[Éste es la cuarta de las entregas sobre el matrimonio de la serie
Charlas Matrimoniales, del Padre Antonio Rivero]
Artículos precedentes:
La fuerza del
amor
Tu familia
La barca del
matrimonio
Cuando se habla de estaciones en el matrimonio se habla de las etapas de
la evolución en el amor, es decir, del crecimiento en el amor.
Cuando nos ponemos a reflexionar sobre el amor, existe siempre un
peligro: la idealización, tratándolo como si fuese una especie de
ensueño, un cierto mito. Tal actitud no sirve de nada. El amor es una
realidad, no un sueño. El amor no debe ser soñado, sino vivido. Y la
vida es crecimiento. Y este crecimiento se realiza en el tiempo. Y en el
tiempo hay primavera, verano, otoño e invierno. Cada estación es
necesaria para la maduración en el amor, para el crecimiento en el amor.
El amor que no crece, se estanca. Y el agua estancada es nido de bichos,
insectos y microbios, y quien bebe esa agua y se acerca a ese estanque
sufrirá de paludismo, de disentería, malaria o cólera.
El amor requiere, pues, del tiempo para crecer y desarrollarse. Requiere
de las estaciones para sembrar, regar, crecer, limpiar, madurar,
cosechar y disfrutar de la cosecha. Si no, el amor muere, se agosta, se
seca.
El amor, atravesando el tiempo, conoce ciertas transformaciones. Como el
hombre que nace, crece, madura y envejece, así también el amor. Los
esposos, por mucho que se amen, no se amarán siempre de la misma manera.
Existen avances y retrocesos, momentos de calma y época de crisis. Esto
obliga a los cónyuges a vivir en estado de alerta, para no irse a pique
en esos momentos críticos.
I. PRIMAVERA MATRIMONIAL (aurora)
¿Cuáles son los síntomas de la estación primaveral? Los árboles
comienzan a florecer, los pájaros a cantar, el sol alegra nuestro día.
La primavera nos ofrece mañanas suaves, mediodías de ensueño, tardes
apacibles y noches refrescantes, serenas, y claras. La luna brilla llena
en el claro cielo primaveral, casi sin estrellas. La primavera es la
estación siempre deseada, después de un invierno tal vez crudo e
implacable. La primavera la sangre altera. En la primavera todo es
ensueño, alegría, felicidad y proyectos de siembra. Las plantas
exuberantes, húmedas y rizadas.
Azorín describe así la primavera: “Un almendro en flor solo, en un
barranco rojizo. Arriba, el cielo azul. Tintineo de un rebaño lejano.
Son de una fuente. Olor a romero y espliego. Sombras azules. Voz de una
canción que se apaga con la tarde. Allá en lo alto de la montaña, de
noche, la lucecita de una hoguera” (En su libro Un pueblecito,
Riofrío de Ávila).
Es el amor fresco, todavía inmaduro, lleno de rocío, de ilusiones,
entusiasmos de los primeros años de matrimonio. Es un amor todavía hecho
capullo que no ha abierto su flor. Es un amor de ensueño, de belleza. Es
un amor que no ha recibido todavía los soles fuertes del verano, ni el
granizo ni tempestades del otoño, ni las heladas del invierno. Es un
amor tierno, no fortalecido todavía. Es un amor de descubrimiento: en
esos primeros años ambos, el esposo y la esposa, descubren juntos un
universo nuevo, con la ternura propia del comienzo, hermosa, sin duda,
pero quizá demasiado fácil. En la primavera del matrimonio el amor está
apenas estrenándose, la ternura en gestos y palabras está abriéndose
camino...no ha tenido tiempo de contaminarse ni de ser rehusada, ni
violada.
¿Cuáles serían, entonces, las características de la primavera
matrimonial?
1. Es verdad, que los primeros años de matrimonio deben ser años de
primavera, donde comienza a florecer el amor. El árbol matrimonial
comienza a echar su flor olorosa y perfumada, como la flor del almendro
o del azahar. Vienen los primeros hijos y se oyen las melodías por toda
la casa. Todo se llena de sonrisas y de gorjeo.
2. Ambos comienzan a conjugar el pronombre “nosotros”. Antes era el “tú
y el yo”. Ahora brota de los labios el nosotros: “Que te parece
si vamos, si hacemos, si viajamos, si caminamos, si compramos...”. Es la
estación de los sueños compartidos, de los proyectos compartidos.
3. Se van comunicando la ternura mutua, esa tendencia a acercarnos al
estado anímico del otro, y no sólo al cuerpo del otro. La ternura es
altruista, es ese deseo de comprensión, de compasión y aceptación del
otro. Esa ternura se manifiesta en un mirar, en una sonrisa, en una
lágrima, en una caricia, en una forma de apartar el cabello. En la
ternura el alma utiliza el cuerpo, pero sin apegarse y diluirse en él.
4. Los primeros meses de matrimonio son una época de euforia amorosa.
Los corazones, llenos de efervescencia, se buscan y se completan. Los
conflictos son mínimos; los hábitos, que darán lugar más tarde a la
peligrosa rutina, todavía no están constituidos. El amor es nuevo y está
intacto. Surgen, claro está, algunos malentendidos aquí o allí, pero
apenas esbozados se superan de inmediato. Se está demasiado ocupado en
edificar el futuro, el porvenir, que aparece ahora como el nuevo
presente: la casa común, el círculo de amigos común; después, tarea la
más preciosa de todas, el recién nacido, fruto del amor, que lanza a los
jóvenes esposos a una esperanza nueva, maravillosamente fascinadora.
Recién salidos de la esperanza en que se vivía el noviazgo, se vuelve a
ella por la fecundidad de la unión. El amor, en esta fase, es fácil y
generoso.
5. Ya desde la primavera matrimonial vendrá la primera crisis de
la desilusión, que aparece entre el segundo y el tercer año de
matrimonio. Los meses, poco a poco, han hecho que el matrimonio se vaya
encauzando. Y el descubrimiento, que al principio era sólo alegría,
comienza poco a poco a desvelar lo que no había podido aparecer antes.
En el noviazgo somos presa de la ilusión: se cree que todo será color de
rosa. No se ha experimentado la convivencia diaria, los roces diarios,
los defectos diarios. En el noviazgo sólo se ven las rosas; nunca las
espinas. Éstas se comenzarán a ver ya en el matrimonio, en medio de la
convivencia diaria. En el noviazgo el amor viene visto en un espejo
deformado, que me hace más grande y mejor de lo que es en realidad. Se
había construido una imagen ideal, no real.
Con esta experiencia se va entrando ya en el verano del matrimonio. Ya
hace calor, vienen los soles de la dificultad, se suda en el trabajo de
la casa, en el cuidado de los niños. La familia del otro cónyuge también
pesa en mi familia. ¡Cuesta!
Consejos que les doy para vivir esta primavera matrimonial:
1. Comenzar el matrimonio con esta decisión: “Quiero
hacerte feliz”. Y no: “Quiero que me hagas feliz”. Sólo así
el amor tendrá un valor moral que inundará la vida cotidiana a pesar de
la monotonía y sus erosiones.
2. Comenzar el matrimonio con esta certeza: “Nadie
puede ser para mí todo”; sí puede ser casi todo, pero nunca la
plenitud definitiva. ¿Por qué? Porque el hombre es un ser referencial;
no es ni causa ni origen de su término; es camino hacia algo. Por eso
nadie está capacitado para llenar y por siempre a alguien. Se necesita
una referencia superior. Lo otro sería crear demasiadas expectativas,
error que sucede con bastante frecuencia y que indica un escaso
conocimiento del hombre y de uno mismo. Sólo así superaremos la crisis
de la desilusión. No se debe decir nunca: “Tú eres todo para mí”;
sino más bien: “Construyamos juntos nuestros matrimonio para ir
logrando la plenitud del amor”. Esta plenitud no se logra en los
primeros años. Es un fruto que se consigue.
3. Comenzar el matrimonio con este desafío y tarea: “El
amor conyugal se protege y afianza con la virtud”. La virtud es
hábito bueno. Y lograr las virtudes, cuesta. Sólo así la vida afectiva y
sexual estará bien orientada, será estable, firme y tendrá raíces
fuertes. De lo contrario, la sexualidad y la afectividad desembocarán en
un desenfreno, que en poco tiempo será fuente de amargas decepciones.
4. Comenzar el matrimonio dosificando el tarro de las esencias de
la ternura. No destaparlo todo de golpe, porque empalagaría.
Ternura es delicadeza, exquisitez, finura, elegancia, suavidad,
cortesía. Ternura es benevolencia, abnegación, renuncia, dulzura,
amabilidad. Si faltase esta ternura en los primeros años de matrimonio,
ese matrimonio puede caer en una gran enfermedad: la rutina; y la rutina
desemboca en la desilusión. Cuando hay rutina, hay apatía, dejadez,
despreocupación por afinar y mejorar el trato. La ternura que espera la
mujer del hombre es recia y suave a la vez; fuerte y tersa. Con esos
materiales hay que edificar el cariño diario.
5. Comenzar el matrimonio con esta consigna: “No
confundamos el amor y el sexo”. Si se confunden, se está firmando el
acta de defunción de esa relación amorosa. El auténtico amor y esa
relación terminan por agotarse. Por eso, hay que llenar el amor con
valores humanos, espiritualidad. Sólo así esa relación amorosa será
humana, digna y hermosa.
II. VERANO MATRIMONIAL (mediodía)
Así lo describe León Tolstoi: “Gran sequía y calor asfixiante. El sol se
pone en el horizonte entre una neblina rojiza. Únicamente el rocío de la
noche refrescaba la tierra. El trigo que no ha sido segado se seca y cae
el grano. Los pantanos se secan, el ganado muere de hambre sin encontrar
pastos en los prados requemados por el sol. Tan sólo por las noches y en
los bosques se siente algo de frescor mientras están humedecidos por el
rocío. A veces, uno se ahoga en el polvo caliente, sofocante, que la
noche no ha refrescado. Y ese polvo se mete en los ojos, en los
cabellos, en las narices y, sobre todo, en los pulmones de los hombres y
animales. Cuanto más se eleva el sol, más se levanta aquella
transparente nube de polvo fino y ardiente. El sol parece una enorme
esfera de color carmesí. No corre un solo soplo de viento y los hombres
se ahogan en aquella atmósfera inmóvil. En estos veranos hay que ir con
las narices y las bocas tapadas con pañuelos. Y cuando se llegue a casa,
hay que arrojarse sobre los pozos y pegarse por obtener agua y beberla
hasta llegar al cieno” (Guerra y Paz, parte X, cap, 5).
Y Azorín describe el verano con estas palabras: “Desde una altura, una
inmensa extensión de mar azul y una costa lejana. Haz luminoso de faro
que pasa y torna esplendente la noche. Trajes femeninos ligeros y
olorosos. Ventanilla abierta en el tren. Paseo lento durante el ocaso”.
El verano también tiene su encanto. De la tierra seca, caldeada por el
sol, se exhalan los aromas del romero, del tomillo y de la hierba seca.
También en verano puede venir una tormenta. Sobre el horizonte asoma su
hombro negro una nube redonda, torva, maléfica, mágica, y con ella un
extraño dramatismo en el paisaje. De repente entra en el umbral una
tolvanera que enciende la tiniebla con innumerables lucecitas áreas.
Poco después, otra ráfaga y otra. Caen unas gotas gruesas que estallan
sobre el polvo del camino. Las gotas menudean, y un trueno gigante
retumba. La nube cubre el horizonte. Llega a la carrera, un galope
triunfal, como si dentro de ella un dios bárbaro viajase. Llueve. El
chubasco arrecia. Otro trueno parece machacar las vegas. Un rayo da su
latigazo a los caballos aéreos de la nube. La tolvanera no deja ver
nada, y súbitamente entra una bocanada de sentimientos, emociones que
buscan recaudo en el zaguán.
¿Cuáles serían, pues, las características del verano matrimonial, del
amor en el verano matrimonial?
1. Es la época en la cual el matrimonio se constituye realmente. Se
abdica de los sueños, se desvela la verdadera cara de ambos, se conocen
cuerpo y alma; la vida en común deja de ser una cohabitación eufórica
para convertirse en una cotidianidad terriblemente exigente. Se
establece entonces el ritmo del verdadero amor. Donde sólo había un
entusiasmo impetuoso, aparece un esfuerzo constante. Menos arrobamientos
y éxtasis, y más paciencia recíproca. Comienza la juventud y la madurez
del amor.
2. El amor se ha cristalizado en la realidad cotidiana. El tiempo
eliminó del amor su esperanza onírica (sueños) y así forjarlo con total
solidez. Hacia el quinto año, el matrimonio entra en posesión de sí
mismo. Los salientes se han rebajado, la fase de adaptación terminó; hay
un mutuo conocimiento que impide mayores roces. Ya están presentes los
hijos, dando sentido al hogar; en esta época el amor se instala
definitivamente. Es un amor acrisolado por el tiempo y listo para
resistir el futuro y fortalecerse día a día.
3. Suavemente, los esposos consolidan su unidad en la vida en común, tan
sencilla que llega a parecer trivial, cuando la verdad es que consiste
en una dura victoria sobre lo cotidiano.
3. Como todo lo que es joven, este amor de verano crece, madura, se
robustece y adquiere fuerza, pasea sobre el mundo y sobre el tiempo una
esperanza soberbia, una terca voluntad de felicidad. Hombre y mujer
están en estado de encuentro; su presencia es constante en esta etapa.
Quizás sea éste el momento más sabroso del amor.
4. Sin embargo, no todo ocurre sin peligros. Si yo se superó la primera
crisis de la primavera, la de la desilusión, entonces
viene ahora la segunda: la crisis del silencio. Si el
marido y mujer, en vez de avanzar uno en dirección al otro, superando
las decepciones inevitables que surgen en el transcurso de los primeros
años, se atrincheran en el silencio y en el conformismo, entran, más o
menos en esta época, en una etapa decisiva. Si el demonio mudo se
apodera de ellos, conjugando sus esfuerzos con los estragos del tiempo,
caen ambos en una especie de letargo.
5. Si sólo hubiese silencio, ya sería algo grave; pero si a esto se
agrega el paso de los años, se apodera del amor un cierto
entumecimiento. La pareja vive, entonces, en retroceso, sin
crecer, sin un ritmo seguro, sin dinamismo; pierde su juventud y
comienza a esclerotizarse. Todo lo que está sujeto a la prueba del
tiempo corre el riesgo de la esclerosis. Cuando un matrimonio sucumbe a
este riesgo, cuando se congela en el silencio, dejando pasar los meses
en un aislamiento recíproco, se encuentra en peligro de muerte.
6. Vencer al tiempo, y a esta segunda crisis, es indispensable para que
sobreviva el amor. Esta fase segunda, crítica por excelencia, es la
piedra de toque de la durabilidad de la unión. Una vez vencida, da paso
a la tercera estación, al tercer momento, el de mayor felicidad: el amor
de madurez; pero, si el tiempo victorioso envuelve al matrimonio en el
silencio, ambos avanzan en dirección a la crisis de la madurez.
III. OTOÑO MATRIMONIAL (crepúsculo)
Azorín lo describe así: “Cimas de cipreses que dobla el viento. Rosas
pálidas. Campanas que plañen. Una alameda alfombrada de hojas amarillas.
Olor de frutas navideñas en una cámara campesina. Una tos, unos ojos
ardorosos y unas manos pálidas y finas. Pétalos de rosa que caen. El
tictac de un reloj en el crepúsculo. Un mueble ha crujido...”.
En el otoño hay vientos, lluvias. Los vientos se llevan las hojas secas
de los árboles. Las lluvias refrescan y alegran la tierra seca. El otoño
tiene su encanto y su melancolía. El crepusculo nos ofrece un panorama
ocre y encendido, que serena el espíritu.
¿Cómo es el otoño matrimonial?
1. Es un amor nostálgico. Se han acumulado una quincena o más de años.
Es un amor que vive del pasado, recordando los momentos pasados, sean
agradables o desagradables, recordando la infancia y la juventud del
amor, la primera y la segunda crisis. Si el matrimonio logra vencerla,
se puede creer que está definitivamente consolidado. El tiempo se torna,
ahora, un precioso aliado.
2. En el otoño del matrimonio la luz ya no luce fuerte e intensa. Es más
bien, una luz ténue y pálida. Los esposos quizás hayan perdido el brillo
de la juventud, pero han adquirido la profunda apertura de la madurez.
Plenamente hombre y plenamente mujer, ambos han llegado a la cumbre de
la virilidad y de la feminidad, respectivamente. Aunque las fuerzas
naturales están menguadas, sin embargo, el amor se ha hecho fuerte,
purificado de toda vacilación, de todas las antiguas tergiversaciones, y
sus raíces son tan profundas en el tiempo que el hogar no podría ser
turbado por ninguna oscilación. Es la hora de la madurez en el amor. Se
han caído las hojas secas del egoísmo y del sentimentalismo inmaduro. Y
van quedando raíces sólidas y resistentes.
3. El matrimonio aquí está en la mitad de la vida. Son los años más
hermosos de la vida conyugal, en los cuales la felicidad es tan grande,
y está tan bien integrada en lo cotidiano, que se desarrolla sin que nos
apercibamos siquiera de ello. En la primavera matrimonial se hablaba de
felicidad, se hablaba de planes y proyectos. Aquí, en el otoño
matrimonial se es feliz, simplemente. La felicidad, el amor y la vida se
han vuelto una sola y misma cosa.
4. Ese matrimonio pasa de la estación de la fuerza, la rapidez, el
aguante y el logro a la estación en que maduran otra clase de virtudes:
la sabiduría, la capacidad de juicio, la magnanimidad, la compasión sin
sensiblería, la amplitud de miras y el sentido trágico de la vida, pero
aceptado con serenidad y tranquilidad, sin aspavientos.
5. Si no se han superado las dos anteriores crisis (desilusión,
silencio), es probable que choque, hacia los quince años o veinte de
vida en común, con una tercera crisis, con frecuencia fatal, la de
la indiferencia. Ha pasado el tiempo y ha paralizado el amor, e
incluso lo ha matado. Al principio apareció la desilusión (primera
crisis), después los primeros conflictos de envergadura; un poco más
tarde, el silencio y el conformismo (segunda crisis): el amor se
transformó en hábito, el hábito en rutina, la rutina, por fin en
indiferencia (tercera crisis). Se vive junto al otro, pero los corazones
ya no están en contacto. Los cuerpos se estrechan todavía, pero la unión
ha perdido su significado. La vida en común no es más que una apariencia
que se mantiene, sea por obligación -puesto que están los hijos-, sea
por conveniencia, puesto que las reglas sociales lo disponen así. Pero
la unidad está rota: de dos en uno que eran al comienzo, se ha pasado, a
través del tiempo, al renacimiento de dos individualidades, unidas por
vínculos exteriores y por papeles, pero desligados sus corazones.
6. Es una hora fatídica, ya que, rodeados por la indiferencia, los
esposos recobran entonces su disponibilidad afectiva. Cuando el amor no
existe más, siempre hay lugar para un nuevo amor, tanto más seductor
cuanto que, habiendo sido el primero un fracaso, se apega uno
desesperadamente a esta segunda promesa, que quizás sea la última
posibilidad. Entonces, el matrimonio se separa, se instala la
infidelidad, la vida común se transforma en un infierno, y se consuma la
ruptura. En esta desdichada hipótesis, el tiempo ha triunfado sobre el
amor. Los años han gastado los corazones, en vez de fundirlos en un amor
mayor.
7. Resulta indispensable evitar este fracaso, que proviene del tedio.
Para lograrlo, el matrimonio tiene que quebrar la rutina que le domina.
Todo lo que es habitual termina por engendrar la indiferencia. También
es necesario que marido y mujer se concedan momentos privilegiados en
los que romper la monotonía inevitablemente acarreada por el tiempo. Uno
termina por cansarse de todo, incluso del otro, aun cuando haya sido
amado apasionadamente. La presencia obligada, el idéntico marco
familiar, el rutinario paso de los días, son todos factores
determinantes de una posible saturación. De esto a la indiferencia sólo
hay un paso.
8. Para evitar este desenlace y preservar la lozanía del amor, es
indispensable saber practicar -con mesura y ponderación- el arte de la
ausencia. Una ausencia excesiva no conviene al amor; pero siempre es
bueno algo de ella, para apartar el peligro del tedio que la presencia
constante trae consigo.
IV. INVIERNO MTRIMONIAL (ocaso)
El invierno se acerca, se sienta y abre su ancho zurrón de peregrino.
Saca los vientos del sur. Los vientos del sur son cazadores de nubes;
conocen sus guaridas y las obligan a salir, asustadas, y a huir. Los
vientos corren delante y detrás de esas nubes. Esos vientos van azotando
el ramaje de los árboles; y los mismos árboles zumban, se encorvan y
gimen.
El invierno es desnudez y blancura. Desnudez, porque en invierno hay un
desprendimiento de todo. Y blancura, por la nieve. Es la estación
pacífica, por excelencia. Y la caída de la nieve es un símbolo de paz.
Lo más simbólico de la nevada es su silenciosidad. El agua de la lluvia
y más si ésta es fuerte, rumorea y a la veces alborota en el ramaje de
los árboles, en las yerbas del pasto, en los charcos en que chapotea. La
nevada, no. La nevada cae en silencio. La silenciosa nevada tiene un
manto, a la vez de blancura, de nivelación, de allanamiento. Es como el
alma del niño y la del anciano, silenciosas y allanadas. Y un campo todo
nevado y de noche, a la luz de la luna que parece también de nieve...es
cuando mejor se siente el sentido íntimo, enigmático, místico, de las
estrellas.
Año de nieves, año de bienes -dice el refrán. Porque la nieve endurecida
luego por la helada, es el caudal de agua para el agostadero del estío.
¡Ay del que al llegar al ardoroso estío de la vida, al agosto de las
pasiones ardorosas, no conserva en el alma la blanca nieve de la
infancia, de donde manan los surtidores de frescura fecundante. ¡Nieve
de infancia, nieve de vejez también!
En el invierno hace frío. Frío por el viento. Frío por la nieve. Frío
por las heladas.
Azorín así lo describe: “A prima noche, a través de los vidrios del
escaparate, allá dentro en la trastienda, se ve la cabeza inclinada de
un viejo. Se desgranan las sonoras campanadas de la catedral. En la
callejuela suenan pasos. Campanitas en la madrugada. Silencio de la
nieve que va cayendo”.
¿Cómo es el invierno matrimonial?
En las otras estaciones ese matrimonio sabía que era mortal; ahora, en
el invierno, no sólo sabe que es mortal, sino que lo siente. Lo siente
en su carne, como los soldados en el frente de batalla.
Aquí hay que encarar la polaridad clave que según el psicólogo Erikson
es la de Integración versus desesperación. Este matrimonio
tiene que comprender su vida como un todo, dado que sólo así puede
llegar a vivir su adultez matrimonial, su vejez, sin amargura ni
desesperación. Y sólo así puede llegar a entenderse con la muerte.
Ese matrimonio tiene que ser consciente de su corrupción y hacer las
paces con la existencia defectuosa y gastada, en cuanto a su organismo
físico.
La vejez no debe ser vista como un enemigo.
En la vejez hay que vaciarse, pues vamos subiendo en peregrinación. Por
eso, se pierde el pelo, la buena presencia, la salud, la memoria, el
dinero, los aplausos de ayer. Se pierden los seres queridos, a quien
tanto amábamos. Vamos a la tumba. Y esto es doloroso y sangrante.
Pero el invierno es tiempo de CONTEMPLACIÓN, no como un ensimismamiento,
sino como un recordar gozosamente lo vivido. Y es goce íntimo de lo
vivido.
¿Qué características tiene el invierno matrimonial?
1. Ha llegado el momento de la menopausia y de la andropausia, no sólo
en lo biológico. También afecta en lo psicológico. Si están fuertes, no
hay problema; si no, la esposa, hasta entonces afectuosa y tierna, se
hace una mujer fría, irritable e irritante. El hombre experimenta un
declive en su virilidad. Pero, antes de que se produzca, se da una
especie de llamarada que anticipa la llegada al punto muerto. Es lo que
se ha convenido en denominar el demonio del mediodía. Así vemos a
hombres de edad más que madura, hasta entonces buenos esposos, pasar por
una extraña crisis durante la cual, olvidando su respetabilidad, se
comportan como adolescentes, en este campo sexual. Es la última llama
que brota de las cenizas antes de que la hoguera se apague en la vejez.
Si el matrimonio, en el momento en que se produce este impulso, está
minado por la crisis de la indiferencia, este período puede ser fatal.
De pronto, se entera uno de que cierto marido que, según todas las
apariencias, se conducía según las normas de un buen padre de familia,
se ha permitido el lujo de dar un escándalo y destrozar su matrimonio.
Es el triunfo del demonio del mediodía.
2. En cambio, si el matrimonio entra en esta fase con una armonía plena,
vencerá fácilmente las dificultades inherentes a este momento de la
evolución, y su unidad no estará comprometida para nada. Abordará
entonces el estadio siguiente de su larga peregrinación amorosa a través
del tiempo, y entrará en el reposo de una madurez recobrada: renacerá el
amor.
3. En el invierno debe venir el milagro del renacimiento del amor. El
tiempo ya ha avanzado mucho. La primera madurez ha sido ya superada, y
más tarde, la época turbulenta de la menopausia y de la andropausia. El
amor, triunfante, avanza sin percances y se encamina hacia un reposo
lleno de ternura, de recíproco reconocimiento, de amistad definitiva. Es
el crepúsculo del amor, el momento en que, antes de recorrer sus últimos
años, el matrimonio disfruta de la unidad conquistada, de una armonía
profunda y de una nueva paz. Los hijos han crecido, el tiempo ha pasado,
las crisis han sido vencidas, el amor ha cristalizado definitivamente,
las vidas se han fundido, se ha logrado la paz, y se tiene todavía una
última juventud, antes de que se extinga la vida.
4. Es la hora de una felicidad pacífica, todavía vigorosa y que conoce
hermosos impulsos, sin choques, pues se ha aprendido pacientemente a
vivir juntos; sin conflictos, porque se sabe cómo llegar al encuentro
del otro, y con un capital de ternura que se multiplica, porque se
siente imperceptiblemente que el tiempo es breve, y que este amor, desde
siempre eterno en su proyecto, está limitado, sin embargo, por los años
que quedan. El tiempo, que no perdona, ofrece entonces a los cónyuges
que han vivido felices su lucha, la inapreciable recompensa del
renacimiento del amor. La vejez se convierte en el sello de eternidad
sobre el amor ya vivido.
5. La muerte deja de ser un vacío y se torna una cumbre. Haberse amado
hasta la muerte no es un privilegio, sino una victoria. Los que llegan
son héroes de la existencia y del amor que se encuentran, en el ocaso,
enlazados como en la aurora, más amantes que nunca, sabiendo que han
sabido transformar en triunfo la esperanza de su juventud. Cuando el
amor ha atravesado la existencia, deja solamente paz.
6. El amor aquí ya es caridad, que es la forma más perfecta del amor. La
caridad es amor desinteresado, completamente gratuito. Ambos se dan la
mano para vencer las últimas dificultades, para gozar de las últimas
claridades del día. En la aurora de la vida -la primavera- era una audaz
aspiración; aquí, en el ocaso de la existencia, es un reconocimiento
infinito de esa conquista.
CONCLUSIÓN
¿Cuál de las cuatro estaciones es la mejor, la ideal?
Cada una tiene su encanto, su razón de ser. Por las cuatro tiene que
pasar el amor, hasta llegar a su madurez.
En la primavera, el amor es tierno y suave. Es la aurora del amor.
En el verano, el amor es tostado por los soles de la vida y madura en
frutos suculentos de comprensión, bondad, paciencia, respeto, ayuda
mutua, sacrificio. Es el mediodía del amor.
En el otoño, el amor va desprendiéndose de todo, para vivir la
experiencia del amor interior, en la soledad. Es un amor sereno, maduro.
Se recoge la vendimia del amor: los racimos están ya maduros para ser
triturados, convertirse en mosto y pasar por el invierno de la
fermentación, para después ofrecer ese vino ya curado, reposado,
oloroso. En el otoño se recoge lo que se sembró en la primavera y lo que
se regó y escardó y se limpió en verano. Es el crepúsculo del amor.
En el invierno, el amor pasa necesariamente por la experiencia del
desgaste corporal, de la enfermedad, pero el alma cobra en belleza, si
se han superado las diversas crisis (desilusión, silencio,
indiferencia). Aquí se disfruta de la victoria del amor y de sus frutos:
paz, serenidad, gozo íntimo, donación.
¡Que Dios les conceda la gracia de vivir estas cuatro estaciones del
amor con conciencia, serenidad y belleza!
arivero@legionaries.org
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