Boletín Diario de Zenit


 

 

Servicio diario - 25 de diciembre de 2020


 

ESPIRITUALIDAD
25 de diciembre: La Natividad de Jesús
Rafael Mosteyrín
Celebrar la Navidad

PAPA FRANCISCO
Navidad: Mensaje del Papa en la bendición ‘Urbi et Orbi’
Gabriel Sales Triguero
Oración por la fraternidad humana

TESTIMONIOS
Santa Vicenta María López y Vicuña, 26 de diciembre
Isabel Orellana Vilches
Entregó su vida a Cristo


 

 

 

25 de diciembre: La Natividad de Jesús

Celebrar la Navidad

diciembre 25, 2020 09:00

Espiritualidad

(zenit – 21 dic. 2020)-. Cuenta una tradición que cuando nació Jesús, su Madre, la Virgen Santísima exclamó: “¡Dios mío, Señor mío, Hijo mío!”. Y al decir “Dios” le besó los pies, al decir “Señor” las manos, y al decir “Hijo” las mejillas.

Nosotros también adoramos a Jesús, en Navidad. Otras veces se le da un beso en la figura del Niño recién nacido, pero este año no es conveniente. En cualquier caso siempre podemos adorarle cuando le saludamos en el Sagrario, con una genuflexión en la que doblamos la rodilla derecha hasta tocar el suelo, es decir, bien hecha, despacio y diciéndole por dentro algo bonito.

¿Cómo nos podemos preparar para celebrar bien la Navidad?

-Visitando muchas veces a Jesús en el Sagrario, para felicitarle por su próximo cumpleaños.

-Asistiendo a la Santa Misa para recibirle y adorarle. Al menos cada domingo y los días 25, 1 y 6 de enero, que son de precepto, por ser de especial celebración. El 25 por ser el día de su Nacimiento, el 1 es el día dedicado a santa María, Madre de Dios. Y el 6 es la adoración de los Reyes Magos a la que nos unimos todos, pues Dios se nos manifiesta a cada uno.

-Cantándole villancicos, alrededor del Nacimiento, en las distintas reuniones familiares.

Lc 2, 5-7: “José y María hicieron un largo viaje en su borrico, desde Nazaret a Belén. Y sucedió que estando allí (en Belén) le llegó a María la hora del parto, y dio a luz a su hijo Jesús, y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada”.

Si en tu familia nace un nuevo hermano se le recibe con impaciencia y previsión. Si nos alegramos tanto cuando nace uno como nosotros, ¡cuánto más si nace Dios! El día de Navidad todos los hombres, y más la gran familia de la Iglesia, canta llena de alegría: Un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.

¿Y quién es ese Niño? Es el Hijo de Dios que, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre naciendo de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo:

Recuerda la historia: Dios buscaba una madre. La Virgen María estaba en Nazaret. Y le envió un Ángel que le dijo ¿Quieres ser Madre de Dios?

Ella respondió: “Sí”. Lo dijo con esas palabras que rezamos en el Ángelus: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. En ese instante el Hijo de Dios se hizo hombre, en las purísimas entrañas de la Virgen María.

De esto hace nueve meses y Jesús va a nacer en Belén, el día 25 de diciembre. Como es el cumpleaños del mejor Amigo vamos a celebrarlo, con mucha alegría, y haciéndole un regalo de los  que le guste de verdad.

Le gustará mucho:

-que le pongamos el Nacimiento en casa, procurando identificarnos con alguna de las figuras allí presentes, que se acerca para verle.

-que prestemos atención a la letra de los villancicos que le cantaremos en estos días.

-como Jesús vive en el Sagrario, y le podemos recibir en cada Misa, felicitarle con nuestras visitas y recibirle, en nosotros mismos, a través de la Comunión frecuente.

Al llegar la Navidad de 1980, el Papa San Juan Pablo II se reunió con más de dos mil niños en una parroquia romana. Y comenzó la catequesis: “¿Cómo os preparáis para la Navidad?” Con la oración, responden los chicos gritando. “Bien, con la oración, pero también con la Confesión. Tenéis que confesaros para acudir después a la Comunión. ¿Lo haréis?” Y los millares de chicos, más fuerte todavía, responden: ¡Lo haremos! “Sí, debéis hacerlo”, les dice san Juan Pablo II. Y en voz más baja: “El Papa también se confesará para recibir dignamente al Niño Dios”.

Feliz Navidad a todos.

 

 

 

 

Navidad: Mensaje del Papa en la bendición ‘Urbi et Orbi’

Oración por la fraternidad humana

diciembre 25, 2020 13:59

Papa Francisco

(zenit– 25 dic. 2020).- A las 12 del mediodía de hoy, Solemnidad de la Natividad del Señor, el Papa Francisco, antes de impartir la bendición Urbi et Orbi, ha pronunciado el tradicional mensaje de Navidad a los fieles de todo el mundo, por primera vez en la historia en el Aula de las Bendiciones.

A continuación las palabras del Santo Padre en el mensaje de Navidad.

***

 

Mensaje Urbi et Orbi del Pontífice.

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Navidad!

Deseo hacer llegar a todos el mensaje que la Iglesia anuncia en esta fiesta, con las palabras del profeta Isaías: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9,5).

Ha nacido un niño: el nacimiento es siempre una fuente de esperanza, es la vida que florece, es una promesa de futuro. Y este Niño, Jesús, “ha nacido para nosotros”: un nosotros sin fronteras, sin privilegios ni exclusiones. El Niño que la Virgen María dio a luz en Belén nació para todos: es el “hijo” que Dios ha dado a toda la familia humana.

Gracias a este Niño, todos podemos dirigirnos a Dios llamándolo “Padre”, “Papá”. Jesús es el Unigénito; nadie más conoce al Padre sino Él. Pero Él vino al mundo precisamente para revelarnos el rostro del Padre. Y así, gracias a este Niño, todos podemos llamarnos y ser verdaderamente hermanos: de todos los continentes, de todas las lenguas y culturas, con nuestras identidades y diferencias, sin embargo, todos hermanos y hermanas.

En este momento de la historia, marcado por la crisis ecológica y por los graves desequilibrios económicos y sociales, agravados por la pandemia del coronavirus, necesitamos más que nunca la fraternidad.

Y Dios nos la ofrece dándonos a su Hijo Jesús: no una fraternidad hecha de bellas palabras, de ideales abstractos, de sentimientos vagos… No. Una fraternidad basada en el amor real, capaz de encontrar al otro que es diferente a mí, de compadecerse de su sufrimiento, de acercarse y de cuidarlo, aunque no sea de mi familia, de mi etnia, de mi religión; es diferente a mí pero es mi hermano, es mi hermana. Y esto es válido también para las relaciones entre los pueblos y las naciones: Hermanos todos.

En Navidad celebramos la luz de Cristo que viene al mundo y Él viene para todos, no sólo para algunos. Hoy, en este tiempo de oscuridad y de incertidumbre por la pandemia, aparecen varias luces de esperanza, como el desarrollo de las vacunas.

Pero para que estas luces puedan iluminar y llevar esperanza al mundo entero, deben estar a disposición de todos. No podemos dejar que los nacionalismos cerrados nos impidan vivir como la verdadera familia humana que somos.

No podemos tampoco dejar que el virus del individualismo radical nos venza y nos haga indiferentes al sufrimiento de otros hermanos y hermanas. No puedo ponerme a mí mismo por delante de los demás, colocando las leyes del mercado y de las patentes por encima de las leyes del amor y de la salud de la humanidad.

Pido a todos: a los responsables de los estados, a las empresas, a los organismos internacionales, de promover la cooperación y no la competencia, y de buscar una solución para todos. Vacunas para todos, especialmente para los más vulnerables y necesitados de todas las regiones del planeta. ¡Poner en primer lugar a los más vulnerables y necesitados!

Que el Niño de Belén nos ayude, pues, a ser disponibles, generosos y solidarios, especialmente con las personas más frágiles, los enfermos y todos aquellos que en este momento se encuentran sin trabajo o en graves dificultades por las consecuencias económicas de la pandemia, así como con las mujeres que en estos meses de confinamiento han sufrido violencia doméstica.

Ante un desafío que no conoce fronteras, no se pueden erigir barreras. Estamos todos en la misma barca. Cada persona es mi hermano. En cada persona veo reflejado el rostro de Dios y, en los que sufren, vislumbro al Señor que pide mi ayuda. Lo veo en el enfermo, en el pobre, en el desempleado, en el marginado, en el migrante y en el refugiado: todos hermanos y hermanas.

En el día en que la Palabra de Dios se hace niño, volvamos nuestra mirada a tantos niños que en todo el mundo, especialmente en Siria, Irak y Yemen, están pagando todavía el alto precio de la guerra. Que sus rostros conmuevan las conciencias de las personas de buena voluntad, de modo que se puedan abordar las causas de los conflictos y se trabaje con valentía para construir un futuro de paz.

Que este sea el momento propicio para disolver las tensiones en todo Oriente Medio y en el Mediterráneo oriental.

Que el Niño Jesús cure nuevamente las heridas del amado pueblo de Siria, que desde hace ya un decenio está exhausto por la guerra y sus consecuencias, agravadas aún más por la pandemia. Que lleve consuelo al pueblo iraquí y a todos los que se han comprometido en el camino de la reconciliación, especialmente a los yazidíes, que han sido duramente golpeados en los últimos años de guerra. Que porte paz a Libia y permita que la nueva fase de negociaciones en curso acabe con todas las formas de hostilidad en el país.

Que el Niño de Belén conceda fraternidad a la tierra que lo vio nacer. Que los israelíes y los palestinos puedan recuperar la confianza mutua para buscar una paz justa y duradera a través del diálogo directo, capaz de acabar con la violencia y superar los resentimientos endémicos, para dar testimonio al mundo de la belleza de la fraternidad.

Que la estrella que iluminó la noche de Navidad sirva de guía y aliento al pueblo del Líbano para que, en las dificultades que enfrenta, con el apoyo de la Comunidad internacional no pierda la esperanza. Que el Príncipe de la Paz ayude a los dirigentes del país a dejar de lado los intereses particulares y a comprometerse con seriedad, honestidad y transparencia para que el Líbano siga un camino de reformas y continúe con su vocación de libertad y coexistencia pacífica.

Que el Hijo del Altísimo apoye el compromiso de la comunidad internacional y de los países involucrados de mantener el cese del fuego en el Alto Karabaj, como también en las regiones orientales de Ucrania, y a favorecer el diálogo como única vía que conduce a la paz y a la reconciliación.

Que el Divino Niño alivie el sufrimiento de las poblaciones de Burkina Faso, de Malí y de Níger, laceradas por una grave crisis humanitaria, en cuya base se encuentran extremismos y conflictos armados, pero también la pandemia y otros desastres naturales; que haga cesar la violencia en Etiopía, donde, a causa de los enfrentamientos, muchas personas se ven obligadas a huir; que consuele a los habitantes de la región de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique, víctimas de la violencia del terrorismo internacional; y aliente a los responsables de Sudán del Sur, Nigeria y Camerún a que prosigan el camino de fraternidad y diálogo que han emprendido.

Que la Palabra eterna del Padre sea fuente de esperanza para el continente americano, particularmente afectado por el coronavirus, que ha exacerbado los numerosos sufrimientos que lo oprimen, a menudo agravados por las consecuencias de la corrupción y el narcotráfico. Que ayude a superar las recientes tensiones sociales en Chile y a poner fin al sufrimiento del pueblo venezolano.

Que el Rey de los Cielos proteja a los pueblos azotados por los desastres naturales en el sudeste asiático, especialmente en Filipinas y Vietnam, donde numerosas tormentas han causado inundaciones con efectos devastadores para las familias que viven en esas tierras, en términos de pérdida de vidas, daños al medio ambiente y repercusiones para las economías locales.

Y pensando en Asia, no puedo olvidar al pueblo Rohinyá: Que Jesús, nacido pobre entre los pobres, lleve esperanza a su sufrimiento.

Queridos hermanos y hermanas:

“Un niño nos ha nacido” (Is 9,5). ¡Ha venido para salvarnos! Él nos anuncia que el dolor y el mal no tienen la última palabra. Resignarse a la violencia y a la injusticia significaría rechazar la alegría y la esperanza de la Navidad.

En este día de fiesta pienso de modo particular en todos aquellos que no se dejan abrumar por las circunstancias adversas, sino que se esfuerzan por llevar esperanza, consuelo y ayuda, socorriendo a los que sufren y acompañando a los que están solos.

Jesús nació en un establo, pero envuelto en el amor de la Virgen María y san José. Al nacer en la carne, el Hijo de Dios consagró el amor familiar. Mi pensamiento se dirige en este momento a las familias: a las que no pueden reunirse hoy, así como a las que se ven obligadas a quedarse en casa. Que la Navidad sea para todos una oportunidad para redescubrir la familia como cuna de vida y de fe; un lugar de amor que acoge, de diálogo, de perdón, de solidaridad fraterna y de alegría compartida, fuente de paz para toda la humanidad.

A todos, ¡Feliz Navidad!

 

© Librería Editorial Vaticano

 

 

 

 

Santa Vicenta María López y Vicuña, 26 de diciembre

Entregó su vida a Cristo

diciembre 25, 2020 09:00

Testimonios

 

“Esta fundadora de las religiosas de María Inmaculada tenía a sus pies cuanto podía desear dada la alta posición social a la que pertenecía. Santa Vicenta María López y Vicuña se entregó a Cristo y fue un ángel protector para las empleadas del servicio doméstico”

Un santo contempla lo que le rodea imbuido por el amor a Dios y el anhelo de dar a los demás lo mejor de sí. Atento a cualquier atisbo en el que perciba la vía a seguir para encauzar el bien, como hizo Vicenta María, se pone en marcha sin dilación y la gracia de Cristo se derrama a raudales.

Nació en Cascante, Navarra, España, el 22 de marzo de 1847. Era hija de un prestigioso jurista que se ocupó personalmente de su educación al constatar las cualidades que poseía. Creció en una familia cristiana y comprometida, en la que cotidianamente florecía la caridad, ya que sus componentes dedicaban gran parte de su tiempo ayudando a los desfavorecidos.

En ese clima discurrió su infancia, arropada por sus padres y otros familiares, apreciando en ellos rasgos de piedad y compartiendo la espiritualidad que emanaba de su entorno como algo natural. Visitaba al Santísimo, acudía a misa y se fijaba en las imágenes del templo, en particular la de Cristo atado a la columna; ésta suscitó en ella una gran devoción que mantuvo hasta el fin de su vida.

Una tía materna pertenecía a la aristocracia madrileña y dispensaba toda clase de atenciones a los necesitados. Sus rasgos de generosidad, junto a su privilegiada situación social, fueron tenidos en cuenta por los padres y los tíos de santa Vicenta María López y Vicuña cuando decidieron que prosiguiese la formación en Madrid.

Bajo la custodia de este familiar, aprendió idiomas y piano, estudios que completó más tarde en el prestigioso colegio San Luís de los Franceses. Era una muchacha normal, con cierta coquetería –usual a esa edad–, inteligente, creativa, con muchos intereses culturales y muy comunicativa.

Los primeros años de su juventud transcurrieron en un estado de búsqueda. Su tía estaba estrechamente vinculada a la Congregación de la Doctrina Cristiana, y ella solía acompañarla en algunas acciones que realizaba con jóvenes empleadas del servicio doméstico, lo cual le ayudó a discernir el camino a seguir.

La previsión de sus padres fue desposarla con alguien de su condición social, y había expectativas para que así sucediese. Pero tal futuro no entraba en los planes de la joven, y cuando su tía la tanteó haciendo de mediadora entre ella y sus progenitores, Vicenta María respondió: “tía, ni con un Rey ni con un santo”; es decir, que ya había elegido en su corazón.

Olvidada de sí y centrada en las necesidades de estas jóvenes, comenzó a plantearse seriamente cómo podría ayudarlas mejor. La clave la recibió en 1853 al leer el anuncio de un piso en alquiler. En esa simple observación entrevió el signo que Dios le ponía para iniciar su obra. Y se hizo con la vivienda.

Acogió en ella a tres muchachas convalecientes del hospital junto a una persona de mayor edad, seleccionada para asistirlas, y denominó “La Casita” a tan recoleto espacio en el que dio a las jóvenes un trato evangélico. Se ocupó de su formación y también de su trabajo eligiendo selectos domicilios para que pudieran servir en ellos.

Tras la realización de los ejercicios espirituales efectuados en el monasterio de la Visitación en 1868, las líneas que debía seguir se hicieron más nítidas. El siguiente gran paso fue comunicar a su padre por carta su negativa al matrimonio.

Le informó de su vocación y proyecto de fundar un Instituto aprovechando la experiencia que había adquirido conviviendo con las jóvenes. No estaba vinculada con votos, pero se propuso cumplir lo que entendía como voluntad divina. El 11 de junio de 1876 puso en marcha el Instituto; con ella se comprometían en esta labor dos jóvenes.

Las vocaciones aumentaron y la fundación iba creciendo exponencialmente. Hacía a todas la siguiente advertencia: “A este fin consideren que han venido al Instituto a morar unánimes y conformes y a no tener sino un corazón y un alma en Dios”.

Puso la Congregación del Servicio Doméstico (actuales Religiosas de María Inmaculada) bajo el amparo de la Virgen María. Suplicaba de manera insistente: “Enséñame a obedecer, Dios mío”. La caridad era el único horizonte para las componentes de la fundación: “Nada me agrada tanto como poder contemplaros abrasadas en el fuego de la caridad”. En poco tiempo cinco nuevas casas dieron cuenta de la fecundidad apostólica.

En julio de 1890 santa Vicenta María López y Vicuña hizo sus votos perpetuos. Poco después enfermó gravemente de tuberculosis. Viendo que iba a morir, y pensando en las jóvenes, manifestó: “Quiero recomendarles que por mi muerte no se suprima ninguna fiestecilla de las chicas, y esto aunque estuviera de cuerpo presente”.

Su tránsito se produjo el 26 de diciembre de 1890. “Si vivimos bien, la muerte será el principio de la vida”, había dicho. Santa Vicenta María López y Vicuña fue beatificada por Pío XII el 19 de febrero de 1950, y canonizada por Pablo VI el 25 de mayo de 1975.