Tribunas

¿Qué le pasa al catolicismo en España? (y II)

 

 

José Francisco Serrano Oceja


 

 

 

 

 

Hablaba en mi anterior entrega de la tentación de la abstracción, distanciamiento o separación de la Iglesia del mundo, de nuestra sociedad. Una distancia que puede producir el efecto de la fascinación por el mundo, de la pérdida de sus dimensiones reales.

Algo así como cuando un hombre idealiza a una mujer, se fascina con ella, la sublima, y pierde las medidas reales de la persona que le ha subyugado. La convierte en una especie de tótem, de fetiche.

Está claro que para evitar el riesgo de idealización, como forma de abstracción, el antídoto es la relación, que pasa por el contacto, por el interés por el otro, por sentirse interpelado por el otro, por sus deseos, por sus inquietudes. Una relación que permite el conocimiento del otro. Una interpelación que exige la escucha, la atención, dedicar tiempo, paciencia.

La abstracción, como forma de conocimiento, es un fruto intensivo de la modernidad. En lo referido al cristianismo tiene que ver con el fenómeno del moralismo como trampa de la modernidad al cristianismo. Quizá estemos asistiendo a nuevas formas de moralismo, también eclesial.

Esto me da pie para apuntar que lo que no estamos jugando en este momento, incluso en la orientación de la Iglesia, es cómo cristaliza la relación con la modernidad y con las consecuencias epocales de la modernidad, es decir, lo que se llama postmodernidad.

En no pocas ocasiones, cuando en la Iglesia se hacen análisis sobre los retos que presenta la realidad social, se parte de una especie de idealización de lo que se nos demanda, se nos pide, se nos reclama, se nos exige como condición para ser aceptados en la realidad social. Idealización que genera tensión, repuesta inmediata a la velocidad en la que fluye la historia.

La realidad política, social, económica, cultural, tiene y manifiesta sus intereses. Nunca ha sido un interlocutor fácil. En estos momentos habría que tener además un particular cuidado por los espejismos de la amplificación que generan los medios de comunicación.

La cuestión de la mundanización de la Iglesia, concepto repetido por el papa Francisco, no está solo en la aceptación o asimilación de lo que es y significa el mundo como categoría representación de lo contrario al Evangelio, sino de los efectos que produce. El primero de ellos el miedo a que la distancia entre el mundo y la Iglesia haga no viable, posible, real, el encuentro.

No hace falta que cite a E. Fromm para dejar constancia de que el principal enemigo de la propuesta cristiana hoy es el miedo. Miedo, en determinados sectores, a la no aceptación del cristianismo y de la Iglesia por parte del mundo, al espejismo de la pérdida de control, de la estructura, de la dimensión o dimensiones de lo institucional, del patrimonio, de, incluso, la dignidad de lo que se ha sido en el pasado.

Se produce, al menos en Europa, en España, una idea de que si la Iglesia es aún reconocida es porque tiene cuerpo institucional, estructura, músculo, escuelas, medios, universidades… Somos alguien porque tenemos algo. Si tenemos algo –instituciones-, lo tenemos por historia, como herencia, no como fruto de una presencia.

El proceso de achicamiento de la dimensión institucional se produce en medio de un cambio acelerado, que se caracteriza por un movimiento de fluidos, un universo líquido, mutante, que no acepta con facilidad lo que significa permanencia, estabilidad, naturaleza.

Es más, y lo que es más grave, hay un temor real a la irrelevancia, miedo a no ser alguien, a no ser reconocido, a no interesar, a no tener la capacidad de interpelar, de, al menos, llamar la atención. Miedo entendido, en no pocas ocasiones, como fracaso de un proyecto, de un plan, de un diseño, mi plan, nuestro plan. El cristianismo no es cuestión de cantidad sino de calidad.

Curioso. Mientras, al hombre y a la mujer postmodernos parece que no les queda más suerte que llorar su suerte trágica y “divertirse” hasta morir, con permiso de N. Postmann, es decir, huir de la dureza de su condición dedicándose a las nuevas formas de caza, haciendo las más variadas guerras –intelectuales, culturales- o realizando obras titánicas con las cuales exorcizaba su malestar.

Es decir, el estado propio de los hombres y las mujeres antes de que se produjera el hecho de la revelación de Dios en Jesucristo. En este sentido, quizá la época que más se parezca a la actual sea la del paganismo y el sincretismo religioso, también por el gnosticismo, contemporáneo a Jesucristo. El momento en el que la religión tenía como finalidad aplacar la suerte de los dioses, no sé si caprichosos, esos sí proyecciones de la indeterminación, mediante el ritualismo como forma social de indagar y tranquilizar a la lógica de la existencia.

San Juan dice en su Evangelio: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia de los bienes terrenos- no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo es pasajero, y también sus concupiscencias; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” ( 1Jn 2, 15-17).

San Agustín comenta, a este respecto, que ése mundo es el de quien no conoce a Cristo ni al cristiano; el mundo del que “no nos conoce porque no conoce a Dios. Jesucristo, también él, ha estado en el mundo, él era Dios encarnado, oculto bajo la debilidad. ¿Y de dónde viene que no le haya conocido? De que él colocaba a los hombres cara a todos sus pecados” (Comentario a la 1a Carta de San Juan, IV, 4).

Sería un error grave intentar comprender al mundo partiendo del pecado. La urgencia está más bien en intentar comprender al mundo desde la exigencia de la verdad de lo que hay en el mundo de presencia del mal y de posibilidad de apertura a la gracia.

Desde una perspectiva cristiana, el mundo debiera ser comprendido teniendo presentes a la vez la historia de la salvación. Por simplificar, creación,  pecado y la gracia como nueva creación que trae el encuentro con Cristo. Tres momentos que constituyen el entramado de la historia. Entender el mundo solo desde la categoría de creación, sin el pecado y la nueva creación-gracia, supone entregarnos a un mero proceso de naturalización de la fe, de humanización horizontal.

Amar la mundo como creación, partir de lo que san Juan Pablo II llamaba “la sacramentalidad del mundo” –de forma analógica-, significa abandonar todo actitud de claudicación, de inevitabilidad, de reacción. El cristianismo es una cuestión también de mirada. Y la mirada última es la mirada redentora, sanadora, liberadora. No redime el progreso de la historia, redime Cristo desde la cruz.

Pensar en el mundo solo desde el pecado, significa caer en las trampas del mal presente en la historia como fuerza predominantemente operativa, maniqueísmos al uso. Entregarnos a una dinámica de la gracia, de lo espiritual, que no implique el previo de la creación y de perspectiva de la nueva ceración en Cristo, significa convertirnos en adalides de un nuevo universo de iluminados, elegidos, una forma de gnosticismo al uso.

No olvidemos que la religión antigüa no iba por el camino del logos sino por el del mito inoperante. Hoy vivimos en los nuevos tiempos de los mythos, que son las ideologías. Por eso, el inevitable hundimiento del mito se debe a la verdad. Si la Iglesia abandona la pretensión de verdad, en la dinámica de la abstracción, es probable que acabe cayendo en las redes de las ideologías, las nuevas mitologías. Ya se encargan los medios de comunicación, con sus efectos omniscientes, de alimentar las mitologías, también eclesiales.

Frente a esta situación, Tertuliano enfatizó con palabras extraordinariamente valientes la actitud cristiana cuando dijo “Cristo no se llamó a sí mismo costumbre sino verdad”.

La Iglesia no debe seguir llamado a sí misma costumbre, no debiera seguir apareciendo en la realidad de la vida de las personas como costumbre. ¿Cuántas iniciativas eclesiales, cuántas prácticas pastorales, se hacen y se siguen haciendo por costumbre?

Coloquémonos en el año 1919 cuando Heidegger, un 9 de junio de 1919, escribe a su amigo católico Engelbert Krebs para anunciarle que el antiguo cielo católico se ha derrumbado y que se entrega al ejercicio de una nueva metafísica que pasa por tomarse en serio el “mundear” del mundo.

Es decir, se toma en serio el descubrimiento de la realidad; el descubrimiento de la economía (Marx), de la existencia moral (Kierkeggard), de la voluntad en el fondo de la razón (Schopenauer), del instinto bajo la cultura (Nietzsche, Freud) y de la biología en el subsuelo (Darwin).

Había acabado la ilusión de un Dios administrado por una Iglesia que re-cae en costumbre. Nada de acostumbrarnos a Dios, ni a la Iglesia, de tratar a Dios, a Cristo como costumbre, ni a la Iglesia, en sus dimensiones, como de costumbre.

La costumbre hoy en la Iglesia también se llama paternalismo, clericalismo, personalismos, yo-ismos, autorreferencialidades, corporativismos y todos los ismos como patologías, lo que se hace porque siempre se ha hecho así, lo que se dice porque siempre se ha dicho así, lo que se manda porque siempre se ha mandado así y se ha obedecido así.

Es hora de pensar en esa novedad de la nueva creación, del nuevo inicio. Mientras en el catolicismo en España nos cueste encontrar un puñado de nuevas iniciativas que ofrezca una respuesta a esa necesidad del mundo de nueva creación y de gracia; mientras que no nos topemos con un puñado de liderazgos entusiasmadores y motivadores, que no sean o autorreferentes o contenedores de tópicos y costumbres; mientras que no seamos capaces de compartir fortalezas y debilidades, de articular fórmulas de encuentro de las diversidades; mientras sigamos atrincheraos en la comodidad, la indiferencia o protegidos por el territorio de lo propio, se acrecentará la distancia y seguirán apareciendo los fantasmas. Los fantasmas son abstracciones y marcan distancia. Los fantasmas impiden la significatividad de la propuesta cristiana.

 

 

José Francisco Serrano Oceja