justicia sólo es posible a través de la misericordia, que no clava al hombre en la cruz para siempre, sino que se ofrece como guía para ayudarlo a levantarse, enseñándole a captar el bien que, no obstante el mal cometido, nunca se apaga totalmente en su corazón. Sólo recobrando su propia humanidad, la persona condenada podrá reconocer esa humanidad en el otro, en la víctima a la que provocó dolor. Este recorrido de recuperación es tortuoso y el riesgo de volver a caer en el mal está siempre al acecho, pero no existen otros caminos para tratar de reconstruir una historia personal y colectiva.

La rigidez del juicio pone a dura prueba la esperanza del hombre; ayudarlo a reflexionar y a preguntarse por las motivaciones de sus acciones podría convertirse en una ocasión para mirarse desde otra perspectiva. Pero para hacer esto, sin embargo, es necesario aprender a reconocer a la persona que está escondida detrás de la culpa cometida. Así, en ocasiones se logra entrever un horizonte que puede infundir esperanza a las personas condenadas y, una vez expiada la pena, devolverlas a la sociedad, invitando a los hombres a volver a acogerlas después de haberlas, quizás, por un tiempo rechazado.

Porque todos, aun siendo condenados, somos hijos de la misma humanidad.

Señor Jesús, mueres por una sentencia corrompida, pronunciada por jueces inicuos y atemorizados por la fuerza impetuosa de la Verdad. A tu Padre confiamos a los magistrados, a los jueces y a los abogados, para que se mantengan con rectitud en el servicio que ejercen a favor del Estado y de sus ciudadanos, sobre todo de los que sufren por una situación de pobreza.

Oremos

Oh Dios, rey de justicia y de paz, que en el grito de tu Hijo acogiste el grito de toda la humanidad, enséñanos a no identificar a la persona con el mal que cometió y ayúdanos a percibir en cada uno la llama viva de tu Espíritu. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

XIII estación

Jesús es bajado de la cruz

* (Meditación de un fraile voluntario)

Había un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía (Lc 23,50-53).

Las personas detenidas son, desde siempre, mis maestros. Hace sesenta años que entro en las cárceles como fraile voluntario, y siempre bendije el día que, por primera vez, encontré este mundo escondido. En esas miradas comprendí con claridad que yo mismo, si mi vida hubiera tomado otra dirección, hubiera podido estar en su lugar. Nosotros, cristianos, caemos a menudo en la ilusión de sentirnos mejores que los demás, como si el hecho de poder ocuparnos de los pobres nos diera una superioridad tal que nos convierte en jueces de los demás, condenándolos todas las veces que queramos, sin dar oportunidad de defensa.

Cristo eligió y quiso estar en su vida con los últimos; recorrió las periferias olvidadas del mundo rodeado de ladrones, leprosos, prostitutas y estafadores. Quiso compartir la miseria, la soledad y la turbación. Siempre pensé que este era el verdadero sentido de sus palabras: «Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,36).

Pasando de una a otra celda veo la muerte que habita en su interior. La cárcel sigue sepultando a hombres vivos; son historias que ya nadie quiere. A mí, Cristo me repite una y otra vez:

“Continúa, no te detengas. Sigue cargándolos en tus brazos”. No puedo dejar de escucharlo; Él está siempre, aun en el interior del peor de los hombres, por más manchado que esté su recuerdo. Sólo debo frenar mi frenesí, detenerme en silencio delante de esos rostros devastados por el mal y escucharlos con misericordia. Es la única manera que conozco para acoger al hombre, quitando de mi mirada el error que cometió. Solamente así podrá confiar y encontrar la fuerza para rendirse ante el Bien, imaginándose distinto de como se ve ahora.

Señor Jesús, ahora a tu cuerpo, deformado por tanta maldad, lo envuelven en una sábana y lo entregan a la tierra desnuda: esta es la nueva creación. Confiamos a tu Padre la Iglesia, que nace de tu costado abierto, para que nunca se rinda ante el fracaso y la apariencia, sino que siga saliendo para llevar a todo el mundo el anuncio gozoso de la salvación.

Oremos

Oh Dios, principio y fin de todo lo creado, que en la Pascua de Cristo redimiste a toda la humanidad, danos la sabiduría de la Cruz para poder abandonarnos a tu voluntad, aceptándola con ánimo alegre y agradecido. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

XIV estación

Jesús es puesto en el sepulcro

* (Meditación de un agente de policía penitenciaria)

Era el día de la Preparación y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el precepto (Lc 23,54-56).

En mi misión de agente de policía penitenciaria, cada día experimento el sufrimiento de quien vive recluido. No es fácil relacionarse con quien fue vencido por el mal y causó enormes heridas a otros hombres, haciendo difíciles tantas vidas. Pero la indiferencia en la cárcel crea más daños aún en la historia de quien fracasó y está pagando su deuda a la justicia. Un compañero, que fue mi maestro, repetía con frecuencia: “La cárcel te transforma. Un hombre bueno puede convertirse en un hombre sádico; uno malvado podría llegar a ser mejor persona”. El resultado también depende de mí, y apretar los dientes es esencial para alcanzar el objetivo de nuestro trabajo: dar otra posibilidad a quien contribuyó al mal. Para lograrlo, no puedo limitarme a abrir y cerrar una celda, sin hacerlo con un poco de humanidad.

Cada uno tiene su tiempo, y las relaciones humanas pueden florecer poco a poco, incluso dentro de este mundo difícil. Esto se traduce en gestos, atenciones y palabras capaces de marcar la diferencia, aun cuando se pronuncian en voz baja. No me avergüenzo de ejercer el diaconado permanente vistiendo el uniforme, que llevo con orgullo. Conozco el sufrimiento y la desesperación; los experimenté siendo niño. Mi pequeño deseo es ser punto de referencia para quienes encuentro detrás de las rejas. Hago todo lo que puedo por defender la esperanza de aquellas personas que se encierran en sí mismas, que sienten temor ante la idea de salir un día y correr el riesgo de ser rechazadas una vez más por la sociedad.

En la cárcel les recuerdo que, con Dios, ningún pecado tendrá jamás la última palabra.

Señor Jesús, una vez más te entregan a las manos del hombre, pero esta vez te acogen las manos amables de José de Arimatea y de algunas mujeres piadosas venidas de Galilea, que saben que tu cuerpo es precioso. Estas manos representan las manos de todas las personas que nunca se cansan de servirte y que hacen visible el amor del que el hombre es capaz. Este amor es el que justamente nos hace esperar en que un mundo mejor es posible; sólo basta que el hombre esté dispuesto a dejarse alcanzar por la gracia que viene de Ti. En la oración confiamos a tu Padre, de modo particular, a todos los agentes de la policía penitenciaria y a cuantos, de una u otra manera, colaboran en las cárceles.

Oremos

Oh Dios, eterna luz y día sin ocaso, colma de tus bienes a los que se dedican a tu alabanza y al servicio del que sufre, en los innumerables lugares de sufrimiento de la humanidad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

 

 

 

Via Crucis 2020: Catorce personas hacen actual la Pasión de Jesús en sus vidas

De la capellanía de la cárcel Due Palazzi
(zenit – 10 abril 2020).- Este Viernes Santo, 10 de abril de 2020, a las 21 horas, por primera vez el Papa Francisco ha presidido la oración del Via Crucis desde la plaza de San Pedro, sobre el antiguo cementerio de la Basílica de San Pedro, el lugar desde el que celebra la audiencia general normalmente.

Las meditaciones este año han sido escritas por la capellanía de la Casa de Reclusión Due Palazzi de Padua, acogiendo la invitación del Pontífice, catorce personas han meditado sobre la Pasión de Jesús, haciéndola actual en sus vidas.

Entre ellos figuran cinco personas detenidas, una familia víctima de un crimen de asesinato, la hija de un hombre condenado a cadena perpetua, un educador carcelario, un juez de libertad condicional, la madre de un detenido, un catequista, un fraile voluntario, un oficial de la policía carcelaria y un sacerdote acusado y finalmente absuelto por la justicia después de ocho años de juicio ordinario.

Los textos, recogidos por el capellán don Marco Pozza y la periodista y voluntaria Tatiana Mario, están disponibles gratuitamente en el sitio web de la Librería Editoral Vaticana.

 

Atención del Papa por los presos

La atención del Papa Francisco al mundo de las prisiones es evidente desde los primeros momentos de su pontificado: El 28 de marzo de 2013 inauguró el Triduo Pascual en el Instituto Penal de Menores del Casal del Marmo de Roma, donde celebró la Santa Misa «en la Cena del Señor» y lavó los pies a 12 jóvenes huéspedes del Instituto, de diferentes nacionalidades y confesiones religiosas.

Igualmente, el 6 de noviembre de 2016 celebró el Jubileo de los presos con ocasión del Año Santo Extraordinario de la Misericordia, durante el cual se estableció también que la puerta de la celda se convirtiera en una “Puerta Santa”, hasta las oraciones y llamamientos dedicados al mundo de las prisiones con ocasión de las misas celebradas en la capilla de la Casa Santa Marta.

El Jubileo de los Prisioneros inaugura también la proximidad entre el Papa Francisco y la Casa de Reclusión Due Palazzi de Padua, cuando algunos reclusos llegados a Roma para la ocasión fueron recibidos por sorpresa por el Santo Padre en la Casa Santa Marta.

 

Capellanía de la Casa de Reclusión Due Palazzi

La capellanía de la prisión Due Palazzi de Padua forma parte de una comunidad penitenciaria compuesta por más de 600 reclusos, 300 policías penitenciarios y un centenar de personal de gestión. Además, cientos de voluntarios pasan diariamente por las puertas de la cárcel de Padua, apostando por la reeducación y la reinserción social de los que cumplen sus condenas, gracias a la educación, el trabajo, el arte, la cultura y la espiritualidad.

En el otoño de 2011, el entonces obispo Antonio Mattiazzo confió a Don Marco Pozza, al diácono permanente Marco Antonio Longo y a la catequista Chiara Rampazzo la tarea de iniciar un ministerio carcelario dentro del Instituto. Desde ese día, junto con unos ochenta voluntarios entre diáconos, religiosos, catequistas, animadores litúrgicos, la parroquia acompaña a más de 250 personas en su camino de fe, ayudándoles también a mantener las relaciones con sus familias. La estrecha colaboración con la dirección de prisiones, la Policía Penitenciaria, la magistratura de vigilancia del Véneto y todas las demás realidades voluntarias de la prisión es fundamental.

 

Tejiendo una red de vínculos

Durante la semana, don Marco Pozza mantiene entrevistas individuales con los presos, así como reuniones en escuelas y teatros para tratar de tejer una red de vínculos entre la prisión y el territorio. Este trabajo se comparte y enriquece con reuniones de catequesis y diálogo interpersonal dirigidas por los voluntarios de la parroquia; adoración eucarística mensual; momentos de espiritualidad y las diversas celebraciones litúrgicas que marcan el año pastoral. Hay cuatro misas que se celebran entre el sábado y el domingo en las diferentes secciones de la prisión y dentro de las dos capillas.

Actualmente la parroquia está siguiendo a tres internos que han elegido embarcarse en el camino de la fe hacia el Bautismo. En los últimos nueve años, más de veinte reclusos han completado su iniciación cristiana, seguida del Servicio Diocesano de Catecumenado.

La parroquia también organiza reuniones para los novios, dirigidas a los presos y a los policías de la prisión en preparación para el matrimonio.

 

Don Marco Pozza

Durante el año pastoral, con el fin de acercar a las personas al mundo carcelario desde el exterior y ayudar a crear oportunidades para el conocimiento mutuo, se proponen “Domingos de los presos”, abiertos a las parroquias, grupos e individuos. Estos eventos están marcados por los testimonios de vida y fe de algunos prisioneros, seguidos por la celebración de la Eucaristía y el almuerzo juntos, preparado por los internos de la cooperativa Work Crossing, donde nació el conocido Panettone Giotto.

Don Marco Pozza, teólogo y periodista, nació en Calvene, provincia de Vicenza, el 21 de diciembre de 1979. Desde octubre de 2011 es capellán de la Casa de Reclusión Due Palazzi en Padua. En 2013 recibió su doctorado en Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana, bajo la guía del jesuita irlandés Michael Paul Gallagher.

 

 

 

 

Sábado Santo: El Papa se unirá a la oración online ante la Sábana Santa

Carta del Pontífice al arzobispo de Turín
(zenit – 10 abril 2020).- El Papa ha anunciado que se unirá el Sábado Santo a la oración extraordinaria online que se celebrará desde la capilla que custodia la Sábana Santa, dirigiendo su mirada “al Hombre de la Sábana Santa en quien reconocemos los rasgos del Siervo del Señor”.

Así lo ha escrito en una carta a Mons. Cesare Nosiglia, arzobispo de Turín, al saber que el próximo Sábado Santo presidirá esta celebración de forma extraordinaria, visible para todos los que participan en la oración, que tendrá lugar a las 17 horas y será transmitida en directo en Mundovisión.

“Deseo expresarle mi más sincero agradecimiento por este gesto, que responde a la petición del pueblo fiel de Dios, duramente probado por la pandemia del coronavirus”, ha expresado Francisco, en la misiva, dignidad por la Oficina de Prensa Vaticana este viernes, 10 de abril de 2020.

 

Rasgos del Siervo del Señor

El Papa ha anunciado que se unirá a la súplica, dirigiendo su mirada “al Hombre de la Sábana Santa en quien reconocemos los rasgos del Siervo del Señor”, que Jesús realizó en su Pasión: “Varón de dolores y sabedor de dolencias […]. Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba […]. Ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz y por sus llagas hemos sido curados” (Is 53, 3.4-5).

En el rostro del Hombre de la Sábana Santa “vemos también los rostros de muchos hermanos y hermanas enfermos, especialmente los más solos y menos cuidados; pero también de todas las víctimas de las guerras y la violencia, de la esclavitud y la persecución”, ha señalado el Santo Padre.

 

“Jesús nos da la fuerza”

A la luz de las Escrituras, el Papa llama a los cristianos a contemplar en esta tela el icono del Señor Jesús crucificado, muerto y resucitado. “A Él nos confiamos, en Él confiamos. Jesús nos da la fuerza para afrontar cada prueba con fe, con esperanza y con amor, con la certeza de que el Padre siempre escucha a sus hijos que claman a Él, y los salva”.

Así, ha querido invitar, junto al arzobispo de Turín, a participar en esta oración a través de los medios de comunicación para vivir estos días “en íntima unión con la Pasión de Cristo”, para experimentar la gracia y la alegría de su Resurrección.

Por último, el Papa ha enviado su bendición a monseñor Nosiglia, a la Iglesia de Turín y a todos los fieles, especialmente a los enfermos y a los que sufren y a cuántos los cuidan. “Que el Señor dé paz y misericordia a todos. ¡Feliz Pascua!”, ha escrito.

 

 

 

 

Agradecimiento del Papa a los autores del ‘Via Crucis’ que rezará este Viernes Santo

“Dios nos habla dentro de una historia”
(zenit – 10 abril 2020).- El Papa agradece a los presos que han escrito las reflexiones del Via Crucis que rezará este Viernes Santo, a las 21 horas, en la Basílica de San Pedro: “Dios se cuenta y nos habla dentro de una historia, nos invita a una escucha atenta y misericordiosa”.

El Santo Padre ha enviado un mensaje a los fieles de la parroquia de la Casa de Reclusión Due Palazzi de Padua, a quienes confió la preparación de los textos de las meditaciones y oraciones para las estaciones del Via Crucis de este año, publicado por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.

El Papa asegura haber leído las meditaciones del Via Crucis, de las que “todos vosotros habéis hecho don”, expresa a los autores. “He tomado morada en los pliegues de vuestras palabras y me he sentido bienvenido, en casa. Gracias por haber compartido conmigo un trozo de vuestras historia”.

Además, Francisco ha agradecido a los reclusos que han redactado los textos por haber esparcido sus nombres “no en el mar del anonimato, sino de las muchas personas vinculadas al mundo de la prisión”.

Así, les dice el Papa, “en el Via Crucis prestaréis vuestras historias a todos aquellos en el mundo que compartan la misma situación. Es consolador leer una historia habitada por las historias no sólo de las personas detenidas, sino de todos aquellos que se apasionan por el mundo de la prisión”.

El Santo Padre les anima a seguir adelante y les bendice: “Juntos, es posible. Juntos. Os doy un gran abrazo. Aunque estoy seguro de que don Marco os lo recuerda siempre, os pido: Rezad por mí. Os llevo siempre en mi corazón”.

 

 

 

 

Píldoras de esperanza (11): “Si es a mí a quien buscan, dejen que estos se vayan”

Viernes Santo de la Pasión del Señor 2020
Reflexión sobre los Evangelios diarios

Invocamos al Espíritu Santo

Espíritu Santo llena de alegría y paz mi corazón y da sabiduría a mi mente para poder entender la Palabra de Dios. Amén.

 

Evangelio según San Juan 18, 1-18 (es la primera parte de la Pasión)

Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.

Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.

Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.

Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: “¿A quién buscan?”.

Le respondieron: “A Jesús, el Nazareno”. Él les dijo: “Soy yo”. Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.

Cuando Jesús les dijo: “Soy yo”, ellos retrocedieron y cayeron en tierra.

Les preguntó nuevamente: “¿A quién buscan?”. Le dijeron: “A Jesús, el Nazareno”.

Jesús repitió: “Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejen que estos se vayan”.

Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: “No he perdido a ninguno de los que me confiaste”.

Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.

Jesús dijo a Simón Pedro: “Envaina tu espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?”.

El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron.

Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año.

Caifás era el que había aconsejado a los judíos: “Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo”.

Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.

La portera dijo entonces a Pedro: “¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?”. Él le respondió: “No lo soy”.

Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.

Palabra del Señor

 

¿Qué dice el texto?

“Envaina tu espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?”.

“¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?”. Él le respondió: “No lo soy”.

 

¿Qué nos dice hoy Dios en este texto?

Dos ideas de esta primera parte de la Pasión según San Juan. Las dos están relacionadas con Pedro. La primera es su enojo y cólera para defender a Jesús, había herido a un servidor, Jesús lo reprende diciéndole: “¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?”. La segunda idea es el cambio de humor de Pedro, cuando niega conocer a Jesús. Es el mismo personaje, sin embargo, con personalidades muy diferentes.

Hoy Viernes Santo del 2020. ¿Recuerdas cómo fueron los anteriores Viernes Santos que has vivido? ¿Fuiste a alguna procesión? ¿Participabas en el Vía Crucis? ¿La Liturgia de la Adoración a la Cruz? Bueno, pues este año es muy diferente. Debido a la cuarentena que todos debemos pasar para cuidar nuestra salud y la de los demás del contagio, podemos, recordando a Pedro, pensar en todos los cambios de humor y actitudes que hemos tenido en estos días de confinamiento. Al principio seguramente te pareció raro tener que quedarte en casa, luego en el roce social con tus familiares y las personas con las que vives, en algún momento expresaste enojos y cóleras. ¿Cómo te encuentras tú, hoy en Viernes Santo? ¿Quieres negar a Jesús? ¿Quieres volver a repetirle por enésima vez dónde estás Señor que no te veo? ¿Estás frustrado por unos días de descanso que pensabas salir a otro lugar y no has podido hacerlo?

Jesús nos recuerda que hay un “cáliz” que beber. Una transformación, una “metanoia” como se dice en griego. Y como decíamos el otro día, no hay Cristianismo sin Cruz y no hay Viernes Santo sin un Domingo de Resurrección. Te invito a que repitas varias veces en este día tan solemne esa frase que a veces repetimos en la Eucaristía. Y así vas asimilándote con Cristo, para vivir con Él y en Él:

¡POR TU CRUZ Y RESURRECCIÓN, NOS HAS SALVADO SEÑOR!

Te invito a conocer más de nuestro trabajo diario sobre la Lectura Orante de la Biblia

 

www.fundacionpane.com www.cristonautas.com

 

 

 

 

El Papa nombra al secretario adjunto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral

Augusto Zampini
(zenit – 10 abril 2020).- El Papa Francisco nombró, el 8 de abril de 2020, secretario adjunto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano lntegral al reverendo Augusto Zampini, hasta ahora oficial del mismo dicasterio.

Desde 2017 es coordinador de “Desarrollo y Fe”, un área que se ocupa de la economía y las finanzas, los movimientos sociales y laborales, los pueblos indígenas, la paz y las nuevas tecnologías, en el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano lntegral.

En 2018 el Papa Francisco lo nombró entre los expertos de la Asamblea Sinodal Extraordinaria de la Región Panamazónica. Es miembro de varias asociaciones teológicas en Europa y América Latina.

 

Biografía

El reverendo Augusto Zampini nació el 25 de julio de 1969 en Buenos Aires (Argentina) y fue ordenado sacerdote el 22 de octubre de 2004 para la diócesis de San Isidro (Argentina).

Antes de ingresar al seminario estudió derecho en la Universidad Católica de Buenos Aires y trabajó como abogado en algunas instituciones bancarias argentinas e internacionales.

Después de formarse en Teología moral en el Colegio Máximo (Universidad del Salvador), obtuvo una master en Desarrollo Internacional (Universidad de Bath), un doctorado en Teología (Universidad de Roehampton, Londres) y un doctorado de investigación en el Instituto Margaret Beaufort (Universidad de Cambridge). Su área de especialización es la teología moral con un enfoque en la economía y la ética ambiental. En este cargo ha enseñado en varias universidades de la Argentina y el Reino Unido.

 

 

 

 

Campanadas en las iglesias españolas para “anunciar la resurrección y la esperanza”

Propuesta de la Conferencia Episcopal
(zenit – 10 abril 2020).- Ante la próxima celebración de la resurrección de Cristo y su victoria sobre la muerte, la Conferencia Episcopal Española (CEE) propone repicar las campanas de todos los templos, este Domingo de Resurrección, a las 12 del mediodía, unidos al Papa Francisco en su bendición Urbi et orbi, que convoca con el lema: Jesucristo ha resucitado, anuncia y realiza la victoria de la vida sobre la muerte. Somos testigos de esta esperanza.

La Comisión Ejecutiva sugiere a todos los párrocos este gesto que “busca también acompañar la soledad de miles de personas que han fallecido y mostrar esperanza y consuelo a sus familiares”.

“La expresión mayor del drama que estamos viviendo es la muerte de miles de personas en soledad y, a veces, en la desesperación y falta de consuelo  de sus familiares”, describen desde la Conferencia Episcopal. “La manera de despedir a los difuntos, celebrar ritos de esperanza y acompañar el duelo de sus deudos, está en el origen de la civilización. La actual crisis socava este pilar”.

De este modo, expresan que la Iglesia es “depositaria de la esperanza que brota de la fe en Cristo muerto y resucitado y se comparte en la caridad. Tocamos las campanas para ofrecer esta esperanza a quienes hoy más la necesitan”, proponen para todas las iglesias de España.

 

 

 

 

Monseñor Arizmendi: La Vigilia Pascual es la “fiesta de las fiestas, noche de las noches”

Noche del Sábado Santo al Domingo
+ Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo Emérito de San Cristóbal de Las Casas

 

La celebración de la Resurrección de Jesús, en la noche del Sábado Santo hacia el amanecer del domingo, que llamamos Vigilia Pascual, parece un contrasentido con lo que el mundo está viviendo por la COVID-19: millares de muertos en todas partes, sobre todo en países considerados de primer mundo, más cientos de defunciones que no entran en estadísticas oficiales; centenares de miles contagiados y en riesgo de morir; médicos, enfermeras, agentes sanitarios, también más de cien sacerdotes, que han fallecido a consecuencia de haber atendido a enfermos de esta pandemia. Hay temor y angustia en todas partes: ancianos en peligro de morir; pobres que se endeudan por todos lados para poder subsistir, con su familia; gobernantes que no saben qué medidas tomar; muchísima gente sin trabajo; pequeños, medianos y grandes empresarios que prevén el posible cierre de su negocio; sacerdotes que no pueden acercarse más a su pueblo, al que están consagrados. El panorama es nada halagüeño. ¿Qué celebración puede tener sentido hoy?

Sin embargo, el triunfo de Jesús sobre el sepulcro y sobre la muerte es nuestra certeza y nuestra esperanza. Su resurrección es una luz en el túnel de la oscuridad mundial. Su victoria pascual es la garantía de que venceremos, en esta vida y en la otra, porque la muerte no tiene la última palabra. En Jesús, vivo y resucitado, presente entre nosotros, hay vida, hay camino, hay solución, hay fraternidad, para trascender estas realidades temporales.

Y esto es lo que celebramos en esta Noche Santa, que nos introduce en la gran fiesta de la Resurrección. Durante los tres primeros siglos de la Iglesia, no había otra fecha que se celebrara; ni Navidad, ni otras fiestas del Señor, de la Virgen o de los Santos. Cada año, la única gran celebración era la Pascua de la Resurrección, en fecha variable, según la tradición judía, en torno a la luna llena de primavera. Es que, como dice San Pablo, si Jesús no hubiera resucitado, toda su vida de nada nos serviría; no sería el salvador; nuestra fe sería vana. Lo fundamental para los cristianos, de antes y de ahora, es que Cristo vive, triunfó sobre la muerte, resucitó y está con nosotros. Con El, todo cambia, todo es nuevo y esperanzador. Por ello, es central esta solemnidad, fiesta de las fiestas, noche de las noches.

La celebración tiene cuatro partes: Lucernario, Liturgia de la Palabra, Liturgia bautismal y Eucaristía.

 

Lucernario

Como el sol vence a la noche, la luz a la oscuridad, la vida a la muerte, la gracia al pecado, así Cristo resucitado es la luz que ha vencido las tinieblas de la historia humana. Eso lo ritualizamos, en los años normales, encendiendo una hoguera fuera de las iglesias, con participación del pueblo. Del fuego nuevo, se toma la luz para encender el Cirio Pascual, que será el símbolo de Cristo vencedor y triunfante, y que permanecerá en un lugar resaltado en todas las celebraciones durante cincuenta días, hasta Pentecostés. Hoy se suprime este primer momento, para evitar aglomeraciones, y se enciende el Cirio en forma sencilla. Guiados por esta luz, estando apagadas las luces del templo, se camina en procesión hacia el altar, cantando tres veces: ¡Cristo, luz del mundo! ¡Demos gracias a Dios! En el trayecto hacia el altar, se van encendiendo las velas de los pocos ministros participantes, para significar que Cristo es nuestra luz, que ilumina nuestras vidas en la oscuridad de la noche, en la incertidumbre de la pandemia y de la muerte. Al igual que una columna de fuego guiaba a los israelitas por el desierto, Cristo nos conduce seguros en las tinieblas de la vida. Quienes participan por los medios electrónicos, en sus casas, pueden seguir esta celebración encendiendo sus propias velas.

Al llegar al altar, se encienden todas las luces del templo, se inciensa el Cirio y se canta o proclama el Pregón Pascual, que es el anuncio oficial de la Resurrección. Todos lo escuchan de pie, teniendo las velas encendidas. Al concluir, se apagan las velas personales y nos podemos sentar, para la segunda parte de la celebración.

 

Liturgia de la Palabra

En circunstancias normales, se proclaman nueve lecturas, siete del Antiguo y dos del Nuevo Testamento, resaltando el acompañamiento de Dios a su Pueblo. Se traen a la memoria diferentes momentos de la historia de la salvación, desde el Génesis, la primera creación, hasta la nueva creación con Cristo resucitado. En casos extraordinarios, como este año, se pueden proclamar sólo los tres textos más importantes: Primero, el paso del Mar Rojo, cuando Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto (Ex 14,15-15,1). Hoy también, por el agua del Bautismo y el agua que salió del costado de Cristo en la cruz, Dios nos libera de la esclavitud de nuestros pecados, para que tengamos la libertad de los hijos de Dios. Por ello, en este momento, después del salmo responsorial, se entona el himno del Gloria, suprimido durante la Cuaresma, para cantar las maravillas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se tocan las campanas de la iglesia, y en algunas partes de hacen tronar cohetes y fuegos artificiales, como signo de triunfo, de fiesta y alegría.

Después de una profunda oración “colecta”, se proclama una segunda lectura, tomada de lo que escribió San Pablo a los romanos (6,3-11), en que resalta la importancia de la resurrección del Señor. Al terminar, se entona solemnemente, por tres veces, el ¡Aleluya!, que es el grito de triunfo, la aclamación al Señor, la señal de que la muerte ha sido derrotada. Este canto se había suspendido durante la Cuaresma, y ahora se resalta con toda razón. Luego se proclama alguno de los evangelios que anuncian la resurrección, según los sinópticos: Mt 28,1-10; Mc 16,1-7 y Lc 24,1-12. El testimonio de Juan (20,1-9) se proclama el domingo. La homilía, que hacen el obispo o el sacerdote, tiene como objetivo ayudar a la comunidad a valorar y profundizar el misterio que celebramos, tomando en cuenta la situación que vive la comunidad.

 

Liturgia bautismal

En los primeros siglos de la Iglesia, esta era la única fecha en que se celebraban los bautismos, después de un proceso catecumenal, de una catequesis apropiada, que podía durar hasta tres años, con el acompañamiento de testigos que garantizaran el discipulado de los aspirantes; son los que ahora llamamos padrinos.

En años ordinarios, esta es la mejor ocasión para celebrar los bautismos. En muchísimos lugares, son miles los que deciden aceptar a Jesús en su corazón e integrarse a la Iglesia. No salen en los medios informativos, pero son cientos de miles. Sólo en una parroquia de mi diócesis anterior, Ocosingo, en una noche como ésta, bautizamos a 70 jóvenes y adultos, no niños, con la ayuda de diáconos permanentes. El obispo auxiliar celebró en Catedral, y yo viví el Triduo Pascual en esa parroquia. Cada año nos intercambiábamos, para que uno de los dos se quedara en Catedral y otro fuera a otros lugares de la diócesis, como en una ocasión que celebré el Triduo Pascual en comunidades de la selva, donde casi no llegaba un sacerdote.

En la Vigilia Pascual de este año, no habrá bautismos, para evitar presencia de multitudes y cuidar la salud comunitaria; sólo se hace la bendición del agua, que servirá para bendecir con ella, a distancia, a los participantes en forma virtual, y así recordar y renovar el propio bautismo, con sus correspondientes compromisos. En nuestro bautismo, fuimos resucitados.

 

Liturgia eucarística

Se cierra esta gran fiesta con la parte central de la Santa Misa, que son el ofertorio, la oración consecratoria y la comunión. La Eucaristía es la presencia viva del Resucitado para su Pueblo. Es Jesús que nos quiere acompañar en el atardecer, o en la noche oscura de nuestras vidas, como lo hizo con aquellos dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). En el “partir del pan”, lo podemos reconocer presente entre nosotros, que a veces estamos sin esperanza, perdidos en el peligro, angustiados y refugiados en nuestra soledad, queriendo quizá olvidar todo con alcohol, drogas u otros distractores, como el abuso del celular y de las redes sociales.

Hermanas y heremanos: ¡Cristo vive! Cristo está entre nosotros y con nosotros. Cristo nos acompaña en estos tiempos de pandemia, de dudas y de muerte. Unete a Jesús. Dile que lo necesitas. Pídele que venga a tu corazón. No importa si te consideras indigno, quizá en pecado. Pon tu historia en la herida de su costado, y El te sanará. Confía en El. Búscalo; acércate a El. Si por ahora no te puedes acercar a una iglesia, a los sacramentos, dile que venga a tu vida y, con El, todo cambiará; aunque vengan enfermedades y la misma muerte. El es más poderoso que todo. Acéptalo en tu corazón y serás salvo.

¡Felices Pascuas de Resurrección! ¡Animo! ¡Hay vida, hay esperanza, hay Resurrección!

 

 

 

 

“El mejor de los tiempos”, por el padre Nigel Woollen

Cuando lo peor se convierte en lo mejor
Así comienza la historia de dos ciudades, una novela inglesa de Charles Dickens, publicada en 1859: “Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos”. Desde una perspectiva humana, podemos decir que los eventos del Evangelio que celebramos litúrgicamente durante la Semana Santa fueron los peores de los tiempos: Jesús el Hijo de Dios es humillado, crucificado y llevado a muerte por hombres malvados. Sin embargo, en la fe sabemos que este fue “el mejor de los tiempos”, ya que es precisamente a través de estos eventos que encontramos la salvación y el acceso al Reino: “por sus heridas somos sanados” (1 Pedro 2:24).

El gran mensaje de estos días es que de todo lo malo, Dios puede hacer el bien. Si permite la muerte de su Hijo unigénito, es para que, a través de su Resurrección, nosotros mismos podamos tener acceso a una nueva vida. Su ofrenda en la cruz destruyó la muerte para siempre y nos abrió las puertas del cielo. Podemos entonces vivir en la alegría de la Pascua, porque nuestro destino es el Reino!

Es difícil, por supuesto, sentirse alegre en este “peor de los tiempos” de pandemia. El otro día, por primera vez, una persona a la que conocía muy bien murió por ello; todos estamos afectados por ello. Pero parece que, según un conocido buscador en Internet, uno de los términos más buscados en el último mes es… “oración”, lo que sugiere que muchas personas, en esta época de gran sufrimiento global, están empezando a buscar al Dios que salva.

Si creemos que Dios hace todo por el bien de los que le aman (cf. Romanos 8:28), podemos decir que hará maravillas a través de la presente prueba. Recemos por nuestro mundo, para que el Dios de la bondad, que puede sacar el bien de todo mal, toque los corazones con su misericordia, y que de esta manera sea finalmente “el mejor de los tiempos”.

 

Nigel Woollen

 

El p. Nigel Woollen es vicario parroquial en Stevenage, Inglaterra (diócesis de Westminster) y autor de varios libros, entre ellos Aimer à l’école du rosaire – Petites histoires et grands mystères”, (Amar en la escuela del rosario – Pequeñas historias y grandes misterios), que saldrá en 2020 (Ediciones Emmanuel) .

 

 

 

 

Santa Gemma Galgani, 11 de abril

Se ofreció como víctima por los pecadores
“Marcó su vida la pasión por Cristo crucificado. Fue agraciada con los estigmas y otros muchos dones. Sus múltiples padecimientos, rodeados de hechos inexplicables, no fueron comprendidos. Se ofreció como víctima por los pecadores”

Sus 25 años de vida estuvieron marcados en su mayoría por fenómenos místicos ante los cuales hubo disparidades, incomprensiones y numerosos desprecios. Nació en Borgonuovo de Capannori, Italia, el 12 marzo de 1878. Era la cuarta de ocho hermanos y la primera niña que alegraba el hogar. Su madre no quería bautizarla con el nombre de Gemma, que fue sugerido por un tío de la pequeña, porque en el martirologio no existían ascendentes de ninguna mujer canonizada que se hubiera llamado así. El párroco Olivio Dinelli con inspirado juicio alegó: “Muchas gemas hay en el cielo; esperemos que también ella sea un día otra Gemma del paraíso”.

Cuando tenía un mes de vida la familia se trasladó a Lucca, donde la santa pasó el resto de su existencia. A los 4 años oraba tiernamente a María, amor que le inculcó Aurelia, su madre, junto a la devoción por Jesús crucificado: “De lo primero que me acuerdo es que mi mamá, cuando yo era pequeñita, acostumbraba a tomarme a menudo en brazos y, llorando… me enseñaba un crucifijo y me decía que había muerto en la Cruz por los hombres”. La catequesis materna dio sus frutos sembrando en el corazón de Gemma una pasión desbordante por Cristo: “Jesús, yo quiero llegar con mi voz hasta los últimos confines del universo para alcanzar a todos los pecadores y gritarles que entren todos dentro de tu Corazón”. Intuyendo Aurelia su inminente muerte, quiso que preparasen a la niña para la confirmación. Y mientras la recibía entendió que Jesús le pedía el sacrificio de verse privada de su madre.

Aurelia murió el 17 de septiembre de 1885 a los 39 años. Gemma tenía 7 y se refugió en la Virgen: “Al perder a mi madre terrena me entregué a la Madre del cielo. Postrada ante su imagen, le dije: ‘¡María!, ya no tengo madre en la tierra; se tú desde el cielo mi Madre’”. Por fortuna, tuvo la certeza de que Ella le amparaba porque su personal calvario no había hecho más que empezar. A los 9 años inició sus estudios en el colegio de Santa Zita fundado por la beata Elena Guerra. Por esa época, al conocer la Pasión de Cristo sintió un dolor que le desgarraba por dentro acompañado de fiebre alta. El 17 de junio de 1887, festividad del Sagrado Corazón, determinó ser religiosa, sentimiento unido a “un ardiente anhelo de padecer y de ayudar a Jesús a sobrellevar la cruz”. Se cumpliría con creces este deseo.

En 1894 pereció Gino, el primogénito de la familia, al que ella amaba de forma singular. En 1896 fue intervenida de una lesión en el pie, que se efectuó sin anestesia, debiendo soportar inmenso dolor, y el 25 de diciembre de ese año privadamente consagró a Dios su castidad. En 1897 falleció su padre Enrico, que había sido farmacéutico, y con su deceso llegó un periodo de sinsabores al hogar de los Galgani. Perdieron todo y los hermanos se separaron. Gemma fue acogida por unos tíos y pasó por un breve y convulso periodo. Relegó las prácticas religiosas y las reemplazó por diversiones. Pero el sufrimiento la perseguía. Y sin darle apenas tregua, a los 20 años se le presentó una osteítis en las vértebras lumbares que la dejó imposibilitada para caminar. Los dolores en la cabeza eran insoportables, la enfermedad avanzaba y los médicos la desahuciaron.

Aunque se había propuesto llevar la cruz, no ocultó su contrariedad: “le dije a Jesús que no rezaría más si no me curaba. Y le pregunté qué pretendía teniéndome así. El ángel de la guarda me respondió: ‘Si Jesús te aflige en el cuerpo es para purificarte cada vez más en el espíritu’”. Sanó con la mediación de santa Margarita María de Alacoque. La cortejaron dos caballeros que se prendaron de su belleza, pero no tuvieron nada que hacer; Dios era su único dueño. En los círculos del vecindario la conocían como “la jovencita de la gracia”.

El año 1899 fue crucial. El 8 de junio se le manifestaron por vez primera los estigmas de la Pasión. Serían ostensibles en numerosas ocasiones cuando oraba, momento en que sudaba sangre. Meses más tarde, en el transcurso de una misión conoció a los padres pasionistas. Entonces sintió que Cristo le decía: “Tú serás una hija predilecta de mi Corazón”. Estos religiosos la condujeron a la familia Gianni, cuya ayuda fue decisiva para afrontar lo que iba a sobrevenirle. Había caído en sus manos la vida de san Gabriel de la Dolorosa, escrita por el padre Germán de San Estanislao, C.P., que sería su director espiritual, y a partir de entonces su vida dio un giro radical. Las visiones, éxtasis y vaticinios comenzaron a sucederse mientras su salud empeoraba. Su virtud traspasaba la morada y los hechos inexplicables formaban parte de su día a día. Los estigmas invariablemente se le reproducían del jueves al viernes. Para que no viesen sus llagas usaba guantes negros y se ataviaba con un discreto vestido del mismo color. Aún así, no pudo evitar que estos favores saltaran a la calle. Y la misma gente que antes la admiró, se burlaba de ella y la tildaban de histérica y farsante. También el obispo Volpi, que fue su confesor, tuvo sus dudas. Paralelamente, los científicos no hallaban explicación a los hechos que le acontecían.

El padre Germán la sostuvo espiritualmente ante la exigencia de pruebas y el arrecio de las dificultades. Gemma sobrellevaba su dolor en silencio. Por su mediación se obraban grandes conversiones. Con todo, en su trayectoria espiritual hubo muchas incursiones violentas del diablo. En 1901 su director le indicó que redactase su biografía: «El cuaderno de mis pecados». En ella se percibe su profundo sentido victimal: se había ofrendado en holocausto por los pecadores. Instada por Cristo a fundar un monasterio para los pasionistas en Lucca, en 1901 enfermó gravemente. En el último periodo de su vida la oscuridad y la angustia por sus pecados le pesaron como una losa. Murió el Sábado Santo, 11 de abril de 1903, en medio de espantosos dolores que ofreció con carácter expiatorio. Ese año Pío X autorizó la erección del monasterio. Pío XI la beatificó el 14 de mayo de 1933. Pío XII la canonizó el 2 de mayo de 1940.