Servicio diario - 16 de marzo de 2018


 

Todo listo para iniciar el Pre-Sínodo con los jóvenes en el Vaticano
Redacción

San Pío: Francisco visitará mañana Pietrelcina y San Giovanni Rotondo
Rosa Die Alcolea

P. Raniero Cantalamessa: 'La obediencia a Dios en la vida cristiana'
Raniero Cantalamessa

Francisco: "El sacerdote debe ser un hombre siempre en camino"
Rosa Die Alcolea

El Arzobispo de Agaña, Guam, declarado culpable por el Tribunal de la Doctrina de la Fe
Rosa Die Alcolea

Día de San José: El Papa conferirá la ordenación episcopal a 3 sacerdotes
Redacción

Card. Marc Ouellet: 'La mujer a la luz de la Trinidad y de María-Iglesia'
Redacción

Prof. Carraquiry: Mujeres en la transformación cultural de América Latina
Redacción

Gestación subrogada o madres de alquiler: ¿a quién beneficia?
Redacción

Beato Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, 17 de marzo
Isabel Orellana Vilches


 

 

16/03/2018-18:50
Redacción

Todo listo para iniciar el Pre-Sínodo con los jóvenes en el Vaticano

(ZENIT — 16 marzo 2018).-

Todo listo para iniciar el Pre-Sínodo sobre los jóvenes: El Papa Francisco dará el banderazo de salida y ha decidido dedicar toda la mañana del 19 de marzo para estar con los jóvenes,informa 'Vatican News'.

Otro gesto más de cercanía y real interés de escuchar y dar oportunidad a los jóvenes de expresar sus inquietudes para buscar la forma de apoyarles.

Una de las grandes definiciones de la juventud, la dio el Papa en su viaje a México cuando les dijo: "Ustedes son la riqueza de su país".

Un dato curioso es que el Pontifico Colegio Internacional Maria Mater Ecclesiae, donde se desarrollará el Pre-Sínodo recibió exactamente el 19 de marzo de hace 20 años la visita de San Juan Pablo II, "gran impulsor de la juventud".

 

 

16/03/2018-17:06
Rosa Die Alcolea

San Pío: Francisco visitará mañana Pietrelcina y San Giovanni Rotondo

(ZENIT — 16 marzo 2018).- El Papa Francisco hará una visita pastoral mañana, 17 de marzo de 2018, a las ciudades italianas de Pietrelcina y San Giovanni Rotondo, los lugares más asociados con San Padre Pío, según declaró Greg Burke, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, el pasado 19 de diciembre de 2017.

La visita se marca en el 100° aniversario de la aparición de los estigmas en el Padre Pío de Pietrelcina, así como el 50° aniversario de su muerte.

San Pío nació en Pietrelcina el 25 de mayo de 1887 y murió el 23 de septiembre de 1968 en su monasterio capuchino en San Giovanni Rotondo.

Los restos de San Pío fueron expuestos para su veneración del 8 al 14 de febrero de 2016.

El Papa Francisco sigue los pasos del Papa San Juan Pablo II, que visitó San Giovanni Rotondo el 23 de mayo de 1987, y del Papa emérito Benedicto XVI, que viajó allí el 21 de junio de 2009.

 

Leer la biografía del Padre Pío

 

Programa

El Santo Padre partirá el A las 7 horas, el helicóptero del Papa despegará del helipuerto del Vaticano, para aterrizar a las 8 horas en el aparcamiento de Piana Romana en Pietrelcina.

El Santo Padre será allí recibido por Mons. Felice Accrocca, arzobispo de Benevento y por Domenico Masone, alcalde de Pietrelcina.

La visita comenzará con una breve parada de oración en la capilla de los estigmas, y en la plaza de la Iglesia, el Santo Padre Francisco se encontrará con los fieles y pronunciará unas palabras, según lo previsto.

Asimismo, el Arzobispo de Benevento dirigirá un saludo al Papa y a todos los presentes, y el Papa saludará a la comunidad de los capuchinos y a una representación de los fieles.

A las 9 horas, harán despegar el helicóptero de Piana Romana, y en torno a las 9:30 horas aterrizarán en el campo deportivo de San Giovanni Rotondo, donde el Pontífice será recibido por: Mons. Michele Castoro, Arzobispo de Manfredonia-Vieste-San Giovanni Rotondo, y Costanzo Cascavilla, Alcalde de San Giovanni Rotondo.

Francisco visitará a las 10 horas el Departamento de Oncología Pediátrica y a las 11 horas irá a la Plaza de la iglesia de San Pío de Pietrelcina, donde celebrará la Eucaristía y ofrecerá una predicación en la homilía.

Está previsto que Mons. Michele Castoro, pronuncie unas palabras de agradecimiento al final de la Santa Misa.

El despegue del helicóptero que llevará al Papa Francisco despegará a las 12:45 horas del campo deportivo de San Giovanni Rotondo, para aterrizar a las 13:45 horas en el helipuerto del Vaticano.

***

 

Para ver la visita del Papa Francisco, pincha aquí:

· Visita pastoral del Santo Padre a Pietrelcina y San Giovanni Rotondo

· Encuentro con los fieles

· Visita pastoral a San Giovanni Rotondo: Celebración Eucarística

Con Deborah Castellano Lubov

 

 

16/03/2018-16:24
Raniero Cantalamessa

P. Raniero Cantalamessa: 'La obediencia a Dios en la vida cristiana'

(ZENIT — 16 marzo 2018).- «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad»:

Concluye así la cuarta predicación cuaresmal del Padre Raniero Cantalamessa, sobre la obediencia a Dios en la vida cristiana.

El Papa Francisco y los sacerdotes de la Curia Romana asistieron esta mañana, 16 de marzo de 2018, a la 4a charla del predicador de la Casa Pontificia, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico.

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios», el franciscano capuchino ha comenzado citando las palabras de San Pablo en Romanos 13,1ss.

El P. Cantalamessa ha explicado que San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

"Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles" ha aclarado el franciscano.

Asimismo, Raniero Cantalamessa ha expuesto la visión de San Pablo sobre la obediencia de Cristo: "Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre".

En la primera parte de la Carta a los Romanos —señala el P. Cantalamessa— san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida: Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu.

RD

Sigue el texto completo de la predicación de Cuaresma del P. Raniero Cantalamessa:

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«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»

La obediencia a Dios en la vida cristiana

 

1. El hilo de lo alto

Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).

A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.

La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.

La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.

Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.

Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.

Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.

La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.

Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer.

 

2. La obediencia de Cristo

Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).

El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!

Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.

La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito... Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (del) que sostiene toda su vida.

La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».

 

3. La obediencia como gracia: el bautismo

En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:

«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).

Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».

Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejamos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).

De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!

La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.

 

4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo

En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.

Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).

Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.

El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).

Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?

La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.

Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.

También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad —como en ciertos regímenes dictatoriales — quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.

Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.

 

5. Una obediencia abierta siempre y a todos

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.

He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).

En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce [...]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios» [1].

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.

Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).

También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí [...]; me ha sacado de la fosa de la muerte...»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:

«He aquí que vengo.
En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.
Mi Dios lo quiero,
tu ley está en lo profundo de mi corazón».

Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

 

[1] S. Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 4, 1.

 

 

16/03/2018-20:16
Rosa Die Alcolea

Francisco: "El sacerdote debe ser un hombre siempre en camino"

(ZENIT – 16 marzo 2018).- “El sacerdote debe ser un hombre siempre en camino, un hombre de escucha y jamás solo: tiene que tener la humildad de ser acompañado”: ha respondido Francisco a la pregunta de un seminarista.

El Papa se reunió en la mañana del viernes, 16 de marzo de 2018, con seminaristas y sacerdotes estudiantes de los Colegios Pontificios eclesiásticos de Roma, en el aula Pablo VI del Vaticano, ha informado ‘Vatican News’.

En un entorno familiar con cantos, oraciones y lecturas, reflexión y diálogo abierto, el Pontífice ha respondido a cinco preguntas centradas en la formación y la espiritualidad sacerdotal, dio indicaciones y recomendaciones y no hizo faltar sus bromas y sonrisas.

El encuentro comenzó con la acogida del Pontífice en un clima de fiesta, seguido por el saludo del Card. Beniamino Stella, Prefecto de la Congregación para el Clero.

 

“Siempre en camino”

La primera pregunta ha sido leída por un seminarista francés en representación de los europeos: pide al Pontífice cómo tener junto el ministerio presbiteral con la humildad de sentirse discípulos y misioneros.

El Santo Padre le respondido que “el sacerdote debe ser un hombre siempre en camino, un hombre de escucha y jamás solo: tiene que tener la humildad de ser acompañado”.

 

Discernimiento

El discernimiento es fundamental para ir adelante y  para comprender lo que está bien y lo que está mal –ha contestado el Papa a la segunda pregunta, leída por un seminarista africano de Sudán–.

Francisco precisa que son dos las condiciones para un verdadero discernimiento: que se haga en la oración ante Dios, y que se haga confrontándose con otro, una guía capaz de escuchar y de dar orientaciones.

“Cuando no hay discernimiento en la vida sacerdotal –ha puntualiza el Santo Padre– hay rigidez y casuística. Hay incapacidad de seguir adelante. Todo se vuelve cerrado, el Espíritu Santo no trabaja. Francisco recomienda a los sacerdotes que tomen al Espíritu Santo como compañero de camino y dice que a menudo se tiene miedo del Espíritu Santo, que se lo quiere enjaular”.

 

Formación humana

El Papa subraya la importancia de la formación humana del presbítero: Un sacerdote mejicano habla en nombre de aquellos llegados de América Latina y pregunta al Santo Padre cómo se puede salvaguardar el equilibrio integral del sacerdote a lo largo de toda su vida.

Es necesario ser personas normales, humanas, –dice– capaces de gozar con los demás, de reírse, de escuchar en silencio a un enfermo, de consolar dando una caricia. Es necesario ser padres, ser fecundos, dar vida a los demás. Sacerdotes padres –concluye– no funcionarios de lo sagrado o empleados de Dios.

 

“Carácter diocesano”

El Papa ha respondido que es necesario el “carácter diocesano”, al ser preguntado por las características de la espiritualidad del sacerdote diocesano, pregunta que ha formulado un presbítero estadounidense.

“Que significa que el sacerdote debe cuidar la relación con el propio obispo, aun si fuera un tipo difícil, con sus hermanos presbíteros y con la gente de su parroquia, que son sus hijos”. Si trabajan en estos aspectos –ha afirmado Francisco– se volverán santos.

 

“Conocer los propios límites”

Un sacerdote de Filipinas ha preguntado al Pontífice sobre la formación permanente. El Papa recomienda que se cuide la propia formación: humana, pastoral, espiritual, comunitaria. Y dice que la formación permanente nace de la conciencia de la propia debilidad.

Es importante conocer los propios límites. Además, sumergidos en la cultura contemporánea, preguntarse cómo se vive la comunicación virtual, cómo se usa el propio celular; prepararse a enfrentar las tentaciones sobre la castidad –que llegarán, dice el Papa– y después, cuidarse de la soberbia, de la atracción por el dinero, del poder y de las comodidades.

 

 

16/03/2018-14:40
Rosa Die Alcolea

El Arzobispo de Agaña, Guam, declarado culpable por el Tribunal de la Doctrina de la Fe

(ZENIT — 16 marzo 2018).- El Tribunal Apostólico de la Congregación para la Doctrina de la Fe ha declarado Anthony Sablan Apuron, arzobispo de Agaña (Guam), culpable de algunas de las acusaciones e imponiendo al acusado las penas de privación de funciones y prohibición de residencia en la archidiócesis de Guam.

El Tribunal, compuesto por cinco jueces, ha emitido su sentencia de primera instancia, este viernes, 16 de marzo de 2018, al concluir el juicio canónico en el caso de las acusaciones, incluidas las acusaciones de abuso sexual de menores, contra el franciscano capuchino Anthony Sablan Apuron.

La Santa Sede ha hecho pública esta información esta mañana, 16 de marzo de 2018, a través de un comunicado de prensa.

"La sentencia permanece sujeta a la posible apelación —se indica en el comunicado— En ausencia de apelación, la sentencia se convierte en definitiva y efectiva. En el caso de apelación, las sanciones impuestas se suspenden hasta la resolución final".

En el sitio web de la Arquidiócesis de Agaña se publica lo siguiente: "El arzobispo Anthony S. Apuron, aunque sigue teniendo el título de arzobispo de Agaña, ya no posee las facultades, derechos u obligaciones pertenecientes al arzobispo de Agaña. Sin excepción, estos han sido otorgados al Arzobispo Coadjutor de Agaña., Reverendísimo Michael J. Byrnes, S.T.D.".

Con Deborah Castellano Lubov

 

 

16/03/2018-19:11
Redacción

Día de San José: El Papa conferirá la ordenación episcopal a 3 sacerdotes

(ZENIT — 16 marzo 2018).- El próximo lunes, 19 de marzo de 2018, solemnidad de San José, esposo de la Virgen María, el Papa Francisco conferirá la ordenación episcopal a tres presbíteros.

La Eucaristía tendrá lugar a las 17 horas en la basílica de San Pedro, informó la Santa el 12 de marzo de 2018, a través de un comunicado.

El Santo Padre ordenará nuevos obispos al sacerdote polaco Waldemar Stanislaw Sommertag, del clero de la Diócesis de Pelplin (Polonia); el maltés Alfred Xuereb, de la diócesis de Gozo (Malta); y el portugués Avelino José Bettencourt, de la Archidiócesis de Ottawa (Canadá).

 

Waldemar Stanislaw Sommertag

Mons. Waldemar Stanislaw Sommertag nació el 6 de febrero de 1968 en Wi?cbork (Polonia), fue ordenado sacerdote el 30 de mayo de 1993, elegido arzobispo titular de Maastricht y nombrado nuncio apostólico en Nicaragua el 15 de febrero de 2018.

 

Alfred Xuereb

Asimismo, Mons. Alfred Xuereb, del clero de la diócesis de Gozo (Malta), nació el 14 de octubre de 1958 en Gozo (Malta), fue ordenado sacerdote el 26 de mayo de 1984, elegido arzobispo titular de Amantea y nombrado nuncio apostólico en Corea y Mongolia el 26 de febrero de 2018.

 

Avelino José Bettencourt

El tercer candidato es Mons. Avelino José Bettencourt, del clero de la archidiócesis de Ottawa (Canadá). Nació el 23 de mayo de 1962 en las Azores (Portugal), fue ordenado sacerdote el 29 de mayo de 1993, elegido arzobispo titular de Cittanova y nombrado nuncio apostólico en Georgia y Armenia el 26 de febrero de 2018.

 

 

16/03/2018-14:57
Redacción

Card. Marc Ouellet: 'La mujer a la luz de la Trinidad y de María-Iglesia'

(ZENIT — 16 marzo 2018).- Del 6 al 9 de marzo, tuvo lugar en el Palacio Apostólico del Vaticano la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL) dedicada al tema "La mujer, un pilar en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en América Latina".

Publicamos a continuación el discurso pronunciado durante los trabajos por S.E. el cardenal Marc Ouellet, PSS, Prefecto de la Congregación de los Obispos y Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina.

También pueden leer aquí el discurso que expuso el Profesor Guzmán M. Carraquirry, Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina.

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Discurso del Cardenal Mons. Marc Ouellet

La mujer a la luz de la Trinidad y de María-Iglesia

Actualmente se admite de buen grado la necesidad de un reconocimiento teológico y práctico más concreto de la mujer en la Iglesia y en nuestra sociedad [1]. El Papa Francisco lo ha reiterado en numerosas ocasiones siguiendo a sus predecesores, pero la ejecución de prácticas eclesiales más abiertas a su presencia e influencia [2] tarda en realizarse por razones que no son solamente de orden histórico y cultural.

Dejo a otros el análisis sociológico e histórico del problema para concentrarme en la investigación teológica que debe hacer su parte en este tema, con el fin de eliminar cuanto obstaculiza la promoción de la mujer y valorizar su dignidad a partir de las fuentes de la revelación cristiana. De hecho, siguiendo las brechas abiertas por la exégesis contemporánea y las intuiciones del santo Papa Juan Pablo II, es posible profundizar el "misterio y los ministerios de la mujer" [3] en el designio de Dios, a partir de la persona del Espíritu Santo como Amor recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, y así fundamentar mejor su dignidad y su papel tanto en la Iglesia como en la sociedad.
La cuestión debatida de la ordenación sacerdotal reservada a los varones ha hecho correr ríos de tinta y continúa suscitando la crítica de los adeptos a una concepción absolutamente paritaria de la igualdad entre el hombre y la mujer, desde el punto de vista de los roles que se les asignan en los diferentes ámbitos culturales. No discutiré aquí la cuestión concreta del ministerio ordenado para la mujer, para concentrarme en el fundamento teológico del "misterio" de la mujer a la luz de la Trinidad y de la relación nupcial de Cristo y la Iglesia.

De entrada me inclino entonces por un método teológico que parte de la revelación de la Trinidad en Jesucristo, para comprender a la mujer, creada a imagen y semejanza de Dios, con la ayuda de la exégesis contemporánea acerca la Imago Dei, la cual restaura la legitimidad y el valor de la analogía entre la Trinidad y la familia [4], no obstante una fuerte tradición contraria. Concedo sin embargo a esta analogía una importancia relativa en relación con el conocimiento de Dios que nos viene fundamentalmente de la Persona de Jesucristo en su misterio de la encarnación redentora. La analogía familiar aporta un complemento nada despreciable a la inteligencia del misterio trinitario, pero su valor estriba más en su significado antropológico. El Papa Francisco se refiere a esto numerosas veces en su Exhortación Apostólica Amoris laetitia: «El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo vivo. Las palabras de san Juan Pablo II nos iluminan: 'Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que él lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo' [5]. La familia, de hecho, no es ajena a la esencia divina misma. Este aspecto trinitario de la pareja encuentra una nueva imagen en la teología paulina cuando el Apóstol la pone en relación con el «misterio » de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 21-33)» [6].

Añado una última premisa que me parece importante para indicar el centro y el corazón de nuestra reflexión, a saber, el fundamento arquetípico de la mujer en la Trinidad, que es imposible de determinar sin una teología de la Alianza que abarque el entero designio de Dios sobre la humanidad y el cosmos. A menudo este marco global hace falta en la reflexión teológica. Hans Urs von Balthasar insiste en este punto en su estética teológica, donde describe la manifestación de Dios al hombre en Jesucristo como misterio nupcial: «Hay una relación última esponsal y de alianza entre Dios y el mundo en cuanto tal (cf. la alianza de Noé) y la hay desde el principio en virtud del Logos que media en la obra de la creación, del Espíritu que se cierne sobre las "aguas", y del Padre que hace al hombre, en la reciprocidad de macho y hembra, a imagen y semejanza de Dios, de un Dios que en su eterno misterio trinitario está ya configurado de un modo esponsal» [7].

Esta última afirmación, bastante audaz e innovadora respecto a la Tradición, representa un desafío para el pensamiento teológico en general y para la teología de la mujer en particular, porque plantea ya indirectamente la cuestión teológica del fundamento trinitario de la diferencia sexual. ¿Qué significa entonces esta relación nupcial interna a la Trinidad? ¿Habría un arquetipo de la mujer en el misterio íntimo de Dios? ¿Podemos apoyarnos en la teología de la Imago Dei para afirmarlo? ¿Cómo no caer entonces en el grosero antropomorfismo, típico de ciertas religiones, que consiste en proyectar en Dios la sexualidad humana? Estas preguntas son hoy en día más relevantes que nunca y tienen graves implicaciones para el significado de la sexualidad, los valores del amor, la apertura a la fecundidad, el respeto a la vida, la educación y la vida en sociedad. Porque el ámbito de la sexualidad, a pesar de los avances del conocimiento científico, parece más confuso que nunca y el tabú permanece, más o menos tácito, y se relaciona con Dios solamente desde el punto de vista moral. Razón de más para volver a poner sobre la mesa las cuestiones candentes de la actualidad: la mujer, la diferencia sexual, la familia, la fecundidad, el futuro del cristianismo, en un mundo cada vez más secularizado y antropológicamente incierto y confuso. La Iglesia católica se ha preocupado intensamente de esto desde el Concilio Vaticano II, consciente de tener que superar algunos retrasos, pero también de servir a un Evangelio profético destinado al mundo.

 

I. La exégesis contemporánea de la Imago Dei y sus implicaciones para la inteligencia del misterio trinitario y de la dignidad de la mujer

Comencemos por hacer un resumen sobre la doctrina de la Imago Dei, replanteada en nuestra época gracias a los progresos de la exégesis. El status quaestionis se encuentra bien resumido por Blanca Castilla de Cortázar, quien recurre al pensamiento liberador del papa Juan Pablo II frente a las interpretaciones históricas y culturales de la imagen de Dios en el hombre: «Haciendo un poco de historia, en la tradición judía se consideró que solo el varón era imagen de Dios, mientras que la mujer era derivada. Esto ha justificado la situación subordinada de la mujer en el mundo judío y musulmán en los que (sobre todo en este último) aun hoy se encuentra encerrada» [8].

El cristianismo aportó una liberación de principio a esta subordinación de la mujer, gracias a la actitud innovadora de Jesucristo respecto a las mujeres y a su impacto sobre su papel activo en la Iglesia de los orígenes, como lo atestigua el Nuevo Testamento [9]. Basta mencionar las escenas de la Samaritana, la mujer adúltera, la prostituta en lágrimas a sus pies, la unción de Betania, la primera aparición a María Magdalena, etc., para simbolizar la apertura de una nueva era en el reconocimiento de la dignidad de la mujer y de su igualdad con el hombre.

Los siglos posteriores asimilaron lentamente, y no sin notables resistencias culturales, la revolución de Jesús respecto a la mujer. En el capítulo que trata precisamente de la interpretación de la imagen de Dios, la Carta de Pablo a los Corintios, por ejemplo, permanece condicionada por la cultura circundante, que subordinaba la mujer al hombre: "El hombre... es la imagen y el reflejo de Dios, mientras que la mujer es el reflejo del hombre" (1 Cor 11, 7). De ahí las instrucciones de Pablo para que las mujeres se cubrieran con el velo y permanecieran calladas en la asamblea.

Se superarán poco a poco las influencias culturales que afectan el reconocimiento de la igualdad del hombre y de la mujer, si se desarrolla la idea de que la imagen de Dios está en el alma únicamente cuando se la considera asexuada, en razón de las facultades espirituales de conocimiento y amor, de inteligencia y voluntad, comunes a los dos. Esto hará progresar la afirmación de que el hombre y la mujer, como miembros de la especie humana, son ambos igualmente imágenes de Dios, pero separadamente e independientemente de su sexo. Habrá que esperar el Siglo XX para que la pareja humana, con la diferencia hombre-mujer, sea incluida en la imagen de Dios. Juan Pablo II dará a este aspecto un desarrollo magisterial decisivo en sus catequesis sobre la "teología del cuerpo" y en su Encíclica Mulieris Dignitatem, donde habla de la imagen de Dios en el hombre como Imago Trinitatis, "la unidad de dos" siendo contemplada a la luz de "la unidad de tres" de la comunión trinitaria [10]. De esta manera, él dio un impulso fundamental para una teología de la familia.

Al término de su status quaestionis, Castilla de Cortázar señala algunas cuestiones pertinentes para la profundización de la teología de la mujer a la luz de la Trinidad. Ella se pregunta cómo identificar el arquetipo trinitario, no solamente de la mujer, sino más específicamente de su cualidad de esposa y de madre. Juan Pablo II dio un gran paso adelante, precisando la analogía entre la familia y la Trinidad en términos de communio personarum, pero no especificó, sin embargo, la relación entre las personas divinas y la distinción hombre-mujer. No obstante, él indicó la relación íntima entre el Espíritu Santo como amor que da vida, y la mujer que da la vida. La obra está entonces abierta a nuevos desarrollos, pero la tarea no es fácil, dado el peso de la tradición y la tendencia, aún fuerte en el mismo Louis Bouyer [11], a descartar toda dimensión nupcial en la Trinidad por temor al antropomorfismo y por respeto a la absoluta trascendencia de Dios. Superar este temor exige una exégesis rigurosa del texto del Génesis, acompañada por una teología del designio de Dios como misterio de Alianza que compromete la comunión de las Personas trinitarias en la relación nupcial de Cristo y de la Iglesia.

Sobre esta base aún por desarrollar positiva y especulativamente, anticipo un SÍ sin reserva a la cuestión del arquetipo de la diferencia sexual en Dios mismo, y por lo mismo, a la cuestión del fundamento trinitario de la dignidad de la mujer. La nocion de nupcialidad que guia mi reflexion estriba en tres conceptos que expresan lo esencial del amor: don, reciprocidad, fecundidad. Esta nocion se aplica analogicamente a diversos ordenes de realidad: a la pareja hombre-mujer, a la relacion Cristo-Iglesia, y a las Personas divinas [12]. Así se prolonga la visión del santo papa de la familia, que dando un nuevo frescor a la analogía trinitaria de la familia, interpreta la Imago Dei como Imago Trinitatis, completando con ello, de manera feliz y fecunda, la doctrina tradicional de la imagen de Dios. Hasta el momento, en efecto, esta se limitaba a la semejanza entre la naturaleza racional del hombre con sus facultades espirituales, y la naturaleza divina, eminentemente espiritual por una parte y, por otra, con las procesiones trinitarias: el Hijo procediendo del Padre como Verbo, y el Espíritu Santo procediendo del Padre y del Hijo como Amor. Evidentemente hablar de analogía no significa hablar de univocidad, por consiguiente la semejanza evocada es matizada por la más grande desemejanza que se impone siempre en toda comparación entre el Creador y su criatura (DS 806) [13]. La cuestión es entonces compleja y delicada e invita a integrar las perspectivas complementarias más que a oponerlas [14]. Consideremos sobretodo que los avances contemporaneos ofrecen perspectivas amplias y fecundas para repensar la persona, la relación hombre-mujer y el misterio de Dios a partir del Amor como Don [15].

 

Algunas indicaciones exegéticas

Más allá de las interpretaciones clásicas de Gen 1,26-27 [16], una mayoría de exégetas ve la semejanza en el hecho «que Adán es el representante real de Dios mismo, encarnando y ejerciendo su autoridad sobre la tierra y sobre todo lo que vive» [17]. Otro grupo sostiene con Claude Westermann que «la imagen de Dios debe encontrarse en la capacidad de relación con Dios que el hombre recibe de él» [18]. Bien comprendida en su contexto, la narración de la creación del hombre expresaría la voluntad de Dios de darse un compañero capaz de dialogar con él. Lo más interesante para nuestro propósito es constatar que la exégesis de Gen 1,26-27, según la tradición sacerdotal, traza los puntos en el sentido de una integración de la relación hombre-mujer al interior de la imagen-semejanza.

En efecto, si en lugar de separar ambos relatos de la creación, se ilumina el primero con el segundo, Gen 2,18-24 [19], y con Gen 5,3, se tiene que la reciprocidad varón-hembra, a imagen-semejanza de Dios, le permite al hombre representarlo sobre la tierra e imitarlo, participando de su poder creador. La insistencia de la tradición sacerdotal sobre la diferencia corporal de los sexos pretende así expresar el carácter fundamentalmente relacional del ser humano, sobre el plano horizontal de la relación entre el hombre el mujer, así como sobre el plano vertical de la relación con Dios. Régine Hinschberber llega a la conclusión de que Gen 1,26 sugiere «una relación de semejanza entre Dios que crea y el hombre, varón y hembra, que, bendecido por él, procrea» [20]. Así la expresión "Dios hizo al hombre a su semejanza" significaría que Él lo hizo «para ser fecundo como él» [21].

Está claro que el Génesis no explicita esta analogía en cuanto a la correspondencia de los miembros de la familia en relación con las Personas de la Trinidad. La exégesis de la imagen-semejanza pone solamente en relación dialogal una pareja fecunda y un "nosotros" divino ("Hagamos al hombre...") indeterminado, manifestando su poder creador en la unión procreativa. Esta perspectiva dinámica de la imagen que actualiza su semejanza por la vía de la unión procreadora, encaja por otro lado muy bien con la idea de alianza, de la cual la historia de Israel es la expresión privilegiada. El mensaje del Génesis consiste entonces en que esta estructura de alianza se inscribe ya en la complementariedad hombre-mujer, cuya reciprocidad fecunda se asemeja y corresponde al don del Creador. Cuando Eva dio a luz a su primer hijo, exclamó: «Procreé un hombre con el Señor» (Gen 4,1), destacando la intervención creadora de Dios en el don de la vida. Tomada en toda su amplitud, esta historia de alianza, ya inscrita en la creación de Adán y Eva, culmina en Cristo, el nuevo Adán, del cual el primero es la figura. En efecto, él es por excelencia «la imagen de Dios» (2Cor 4,4), «la imagen del Dios invisible» (Coi 1,15). Es entonces en él que la analogía familiar de la Trinidad alcanza su apogeo, y encuentra al mismo tiempo su superación hacia una analogía más profunda, fundada no solamente sobre la acción creadora de Dios, sino sobre el don de la Gracia y de la virginidad, una forma mas alta de nupcialidad.

 

Esbozo de reflexión teológica

En el plano especulativo, si tomamos como punto de partida el Amor como revelación suprema de Dios en Jesucristo, podemos tratar de comprender este Amor a partir de las Personas divinas como «relaciones subsistentes» (Tomás de Aquino), porque coincide con ellas, y no tiene otra realidad aparte de su absoluta y asimétrica reciprocidad. Tradicionalmente, las Personas divinas se comprenden distinguiéndose por el orden de las procesiones, y por la oposición de relaciones recíprocas en el Amor, según tres formas totalmente distintas en Dios. Dios es Amor en cuanto Padre que engendra al Hijo consubstancial; es también el Amor engendrado que responde al Padre según su propio modo filial, reconociendo en Él su fuente y su término; es finalmente el Amor que procede de la reciprocidad del Padre y del Hijo, como Tercero que es Amor-comunión, la hipóstasis distinta de la reciprocidad en cuanto tal; no otro hijo o hija en la modalidad de los otros dos, sino un "nosotros" que incluye a los dos, mientras que se distinguen absolutamente. De ahí los tres modos de amar en la Trinidad que expresan tres Personas completamente distintas y correlativas: el Amor paternal, el Amor filial, y me atrevo a calificar el tercero de Amor nupcial, a partir del hecho de que no es solo una reciprocidad entre dos sino entre tres, siendo el Espíritu un Tercero distinto que procede por modo de fecundidad de la reciprocidad, lo que le da esencial y personalmente derecho de ciudadanía en la triple y divina correlación del Amor.

En la experiencia humana, el niño, como hipóstasis de la reciprocidad de amor, es el fruto del amor conyugal, que es también una reciprocidad de tres ya que, si se hace abstracción del carácter fortuito de la generación y del factor temporal de su desarrollo, el niño pertenece intrínsecamente a la naturaleza misma de la donación mutua de los cónyuges (Balthasar). Él es un tercero en el intercambio de amor nupcial-conyugal en el seno de una misma naturaleza, lo que no es el caso en ninguna otra relación afectiva. Ni la relación paternal-filial, ni la relación filial-maternal, ni las relaciones fraternales o de amistad hacen nacer un tercero carnal de igual naturaleza. En cierto modo, el niño es un co-principio del amor de los esposos como fin intrínseco de su entrega mutua, aunque subjetivamente se puedan unir sin la intención explícita de la fecundidad.

Hemos nombrado antes al Espíritu Santo como el arquetipo del amor nupcial en Dios ya que Él es el «Nosotros» distinto en el Amor recíproco del Padre y del Hijo. Un Nosotros en Quien el Padre y el Hijo se aman con un Amor paternal y filial conforme a su propiedad personal, pero también se aman con un "exceso" (surplus) de Amor que viene del Tercero, que enriquece por consiguiente sus relaciones, y nos permite calificar su fecundidad en Él como Amor nupcial. La dimensión nupcial, a primera vista ajena a la relación Padre-Hijo, es debida exclusivamente al Espíritu y no puede proceder más que de Él como hipóstasis propia de la reciprocidad. Además de la hipóstasis del don generador y de la hipóstasis de la reciprocidad fecunda, existe la hipóstasis de la reciprocidad-comunión. Es por esto que podemos decir que la Persona del Espíritu produce (engendra) en cierto modo un exceso de Amor en Dios, que sobre-califica las relaciones Padre-Hijo con otra nueva fecundidad que les es intrínseca, pero que les es irreductible debido a la propiedad personal del Espíritu.

Considero pues perfectamente justificado designar al Espíritu Santo como el Amor nupcial en Dios, retomando y profundizando la intuición de Agustín sobre el Espíritu como amor mutuo. Porque el Espíritu Santo es Amor de una manera que le es única, personal, en Dios que no es más que Amor. Su papel de «vínculo» de amor entre el Padre y el Hijo, íntimo pero distinto, los enriquece de tal manera que se debe reconocer la fecundidad que le es propia caracterizandola de «nupcial» y «maternal». En resumen, para concluir, esta manera de distinguir los tres tipos de hipóstasis en Dios a partir del Amor, me parece que va en armonía con su Nombre propio de «Espíritu de Verdad», porque la Verdad es el Amor consubstancial de las Tres Personas divinas que Él confirma en Sí mismo en su calidad de sigilo de la Unidad divina como Amor.

 

II. La Economía del Misterio nupcial trinitario como misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia

La hipótesis de partida de un arquetipo de la diferencia sexual en Dios supone, habíamos dicho, una teología de la Alianza donde Dios predestina la humanidad en Cristo a llegar a ser «partícipe de la naturaleza divina», que es el Amor eterno de las Personas trinitarias. Este designio divino se cumple perfectamente en Cristo como «misterio nupcial», porque toda su trayectoria terrestre de encarnación es un connubium entre la divinidad y la humanidad. Su misión redentora hasta el sacrificio supremo revela en efecto el Amor del Padre hacia la humanidad, y su resurrección de entre los muertos confirma el Amor del Padre hacia su propio Hijo, ascendido a su derecha, y hacia la humanidad reconciliada y santificada, por el Don y efusión del Santo Espíritu. La resurrección de Cristo y el don del Espíritu son la prueba del éxito del proyecto de Dios como misterio de Alianza; pero la pregunta queda, a saber, cómo podemos inferir de esto que exista un misterio nupcial interno a la Trinidad?

Podemos lograrlo releyendo en términos más explícitamente nupciales las relaciones intra-trinitarias que se desarrollan en la economía de la salvación. En efecto, el misterio de la encarnación consiste en la generación del Hijo en la carne por la mediación del Espíritu Santo; esta generacion se expresa de parte del Hijo como obediencia de amor al Padre hasta la muerte de Cruz, de donde Cristo resurge de los infiernos en virtud del Beso de Resurrección que recibe del Espíritu del Padre, como Amor nupcial confirmando su Filiación divina en su carne resucitada (Rom 1,4) y haciéndola capaz de difundir el Espíritu de vida sobre toda carne. El momento de la procesión del Espíritu en la Trinidad inmanente corresponde al momento de la resurrección en la economía de la salvación: Cristo resucitado es el Esposo humano-divino que sale victorioso de la alcoba nupcial; ya que la generación del Hijo en la carne llega alli a su término, en la fecundidad recíproca del Padre y del Hijo que co-espira el Espíritu de Amor en la economia de la salvacion; primero en la carne de Cristo Resucitado y, a través de él, en toda la humanidad redimida, convertida en Él y por Él, en interlocutor fecundo del misterio de la Alianza. En otras palabras, el acontecimiento de la encarnación como misterio de Alianza es la traducción perfecta, en la economía, del misterio nupcial de la Trinidad inmanente. El orden de las procesiones trinitarias es respetado en el sentido que la generación del Hijo precede y hace posible la procesión del Espíritu, que precisamente se realiza como sello nupcial en el connubium histórico y escatológico de ambas naturalezas de Cristo en su vida-muerte-resurrección. Esta efusión íntima y fecunda del Amor trinitario en la encarnación del Hijo culmina en la Eucaristía, misterio nupcial por excelencia de Cristo y de la Iglesia.

Después de esta visión general del plan divino, debemos detenernos en la figura del Espíritu que se convierte en el gran protagonista de la encarnación del Amor trinitario después de la résurreccion de Cristo, pero de acuerdo con su propio modo de ser que es de comunión. Por eso Él es el gran actor y animador de la respuesta de la Iglesia Cuerpo y Esposa de Cristo al don de la comunión trinitaria. Como en la Trinidad inmanente, su acción en la economía es comunional y mas precisamente nupcial y maternal. Él da la Vida divina, comenzando con la maternidad divina de la Virgen María que acompana prolongándola en su maternidad espiritual en la Cruz y en Pentecostés [22]. El Espíritu dona también la estructura jerárquica de la Iglesia como la representación de Cristo Cabeza y Esposo al servicio de la comunión del pueblo de Dios, que él enriquece aún con múltiples dones y carismas. Al hacerlo, el Espíritu se manifiesta como Aquel que da la vida divina, uniendo y distinguiendo, salvaguardando siempre las diferencias para que la unión sea de comunión y no de uniformidad. Como en la Santísima Trinidad donde la Persona del Espíritu corona la unidad divina, la Tri-Unidad, consagrando la diferencia absoluta de las Tres Personas trinitarias. Cada una es Persona según su modo propio pero siempre consubstancial con los Demás en el Amor absoluto. No hay tres Personas idénticas y uniformes en la Santísima Trinidad, sino tres Personas cuya propiedad personal realiza una manera de ser Amor en Dios completamente diferente, pero en la unidad de la misma naturaleza: el Amor paternal, el Amor filial, y el Amor nupcial.

Detengámonos ahora en el arquetipo de la maternidad en Dios que la Tradición tiende a situar también en el Espíritu Santo. En efecto, Él es confesado en el Credo como aquel que «da la vida», y es descrito en la Santa Escritura como cercano a la Mujer, sea de la Virgen María en todo su misterio, desde la Anunciación hasta Pentecostés y la Asunción, sea de la Esposa del Apocalipsis con la cual aspira el regreso del Señor Jesús (Ap 22,17). Esta proximidad del Espíritu y de la Mujer no es como la de un Esposo, sino es aún más íntima, como el "Nosotros" en Quien se cumple el misterio nupcial, a pesar de la inadecuada opinión medieval del Espíritu como el Esposo de la Virgen. El Espíritu no es el que desposa, Él es Aquel en Quien y por (para) Quien los esponsales del Verbo de Dios y de la humanidad se realizan en el seno de la Virgen María. El Espíritu mediatiza estos esponsales en cuanto amor nupcial y maternal que vehicula la semilla del Padre, y que conjuga las dos naturalezas del Verbo encarnado en el seno virginal de María, gratificándola al mismo tiempo de su SÍ inmaculado y sin reservas a la Palabra divina. Por lo tanto, el Espíritu cumple activamente el misterio de la encarnación como Persona-comunión que actúa al servicio del Padre y del Hijo y persigue esta mediación nupcial a lo largo de la encarnación del Verbo hasta su misterio pascual.
Es maravilloso contemplar esta mediación nupcial del Espíritu que inspira y acompaña, en paralelo asimétrico, la obediencia de Jesús a su Padre y la disponibilidad ilimitada de María a la Palabra de Dios. Esta comunión perfecta en la obediencia de amor se consuma al pie de la Cruz, cuando el Hijo y la madre sufren al unísono la pasión de amor del sacrificio redentor. Al recoger el último aliento de su Hijo crucificado -preludio de la efusión del Espíritu- la Virgen Inmaculada es elevada por el Espíritu a la dignidad de Esposa del Cordero inmolado y Madre de la Iglesia. Su nueva maternidad eclesial en el Espíritu trasciende entonces la relación Madre-Hijo según la carne, asi como en Dios la fecundidad nupcial del Espíritu trasciende la relacion Padre-hijo y le confiere una nueva dimensión. El Espíritu Santo fecunda continuamente esta maternidad de María-Iglesia a través de la economía sacramental, especialmente en la celebración del misterio pascual donde él procede a la efusión eucarística del Verbo encarnado que, acogida en la fe de la Iglesia, la constituye como Cuerpo y Esposa de Cristo. De ahí la denominación Ecclesia Mater que está vinculada a su participación íntima a la propiedad nupcial-maternal del Espíritu del Padre y del Hijo.

Volvamos sin embargo al Espíritu en la Trinidad inmanente para identificar más de cerca esta dimensión materna de su persona y de su acción ad intra y ad extra. Estando el "Nosotros" constituido por la reciprocidad asimétrica, pero perfectamente consubstancial del Padre y del Hijo, el Espíritu deja entrever su dimensión maternal por el reflujo de Amor nupcial que enriquece activamente a las otras dos Personas (Espiración activa —pasiva), pero en modo subordinado a causa de la primacía de las Otras dos (el orden de las procesiones), lo que no afecta de ninguna manera la igualdad perfecta de los Tres fundada sobre su triple consustancialidad. De aquí, en el plano del lenguaje, la preposición "en" que habitualmente acompaña la mención del Espíritu Santo, ya sea en la oración litúrgica de la Iglesia o en la expresión teológica de su misterio. De hecho, el Dios Uno y Trino es Amor que declina así su misterio: Amor tri-personal que procede del Padre por el Hijo en el Espíritu, una Vida eterna en perpetuo intercambio cuyo flujo y reflujo constituyen su misterio infinito como Deus semper maior. Este acontecimiento de Amor paternal, filial y nupcial que es la Trinidad inmanente se puede vislumbrar en la economía de la salvación, donde las Personas divinas revelan su misterio nupcial íntimo en sus relaciones de alianza en Cristo y Maria-Eclesia, con cada persona humana y con la humanidad en su conjunto.

Esto es así porque el Espíritu Santo posee en Sí mismo la Vida que procede del Padre a través del Hijo. Él la posee como recibida pasivamente-activamente de los otros dos y agregando a eso por su propiedad personal, una nueva fecundidad nupcial y materna que es de comunión, de vida nueva, de libertad cada vez más grande en el Amor. Esta es la razón por la cual el papel del Espíritu ad intra y su actividad ad extra en la Iglesia y el mundo llevan el signo de la armonía, de la unidad en la diversidad, de la libertad y de la gratuidad, de la fecundidad que merece su título de Gloria como Amor nupcial y maternal. San Ireneo escribe: «Allí dónde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y dónde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y todo tipo de gracias» [23]. Por lo tanto también la obra de santificación y de glorificación que opera en la economía de la salvación aparece en perfecta conformidad con su personalidad trinitaria. De ahí la belleza de la Iglesia-Comunión que procede de la kénosis eucarística del Verbo encarnado, como personalidad femenina animada por el Espíritu, y su figura de Esposa y madre; De ahi no resulta que el Espíritu Santo sea su hipóstasis exclusiva, porque él es el "Nosotros" que contiene en sí el Amor del Padre y del Hijo, constituyendo pues juntos, la Iglesia como Sacramentum Trinitatis. El Espíritu Santo trinitario, kenótico como las otras dos Personas de las que procede, se esconde personalmente en el corazón del misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia, y garantiza que la unidad de la Iglesia esté constituida por la unidad trinitaria del Padre, del Hijo y del Santo Espíritu, como lo expresa acertadamente el Concilio Vaticano II (LG 4) [24].

 

III. La figura trinitaria de la mujer y sus implicaciones en cuanto a su dignidad y su papel en la Iglesia y la sociedad.

Las anteriores reflexiones han intentado integrar la herencia de Agustín sobre el Espíritu como Amor mutuo y la de Ricardo de San Víctor sobre el condilectus, recurriendo a la analogía nupcial y familiar que se encuentra en Gregorio Nacianceno y Buenaventura, al igual que a la exégesis contemporánea sobre la Imago trinitatis. La originalidad de nuestra posición se centra sobre esta especificación nupcial que permite a la vez salvaguardar la unidad divina como Amor, y valorizar la imagen de Dios en el hombre y la mujer como don de amor recíproco fecundo en la familia y la sociedad.

En esta perspectiva, la dignidad y el papel de la mujer reaparecen notablemente fortalecidos, a la luz de su fundamento relacional en la Santa Trinidad. Este fundamento está bien establecido, me parece, en la procesión del Espíritu Santo (espiración activa —pasiva) que se manifiesta como Amor nupcial irreductible a la fecundidad propia del Amor paternal y filial. La novedad del Espíritu de Amor refluye como hemos dicho sobre la fecundidad paternal y filial y le confiere una nueva dimensión que justifica el recurso a la simbología nupcial y familiar para dar cuenta de las riquezas inconmensurables de las relaciones trinitarias, y afirmar en consecuencia la verdad del fundamento arquetípico de la mujer en el Espíritu Santo en su juego de relaciones con el Padre y el Hijo. Si lo propio de la mujer es dar recibiendo (esposa) para ser activamente fecunda (madre) en la misma medida en que ella recibe, ¿no es ella la imagen y, de cierto modo, la participación, y del Hijo que espira el Espíritu en la recepción de lo que él es del Padre y el don que él le da, y del Espíritu Santo que también "vive y enriquece" este movimiento triple de recepción, regalo, fecundidad? La manera de amar de la Virgen María, tan íntimamente vinculada al Espíritu, se manifiesta en su disponibilidad inmaculada hacia el Padre (esposa) y en el servicio incondicional al Hijo (madre) al que el Espíritu Santo concibe en su seno virginal y que lo acompaña en todo su trayecto de encarnación [25]. El arquetipo de la mujer como esposa y madre en el Espíritu Santo se fundamenta así en estas relaciones trinitarias recíprocas que conocemos por el misterio de la encarnación. Esta conclusión se basa como hemos visto en la exégesis contemporánea de la imagen de Dios como Imago Trinitatis, y en el designio de Dios como misterio de Alianza interpretado con la simbología nupcial, que es la más evidente y adecuada con la Biblia.

 

Repercusiones

¿Cuál es la importancia de estos logros para la dignidad de la mujer y para las consecuencias eclesiales y sociales concretas que legítimamente se deberían sacar?

Primero, la identificación del arquetipo relacional de la mujer en la Trinidad confirma de inmediato su dignidad de imagen de Dios como persona, mujer, esposa y madre. Esto también confirma los valores del amor, del matrimonio y de la familia, así como las vocaciones virginales sobrenaturales que reciben un apoyo fuerte teológico y espiritual.

En segundo lugar, su vínculo privilegiado con el Espíritu Santo, y en el Espíritu con el Hijo eterno y encarnado, configura su originalidad relacional y su manera de amar como mujer que acoge, consiente, responde y sorprende por su respuesta doblemente fecunda, natural y sobrenatural, asimétrica, original, procreadora, irreductible a cualquier otro modelo que no sea su modalidad personal de amar como Dios ama.

En tercer lugar, la mujer se confirma poderosamente en su papel de esposa y de madre, sin limitarse a estos roles, ya que su feminidad abierta florece en diversos niveles y tonalidades que sobrepasan el núcleo familiar hacia todos los ámbitos de actividad e influencia, particularmente en el campo de la vida consagrada. De aquí su aportación única e irreemplazable al mundo del trabajo, de la salud, la actividad social, caritativa y política, en la ciencia, las artes y la filosofía, la teología, la profecía y la mística, etc., donde su personalidad y sus múltiples carismas naturales y sobrenaturales pueden desarrollarse y contribuir al Reino de Dios y al bien común de la sociedad y de la Iglesia.

En cuarto lugar, no hace falta decir que a partir de esta base teológica y señalando la falta de integración de la mujer según su vocación propia y sus potencialidades, a nivel social y eclesial así como a nivel pastoral y misionero, se hace necesaria una vigorosa promoción de la mujer en todos los niveles (incluyendo la confirmación de su vocación de esposa y de madre!) y se requiere una lucha paciente y perseverante para favorecer su libertad de actuar y de vivir según sus carismas, su vocación y su misión, que son irreductibles a los esquemas culturales patriarcales o matriarcales vehiculados en las diferentes sociedades.

En quinto lugar, la teología en general, y la teología de la mujer en particular, requieren una escucha atenta y sin prejuicios de la teología de las mujeres, una contribución desconocida pero ya disponible en la Tradición, que la Iglesia reconoce simbólicamente mediante la declaración de algunas de ellas como "doctoras de la Iglesia" [26], con la esperanza de que estos gestos simbólicos fomenten la participación de las mujeres en todos los niveles de la producción filosófica, teológica y mística.

 

Por una civilización del amor

En definitiva, la manera de ser y de amar de la mujer comporta cualidades indispensables para el progreso de la Iglesia y de la sociedad. En efecto, su persona se desarrolla de manera ejemplar y fecunda por su disponibilidad nativa a la voluntad del Padre y al servicio de la Palabra de Dios en el Espíritu. La mujer se pone y se reconoce del lado del Verbo que es segundo, proferido, engendrado, y fecundo a cambio de su amor consubstancial al Padre, que es "más" que filial en virtud del Espíritu que él espira en dependencia del Padre. De ahí, por consiguiente, la participación de la mujer en la dimensión nupcial y maternal del Verbo y del Espíritu, que se manifiesta en su manera de amar, recibida y auxiliatriz, pero igual en dignidad y doblemente fecunda.

Su forma de amar, tierna, compasiva, envolvente y fecunda, es irreductible al modelo masculino del amor, más intrusivo y puntual, esporádico y planificado, así como a la psicología masculina más univoca, particularmente en el modo de administrar las relaciones sociales y la influencia cultural, política o espiritual. La diferencia femenina no tiene que ser borrada por el modelo masculino, que necesita ser complementado por las cualidades indispensables de la feminidad, de la maternidad y de la fecundidad múltiple y diversificada de la mujer, so pena de caer en una dominación injusta que provoca el antagonismo del hombre y de la mujer mientras que son llamados a la comunión.
Finalmente, a la luz de la Sagrada Familia, imagen por excelencia del misterio de la Trinidad y de la Iglesia, la figura de la mujer accede en María a una realización sin igual de perfección humana y sobrenatural, en virtud de su verdadero matrimonio, vivido en relaciones humanas auténticas y virginales, pero no asexuadas, con Jesús y José. Esta superación de la sexualidad conyugal natural en ella no implica ningún desprecio de su valor, sino solo su prolongación al nivel superior de la fertilidad sobrenatural de los sexos en el seno de relaciones virginales [27]. José no fue disminuido en su sexualidad por el hecho de no haber engendrado a Jesús, al contrario fue enriquecido y fortificado en su paternidad putativa natural-sobrenatural por una calidad incomparable de relaciones virginales, en humilde correspondencia con el misterio de Jesús y de su madre.

En este sentido, ¿quién no ve la importancia de estas consideraciones para la promoción de la vida consagrada bajo todas sus formas en la Iglesia? Porque las vocaciones sacerdotales y religiosas expresan la fecundidad propia del Espiritu Santo en la Iglesia Esposa dotada por Él de carismas variados al servicio de la comunión y de la misión. Estas vocaciones gratuitas y virginales vividas en comunion con el Esposo eucarístico, demuestran por su fidelidad y su fecundidad virginal, junto con la familia, iglesia doméstica, que el Evangelio de Dios Amor responde en plenitud a todas las aspiraciones del corazón humano desde el centro de gravedad "sacramental-escatologico" del misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia. ¿No habría en esta profundización teológica un recurso precioso para superar la controversia alrededor del ministerio ordenado reservado a los varones? Y para reanimar la llama en el corazón de tantas mujeres en busca de una vocación, donde la respuesta no sea solo un servicio social o profesional, una carrera cualquiera, o incluso un servicio desinteresado a los más pobres, sino la fascinación del Amor divino simplemente, un Amor filial, nupcial y maternal, que llene el corazón, el alma y el espíritu de alegría y de pasión para la evangelización del mundo.

 

Conclusión

¿Qué más podemos añadir como conclusión a estas reflexiones teológicas para remarcar la importancia del "misterio" de la mujer y de su contribución indispensable para la vida social y eclesial? Dada la cercanía del Espíritu y de la mujer en el designio divino de la creación y de la encarnación de la gracia; dada la participación íntima e insuperable de la Virgen María en las relaciones trinitarias recíprocas del Verbo y del Espíritu, ¿no deberíamos reconocer este "misterio" de la mujer calificando de

"ministerios sagrados", sin connotaciones clericales de ningún tipo, sus múltiples funciones y papeles femeninos en la sociedad y la Iglesia: esposa y madre, inspiradora y mediadora, redentora y reconciliadora, ayuda y compañía indispensable para el hombre en cualquier tarea y responsabilidad social y eclesiástica. Que sobresalga la escucha, la apertura, la reparación de injusticias y la valoración de los carismas femeninos de parte de todos y de todas, y en particular por parte de las autoridades civiles y religiosas, para que se reconozca e integre mas y mejor la diferencia femenina!

Es comprensible entonces que la Iglesia católica, desde la inmensa gracia del Concilio Vaticano II, haya librado una lucha decisiva y permanente por el respeto de la diferencia de los sexos en todas partes y en todos los niveles, ya sea en el ámbito del trabajo, del matrimonio y la familia o en el del ministerio ordenado, y continúa haciéndolo, incluso en solitario, contra toda "colonización ideológica" (Papa Francisco) que pretenda anular la diferencia sexual en la cultura, y por lo tanto la figura original de la mujer, en nombre de una antropología libre de todo vínculo trascendente. El tema de la mujer es de tal importancia hoy en día que requiere que la Iglesia y la sociedad realicen una inversión colosal de pensamiento y de acción, para iluminar correctamente las elecciones de la sociedad y para permitir que la imagen de Dios en el hombre y la mujer, en dolor y deseo de comunión, alcance la divina semejanza del Amor sin la cual no hay ni felicidad posible para la humanidad ni sociedad digna de este nombre.

 

 

[1] Cf. Ruolo delle donne nella Chiesa. Actas del simposio promovido por la Congregación para la Doctrina dela Fe, Roma 26-28 septiembre 2016, LEV.

[2] Papa Francisco: «Estoy convencido de la urgencia de ofrecer espacios a las mujeres en la vida de la Iglesia y de acogerlas, teniendo en cuenta las específicas y cambiadas sensibilidades culturales y sociales. Por lo tanto, es de desear una presencia femenina más amplia e influyente en las comunidades, para que podamos ver a muchas mujeres partícipes en las responsabilidades pastorales, en el acompañamiento de personas, familias y grupos, así como en la reflexión teológica» (Discurso a los participantes en la Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura, 7 de febrero de 2015).

[3] Cf. Louis Bouyer, Mystére et ministéres de la femme, Aubier Montaigne, 1976 (Trad. esp.: Misterio y ministerios de la mujer, Fundación Maior, 2014). De considerarse como un ensayo de justificación teológica de la posición de la Iglesia sobre la cuestión del ministerio ordenado reservado al hombre, previo a la declaración Inter Insigniores de 1976.

[4] Cf. Marc Ouellet, Divine ressemblance. Le mariage et la famille dans la mission de l'Église, Ed. Anne Sigier, 2006, p. 35-58.

[5] Homilía en la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28 de enero de 1979): AAS 71, (1979), p.184.

[6] Papa Francisco, Exhortación Apostólica Amoris laetitia, n. 11; ver también, n. 71.

[7] Hans Urs von Balthasar, La Gloire et la Croix. I. Apparition, Aubier 1965, p. 488 (Trad. esp. Gloria. Una estética teológica I. La percepción de la forma, Ed. Encuentro, 1985, p.513). Cf. también Adriana von Speyr, Teologia de los sexos, Ed. San Juan, 2018.

[8] Blanca Castilla de Cortázar, «Mujer y teología: la cuestión de la imagen de Dios», en Arbor, vol. 192, n. 778, 2016.

[9] Cf. Mary Healy, Women in Sacred Scriptures: New insights from exegesis, en Ruolo delle donne nella Chiesa, op. cit., 43-54: «The New Testament thus provides abundant evidence that both in the ministry of Jesus and in the early church women were present not only as disciples but also as initiators and leaders who actively participated in the ministry of the gospel in a variety of ways» p. 53.

[10] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, n. 6-8. «El ser persona significa tender a su realización, cosa que no puede llevar a cabo si no es "en la entrega sincera de sí mismo a los demás". El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir "para" los demás, a convertirse en un don»: n. 7.

[11] L. Bouyer, Mystére et ministéres de la femme, op. cit. p. 41-42.

[12] Cf. mi libro Dans la Joie du Christ et de I'Église. Au cceur d'Amoris laetitia : intégrer la fragilité. Parole et Silence, 2018, 119s.

[13] El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa en términos que enfatizan los límites de la analogía: «Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las "perfecciones" del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19)», n. 370.

[14] Ver el excursus «Image et ressemblance de Dieu», en Hans Urs von Balthasar, La Dramatique divine. Les personnes du drame. 1. L'homme en Dieu, Lethielleux, 275¬290; et 318-334 ; 355-359 (Trad. esp.: «Imagen y semejanza de Dios. Excursus 3», en Teodramática 2. Las personas del drama: El hombre en Dios. Ed. Encuentro, 1992).

[15] Cf. M. Ouellet, Divine ressemblance, op. cit., p. 56-58.

[16] Dijo Dios : « Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra ». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varon y mujer los creo ».

[17] Francis Martin, «Male and Female He Created Them: A Summary of the Teaching of Genesis Chapter One» en Communio International Review, 20 (1993), 247.

[18] lb., 258. Ver también: Claus Westermann, Genesis 1-11, A Comentary, Minneapolis, Augsburg Publishing House, 1984, p. 147-161 y especialmente p. 157-158.

[19] Y el Señor Dios formó de la costilla que habia sacado de Adán, una mujer, y se la presentá a Adan. Adán dijo : « Esta si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre sera `mujer', porque ha salido del varon » (Gn 2, 22-23)

[20] Régine Hinschberber, «Image et ressemblance dans la tradition sacerdotale», en RSR 59 (1985), p. 192.

[21] Para un desarrollo más amplio, cf. M. Ouellet, Divine ressemblance op.cit., p. 43-48.

[22] De aquí la superioridad del "principio mariano" sobre el "principio petrino" en la comunión de la Iglesia que Balthasar desarrolla en: Le Complexe antiromain, Apostolat des éditions, 191-235 (Trad. esp.: El complejo antirromano, BAC, 1971). La estructura ministerial, por importante que sea, se funda sobre la institución por Cristo, y sobre el Amor envolvente de la Madre que constituye, en el Espíritu Santo, la identidad fundamental de la Iglesia como Esposa, en la que se inscribe la representación ministerial-petrina del Esposo, en dependencia y al servicio del "ministerio" más fundamental del amor, que la Virgen Madre y toda mujer encarna en su propia persona.

[23] S. Ireneo de Lyon, Adversus Heareses, III, 24. 1.

[24] De notar el aspecto inaferrable y kenótico del Espíritu que la Escritura expresa mediante los símbolos universales del agua, el fuego y el viento, lo mismo que por los símbolos sacramentales de la unción, y de la transubstanciación del pan y del vino en Cuerpo y Sangre de Cristo (epíclesis). Este carácter "fluído" de su Persona parece contrastar con el carácter más definido y preciso del Amor paternal y filial, pero de hecho él lleva a su plenitud la expresión del Amor trinitario común a las Tres Personas como des-asimiento de sí, efusión bienaventurada de sí, como Amor cuya felicidad radica en no ser para sí.

[25] Nos remitimos aquí a cuanto se decía más arriba sobre el misterio de María, madre del Verbo encarnado, que el Espíritu Santo fecunda desde el interior y acompaña hasta elevarla a la dignidad de la Esposa del Cordero inmolado, llegando a ser por él y con él, en su total dependencia, co-espiradora del Espíritu sobre toda la posteridad eclesial y, por lo tanto, Madre de la Iglesia. Lo que la piedad popular expresa en este sentido a través de María, mediadora de todas las gracias, se fundamenta precisamente en este misterio trinitario-nupcial dado en participación.

[26] Pablo VI dio el primer paso declarando en 1970 doctora de la Iglesia a Catalina de Siena y Teresa de Ávila. Luego han seguido Teresa del Niño Jesús (1997) e Hildegarda de Bingen (2012).

[27] Cf. H.U. von Balthasar, La Dramatique divine II. op. cit., p. 361-2.

© Librería Editorial Vaticano

 

 

16/03/2018-15:44
Redacción

Prof. Carraquiry: Mujeres en la transformación cultural de América Latina

(ZENIT — 16 marzo 2018).- El Profesor Guzmán M. Carriquiry Lecour, Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL), ofreció un discurso titulado 'Mujeres que han marcado pautas de transformación cultural en la historia de América Latina'.

Su intervención tuvo lugar durante la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL) dedicada al tema 'La mujer, un pilar en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en América Latina', celebrada del 6 al 9 de marzo en el Palacio Apostólico del Vaticano.

Publicamos a continuación el discurso pronunciados durante los trabajos por el Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour, Secretario de la CAL.

Pueden leer aquí el discurso que expuso el Cardenal Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación de los Obispos y Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina.

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Discurso del Profesor Guzmán M. Carriquiry Lecour

Mujeres que han marcado pautas de transformación cultural en la historia de América Latina

No tengo la más mínima pretensión de esbozar una historia de las mujeres en América Latina, aunque sería muy bueno que ese objetivo se emprendiera sistemáticamente por personas competentes. Y mejor todavía sería intentar una historia de América Latina desde el protagonismo y la mirada de las mujeres. En general, nuestros libros de historia están poblados por figuras masculinas. Las historias oficiales que se han ido narrando se caracterizan por ser historias sustentadas en hechos, acontecimientos y circunstancias protagonizadas por los hombres, dejando en la sombra o en el olvido, incluso censurando, la participación y contribución real de las mujeres. Las mujeres quedan como invisibles en el curso de muchas fases de su desarrollo, no sólo discriminadas sino también olvidadas. Desde su perspectiva hay que volver a contar, pues, la historia de América Latina, "esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas", como decía el colombiano Gabriel García Márquez en el acto de recepción del Premio Nobel de la literatura en Estocolmo.

Yo me limitaré a indicar algunas mujeres que reflejan y marcan fases de transformación cultural en la historia de nuestros pueblos, sabiendo que la selección de personalidades femeninas que destaco puede ser discutida, corregida, complementada y enriquecida.

No es por cierto "políticamente correcto", pero es muy significativo comenzar por señalar dos figuras femeninas que están en los orígenes del Nuevo Mundo americano. Una de ellas es Isabel de Castilla, la reina católica, y otra es la india Malinche, llamada Marina por los conquistadores, compañera y guía de Hernán Cortés en la conquista del Imperio azteca. De Isabel no sólo sorprende la determinación y fuerza de una mujer para ser reina en un mundo masculino hecho de violencias e insidias, sino también protagonista de la formación del primer Estado nacional que iba dejando atrás los mundos feudales europeos y cuya conclusión de la reconquista de toda la península ibérica, con la toma de Granada, último reducto moro, alimentaría las energías de la expansión de la cristiandad hispánica hacia la "terra incognita", lo que será el "Nuevo Mundo" americano. Nos importa especialmente destacar la figura de esta reina católica porque formó parte y fue protagonista de aquel ambiente de la "reforma católica" en la península ibérica —cronológicamente anterior a la reforma protestante y al Concilio de Trento -, sin la cual no es posible entender la impresionante gesta misionera en el "Nuevo Mundo". Apenas medio año después de que Cristóbal Colón pisara por primera vez las tierras del Nuevo Mundo, Fernando e Isabel le comunican esta Instrucción capital: hacer todo lo posible por convertir a los indígenas, precisando que éstos deben ser "bien y amorosamente tratados, sin causarles la menor molestia, de modo que se tenga con ellos mucho trato y familiaridad". La vergüenza de la esclavitud y matanzas de indios de las que Colón se hace después responsable están entre los motivos de la ruptura de la reina Isabel con el navegante. Y en 1499 la reina isabel hace saber que todos los que han traído esclavos de las Indias deben "bajo pena de muerte" devolverlos libres a América. En 1501 firma una Instrucción al gobernador de las Indias Nicolás de Obando señalando que "es necesario informar a los indios sobre las cosas de nuestra santa fe para que lleguen a su conocimiento (...) sin ejercer sobre ellos ninguna coacción". No extraña, pues, que la reina católica introduzca en su testamento aquel notable codicilo, en 1504, en el que suplica a su hija y marido que prosigan como "fin principal" en las "Islas y Tierra Firme del mar Océano" el de "procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra Santa Fe católica, y enviar a las dichas islas y Tierra Firme prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios (...) y que en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de dichas Indias y Tierra Firme (...) reciban agravio alguno en sus personas y en sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna (...)". Por eso, Bartolomé de Las Casas escribía: "Los mayores horrores comenzaron desde que se supo en América que la reina acababa de morir (...) porque su Alteza no cesaba de encargar que se tratara a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices". Más allá de tales nobles propósitos, la conquista de los imperios indígenas, como toda conquista, fue hecha también de violencia, opresión y explotación de los conquistados, pero esto no acallará sino que provocará grandes luchas por la justicia, animadas por el Evangelio, en la defensa de los indios por parte de legiones de misioneros. La espada irá unida a la cruz, pero la cruz se convertirá en tremenda autocrítica de la espada.

Así lo fue en la conciencia desgarrada de un Hernán Cortés. Hay quien trata a Malinche, su india compañera, bautizada Marina, como una traidora a su pueblo, desconociendo que provenía de aquel denso y variado "tercer mundo" de pueblos y tribus indígenas sometidas al terrible dominio del imperio teocrático-militarista de los aztecas, proveedores de tributos y de sus doncellas para los masivos sacrificios humanos. No en vano hay un dicho en México que dice: "la conquista la hicieron los indios y la independencia los españoles". En todo caso, la relación de Cortés con Malinche es como una muestra muy significativa de aquel mestizaje fundacional, desigual, lleno de contradicciones y dominaciones, en el que no faltaron princesas indígenas incorporadas a la aristocracia colonial, pero en el que la gran mayoría de las indias quedaron sometidas, con diversas dosis de violencia, a los conquistadores y colonizadores. En las periódicas sublevaciones indígenas en el curso de la historia latinoamericana queda la memoria de mujeres que han sido líderes y combatientes en primera fila: así lo fueron las cacicas Tomasa Titut Condemayta y Gregoria Sisa que se destacaron en la guerra emprendida por Tupac Amarú contra el imperio español, acompañado también por su esposa Micaela. Tiempos más tarde se canta a las "adelitas" de las masas campesino-indígenas de la revolución mexicana, hasta llegar a la irrupción de comunidades y movimientos indígenas a partir de 1992, en la que descolló Rigoberta Menchú, Premio Nóbel de la Paz en 1992, depositaria de la cultura de los indígenas guatemaltecos, sobreviviente al genocidio sufrido en ese país centroamericano.

Es en tiempos de desolación producidos por la conquista y de conformación de ese mestizaje desgarrado, así como de intensa actividad misionera, que el "Nuevo Mundo" americano recibe la visitación de la "bella señora" que se presenta como "la perfecta siempre Virgen María (...) madre del verdadero Dios por quien se vive". Las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe en las que se revela a su Juanito, Juan Dieguito, quien hoy reconocemos como san Juan Diego, el indio que escoge como su hijito y mensajero, constituyen, según el papa Francisco, un "acontecimiento fundante" en la historia de los pueblos latinoamericanos. Es la "bendita entre todas las mujeres", en quien "Dios dignificó a la mujeres en dimensiones insospechadas", la primera y perfecta discípula, discípula-misionera que trajo el Evangelio al Nuevo Mundo. No es diosa como la de los aztecas que llevaban máscaras, ni como las "coyas" incaicas partícipes en función teocrática de la sacralidad de las autoridades andinas. Es Madre que lleva en su seno y dona a su Hijo. Es rostro maternal y misericordioso de Dios que irrumpe en la historia, escoge a los pobres y humildes de corazón y llama a todos a la comunión. Es Virgen mestiza, pedagoga de la inculturación del Evangelio, que rompe los muros de incomunicación, impulsa la unión entre hombres y pueblos, presencia indispensable en la gestación dramática de un pueblo de hijos y hermanos. Es la nueva Eva, mujer virgen y madre, como la Iglesia. "Las diversos advocaciones y santuarios esparcidos a lo largo y ancho del Continente" testimonian la presencia cercana de la Virgen a los pueblos, en sus más diversas circunstancias personales, familiares y colectivas. El papa Francisco nos ha enseñado e invitado, en la alocución que dirigió al Episcopado mexicano, a compenetramos con el corazón y la mirada de la Virgen María a modo de clave hermenéutica para discernir los más profundos anhelos del corazón de nuestra gente y las diversas vicisitudes de su historia.

De las rosas que cayeron de la tilma de Juan Diego como señal del acontecimiento guadalupano, parece muy significativo que la primera santa americana, en Lima, tuviera como sobrenombre dado por su nodriza indígena y nombre después de confirmación, el de Rosa. El amor con el que Rosa se esforzaba de corresponder a Cristo, y Cristo crucificado, es la clave de su vida. Se sabe de su vida eremítica como terciaria dominicana en la minúscula celda construida con sus manos en el huerto de casa y en el pequeño hospital contiguo donde acompañaba a todo sufrimiento; también del santo furor con el armaba su brazo y flagelaba la propia carne en el anhelo insaciable por asemejarse cada vez más a su Esposo divino. Porque Rosa oyó de los labios de Cristo: "Rosa de mi corazón, sé mi esposa". Y tuvo una profunda intimidad con Él en largas horas de soledad, oración y sacrificio, a través de una fervorosa vida eucarística no común para aquellos tiempos. Es de esas rosas místicas que perfuman la historia de los pueblos, como también lo fue Santa Mariana de Quito, que quería ser jesuita. En 1604 se fundó el primer Carmelo en Puebla de los Ángeles, que tanto hubiera llenado de gozo a Santa Teresa de Jesús, que tuvo siempre presente al mundo americano en sus oraciones y desvelos misioneros. Esa vena mística que recorre la historia de nuestros pueblos llega hasta el Carmelo de Santa Teresita de los Andes, en Chile, en pleno siglo )0(, y las mujeres contemplativas que el papa Francisco visita cariñosamente en sus viajes apostólicos. Son el pulmón orante que hace circular la vida cristiana en la Iglesia, cuerpo de Cristo, y anima su misión. Un impresionante testimonio de libertad de la mujer se expresa en ellas, aunque a veces puedan haber recaídas en encierros humanamente empobrecidos.

El mexicano Octavio Paz, notable personalidad que fue Premio Nóbel de Literatura, gran poeta y ensayista, estudió de modo muy especial la persona y obra de Sor Juan Inés de la Cruz, la primera gran poetisa y escritora en lengua española, la primera en América, en el Virreinato de Nueva España. Para Paz, Sor Juana fue "la primera feminista en nuestra lengua y en nuestro continente", no obstante la presión clerical de intolerancia eclesiástica que sufrió, en medio de un ambiente de arraigada misoginia. Siglos más tarde, hubo otros testimonios que anticiparon el feminismo moderno en América Latina, como las de María Antonia de Paz y Figueroa, conocida como mamá Antula y recientemente beatificada, así como sus compañeras a quienes tildaron como las "beatas", mujeres laicas que recorrieron como peregrinas misioneras los caminos de media argentina, desde Santiago del Estero hasta Buenos Aires, organizando, promoviendo y animando un sinnúmero de "ejercicios espirituales". Desde el Virreinato de entonces en Buenos Aires fue tratada de loca, borracha, fanática y hasta de bruja, pero no se amedrentó y atrajo a muchas decenas de miles de hombres y mujeres que las siguieron.

La emancipación americana es otro de los "acontecimientos fundantes" en la historia de los pueblos hispano-americanos y un giro epocal. Si bien la mayor parte de las mujeres estaban por entonces abocadas, casi exclusivamente, a realizar los quehaceres domésticos, se sabe bien que muchas mujeres aportaron su tiempo, trabajo y recursos a los batallones independentistas, preparando víveres, lavando ropa, cosiendo uniformes, ofreciendo hospitalidad y, cuando contaban con mayores recursos económicos, donando alhajas para la compra de armas y, en muchos casos, organizando colectas u operando como espías. Sin embargo, las hubo y no pocas que participaron en los debates públicos y en los campos de batalla, aunque a menudo vestidas de hombre. Manuelita Sáenz, quiteña de origen, no fue sólo la compañera de Simón Bolívar, sino que lo salvó ante diversas conspiraciones, conocida así como "la Libertadora del Libertador". Fue mujer joven comprometida en las gestas liberadoras de la Patria Grande. Se involucró de forma activa y contundente a lo largo del proceso que culminó en la independencia del Perú, lo que le valió que el General San Martín le asignara el grado de "Caballeresa del Sol". Formó parte del estado mayor de Bolívar. Combatió en la batalla de Junín y luego en la aquella decisiva de Ayacucho, lo que le valió el grado de Coronela. "Mi país es el continente de América — decía -. He nacido bajo la línea del Ecuador". Recordamos también a Juana Azurduy, nacida en el Potosí, ya involucrada en la sublevación de Tupac Amaru, que apoyó junto con su marido los levantamientos producidos en 1809 en Chuquisaca y La Paz. El General Manuel Belgrano reconoció su espíritu revolucionario y su participación activa en la guerra, por lo que le otorgó el cargo de teniente coronel. El mismo Bolívar quiso visitarla en su hogar para rendirle homenaje. Es significativo que en el año 2015 la presidente Cristina Fernández de Kirchner sustituyó la estatua de Cristóbal Colón, junto a la Casa de Gobierno, por la estatua donada por el presidente Evo Morales en la que se lee: "Juana Azurduy Generala". Todavía quedaría por relevar muchas otras mujeres protagonistas de esos tiempos de independencia, como María Magdalena "Macacha" Guemes, que acompañó a su hermano, el caudillo, en la luchas en territorio salteño, jujeño y alto-peruano; o como la venezolana Josefa Camejo, "Doña Ignacia", partícipe de la "Sociedad Patriótica" y desde entonces luchadora por la independencia en las guerras contra los realistas en diversas regiones de Venezuela y de Nueva Granada, a quien se recuerda presionando a un comandante en favor de la independencia con la pistola en mano al grito de "Viva la Revolución"; o como la colombiana Polonia Salvatierra y Ríos, conocida con el nombre de "Policarpa", o "La Pola", que participó en el grito de independencia del 20 de julio de 1810, toda una 'matahari' como espía de las fuerzas independentistas, después vinculada al Ejército patriota de los Llanos, murió fusilada y fue considerada mártir y símbolo de la independencia para los colombianos. La mexicana Leona Vicario, una de las primeras periodistas, encarcelada en varias ocasiones por difundir la ideología de los libertadores, fue considerada como una de las madres de la patria por el Congreso de la Unión en México. Hubo muchas mujeres que durante los años de guerra fueron, de una parte y otra, exiliadas, emigradas, refugiadas, desterradas, prisioneras, torturadas, ajusticiadas, violadas. No han faltado mujeres fuertes, combatientes y sufridas en la historia de los pueblos latinoamericanos.
Esos largos años de guerras civiles y de emancipación, proseguidos por el deambular de milicias y tropas armadas por las desoladas tierras que fueron de anarquía y violencias hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, hicieron que las mujeres tuvieran que duplicar sus esfuerzos para cuidar y educar a sus hijos, y mantener solas a sus familias, mientras se consolidaba una tradición de ausencia de la figura del varón en la vida familiar, sin fija residencia, dejando tendales de hijos naturales y mujeres abandonadas por doquier. Fueron ellas quienes custodiaron y transmitieron a su prole el sentido de pertenencia a una tradición, a una patria, a la Iglesia. Con el desmantelamiento de las instituciones pastorales y catequéticas de la Iglesia y la ausencia de pastores, pasó por las madres la "traditio" de la fe, especialmente a través de la piedad popular. Un caso extremo fue vivido en el Paraguay, donde en la inicua guerra de la Triple Alianza perdió más del 90% de su población masculina adulta. Sólo quedaron viudas, huérfanos, madres, hijas y hermanas desamparadas en medio de un país deshecho, pero que tuvieron la fortaleza de espíritu para reconstruirlo, haciendo sobrevivir su fe, su lengua, su cultura, en un positivo, fecundo matriarcado. Por eso, el papa Francisco siempre recuerda a la mujer paraguaya como "la más gloriosa".
En la segunda mitad del siglo XIX comenzaron a hacerse sentir en los diversos países latinoamericanos, mujeres escritoras y educadoras, maestras sobre todo, que bien pueden ser consideradas como pioneras de movimientos feministas, las que, en sus obras, pusieron bajo crítica las situaciones de esclavitud, marginalidad y dependencia sufridas por las mujeres, reivindicando sus derechos, reclamando su acceso a la educación y a la vida pública de las naciones. Entre ellas, la brasileña Nisia Floresta Brasileira Augusta que en 1832 publicó su libro "Direito das Mulheres e injustica dos homens", temática también afrontada por otra poetisa brasileña, Narcisa Amalia de Campos. La argentinas Juana Paola Manso, que escribía bajo el seudónimo "Mujer poeta", colaboró en la presidencia de Sarmiento con la apertura de 34 escuelas y bibliotecas públicas y fue después la primera mujer en estar incorporada en la Comisión Nacional de Escuelas. La peruana Mercedes Cabello de Carbonera escribió por entonces cinco volúmenes bajo el título: "Influencia de la mujer en la civilización". La chilena Rosario Ortiz, apodada Monche, fue una de las primeras periodistas de América Latina. Habría que agregar varios otros nombres, como la de la novelista argentina Juana Manuel Gorriti y la poeta chilena Mercedes Marín del Solar. Algunas de ellas, como la catamarqueña Eulalia Ares de Vildoza o la misma Monche participaron activamente en las guerras civiles de su tiempo.

Es a finales del siglo XIX que comienza a irrumpir en forma más relevante la presencia de las mujeres en la educación, en el mercado de trabajo y en la escena pública de las naciones, en el contexto de las transformaciones sociales y culturales provocadas por el gradual advenimiento de las sociedades urbano-industriales durante las primeras décadas del siglo )0(. En los fuertes movimientos sociales de ese tiempo descuellan, en primer lugar, militantes anarquistas y socialistas, como Rosa Uquillas y Lidia Herrera, fundadoras en el Ecuador del grupo "Rosa Luxemburgo", la dirigente sindical chilena de "sociedades de resistencia" Angela Muñoz, la peruana María del Jesús Alvarado defensora de los derechos de las mujeres, de los trabajadores y de los indígenas, o la agitadora social María Cano en Colombia. No faltaron tampoco figuras excepcionales como la de Teresa Carreño, pianista, cantante y compositora venezolana, que dio su primer concierto en el Irving May de Nueva York, más tarde tocaría en la Casa Blanca para el Presidente Lincoln y recorrería el mundo entero desde las últimas décadas del siglo XIX a lo largo de su carrera artística y musical. Su himno a Simón Bolívar es una de sus piezas maestras.

A finales de siglo llegan a América Latina muchas Congregaciones religiosas femeninas, a las que se agregarán otras en las primeras décadas del siglo )0(, también nacidas en tierras latinoamericanas, que fundaron una red de escuelas, hospitales y una gran variedad de obras y actividades de caridad y asistencia a sectores necesitados de la población. Desde entonces hasta la actualidad, las monjitas o hermanitas — como son llamadas por nuestros pueblos — son las mayores y mejores testigos y operadoras de las obras de misericordia. Nadie como ellas encuentran las puertas y corazones abiertos de nuestras gentes.

Son también los tiempos de los movimientos sufragistas, en los que mujeres instruidas, en general de clases medias emergentes o acomodadas, reclaman el derecho al voto femenino. En ellos se destaca la rioplatense Paolina Luisi, que funda en Montevideo, en 1903, el primer Consejo Nacional de la Mujer, la ecuatoriana Matilde Hidalgo de Porcel, que se inscribe en los registros electorales provocando el desconcierto y resistencia de los dirigentes del país, la mexicana Hermida Galindo que fundó el semanario feminista "La mujer moderna" y su compatriota Elvia Carrillo Puerto, que organizó el Primer Encuentro Feminista de Yucatán y en 1923 fue electa Diputada en el Congreso de Yucatán, lo que la convertiría en la primera mujer mexicana en ostentar un cargo de este tipo. En Brasil, Bertha Lutz fundó en 1922 la "Federación brasileña para el progreso femenino" y en 1929 la Universidad de la Mujer. En 1910 se reunió en Buenos Aires el primer Congreso Femenino Internacional con más de doscientas mujeres del Cono Sur. Fue el Uruguay el primer país sudamericano en aprobar el sufragio femenino. En 1932 Getulio Vargas concedió por decreto el derecho de voto a las mujeres, y es bueno recordar a la Profesora Antonieta de Barros, la primera y única mujer negra que, en el Estado de Santa Catarina, llegó a ser miembro de la Asamblea Legislativa. El sufragio femenino aprobado en Argentina en 1947 y dos años más tarde la igualdad jurídica de los cónyuges y la patria potestad compartida fueron conquistas de las que Eva Perón fue protagonista principal.

Mujer extraordinaria es Eva Perón. La vida difícil de la joven María Eva Duarte da un giro decisivo cuando inicia una relación sentimental con Juan Domingo Perón, entonces Secretario de Trabajo y Previsión Social de la República Argentina, uniéndose después en matrimonio. Son los tiempos de un vasto proceso de industrialización por sustitución de importaciones en toda América Latina, que provoca masivas migraciones de los campos a la ciudad. Es la irrupción hacia las periferias ciudadanas de los "cabecitas negras" que el General Perón incorpora en clase obrera, sindicaliza y promueve sus derechos laborales y sociales. Son los "descamisados" que Evita tanto amó. La presencia política de Eva comienza a tomar fuerza durante la campaña de Perón antes de la victoria electoral de 1946. Su primer discurso lo dio en el Luna Park ante una convención de mujeres obreras para proclamar la fórmula presidencial. Pasional y rebelde, incluso hasta el exceso, siempre junto a su marido, Evita — tal como el pueblo la bautizó — descolló en un espacio público dominado por lo masculino. Organizó la rama femenina del Partido peronista, se vinculó fuertemente con los sindicatos e incluyó a los sectores populares como protagonistas de las políticas públicas. Eva Perón desplegó toda su energía en la Fundación que llevó su nombre, caracterizada sobre todo por su presencia personal, inmediata, cercana, para la ayuda social a todos los necesitados. Muy amada por los pobres, falleció a los 33 años. Fue declarada por el Congreso Nacional como "Jefa Espiritual de la Nación". Luego del golpe militar que derrocó a su marido, su cuerpo embalsamado fue secuestrado y profanado y sólo devuelto a sus familiares en 1974.

Evita fue la primera mujer a ser candidata a una Vice-Presidencia en América Latina. Un signo muy claro de la creciente participación de la mujer en todos los ámbitos de la vida de las naciones puede advertirse por la más reciente presencia de las mujeres en los más altos cargos políticos de gobierno. Violeta Chamorro ocupó la presidencia de Nicaragua en 1990, Mireya Moscoso ganó las elecciones panameñas en 1999, Sila María Calderón fue electa gobernadora de Puerto Rico en 2001 y más recientemente hemos tenido las presidencias de Michelle Bachelet en Chile, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina y Dilma Roussef en Brasil.

Las "Madres de Mayo" y las "abuelas de Mayo" pueden bien representar a todas las mujeres que han luchado contra las dictaduras militares y, en estos casos, reclamando por sus hijos y nietos "desparecidos", víctimas de una política brutal de represión como terrorismo de Estado. Estela Carlotto es indestructible líder de las valientes abuelas de Mayo. Cabe recordar también a las hermanas Mirabal, conocidas como "las Mariposas", durante su intenso activismo contra la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, que fueron encontradas muertas en un barranco, uno de los peores crímenes del dictador, reconocidas después como símbolo de la opresión y violencia contra la mujer. El papa Francisco recuerda siempre con admiración y gratitud a Esther Ballestrino, paraguaya, refugiada en la Argentina huyendo de la dictadura de su país. En Buenos Aires Esther fue directora de un laboratorio donde llega a trabajar un muchacho de ascendencia italiana, Jorge Mario Bergoglio. Apasionada de la justicia, amiga de los débiles, simpatizante comunista, Esther sigue después batiéndose por la libertad contra la dictadura militar en Argentina. Logra obtener la condición de refugiada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas, pero la guerra sucia la afecta en sus afectos más queridos y termina ella misma como "desparecida". No podemos dejar de incluir también en este renglón a las "Damas de Blanco", que manifiestan públicamente en Cuba, con valentía, reclamando la liberación de familiares considerados injustamente en prisión. Durante el viaje del papa Francisco en Colombia hubo testimonios impresionantes de mujeres que sufrieron la muerte de muchos seres queridos en las largas décadas de violencia desencadenada en Colombia, sobre todo por causa de los movimientos guerrilleros y las formaciones paramilitares, y que, sin embargo, se han convertido en impresionantes constructoras de la paz, no en los vértices de negociaciones políticas, sino en una sorprendente capacidad de misericordia, hecha de perdón y dramáticas reconciliaciones.

Entre los grandes progresos de las últimas décadas se destaca un acceso mucho más relevante de las mujeres al mercado laboral, aunque subsiste hasta ahora un mayor desempleo que el masculino, las mujeres ocupan los trabajos de baja productividad y con más bajas remuneraciones, son la gran mayoría en el trabajo llamado "informal" que abunda en América Latina y que roza la mendicidad, llenando las calles de "ambulantes", escondiendo formas duras de explotación como frecuentemente sufren las que aún hoy son consideradas como "sirvientas", mientras se da la devaluación pública de la importancia de la mujer como jefa del hogar, trabajadora doméstica y educadora de los hijos, sustituta de muchas carencias de los servicios del Estado. Las mujeres son las que cargan con la realidad y consecuencias más penosas de la pobreza e indigencia entre los latinoamericanos. Me gusta citar a la mexicana Marta Sánchez Soler, presidenta del Movimiento Migratorio Mesoamericano, que cada año lidera la caravana de madres de migrantes desaparecidos en ruta hacia Estados Unidos, acompañando a mujeres de Guatemala, Nicaragua, Honduras y El Salvador que recorren México con las fotografías de sus hijos a cuestas, buscando sus rastros perdidos; y también a las "Patronas", mujeres sencillas de ambientes populares que salen al encuentro de las necesidades de los migrantes en las condiciones terribles del tren conocido como "La Bestia".

Más importantes progresos se han dado en el acceso de las mujeres a la educación, que es muy igualitario en los países latinoamericanos y que es incluso superior en la educación secundaria y terciaria, aunque se dan todavía algunas excepciones en áreas con alta proporción indígena. Por eso, no es de extrañar que grandes personalidades femeninas se destaquen en los más diversos ámbitos profesionales y científicos. Me gusta señalar así a Eulalia Guzmán, la primera arqueóloga mexicana, responsable de la recolección de gran cantidad de informaciones acerca del México prehispánico, a Evelyn Miralles, venezolana que lidera desde hace más de 20 años el programa de realidad virtual de la Agencia Espacial Estadounidense y a Sandra Díaz, la reconocida bióloga de la Universidad Nacional de Córdoba que fue miembro del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático que recibió el Premio Nóbel de la Paz en el año 2007. ¡Pero el elenco y el reconocimiento tendría que ser mucho más extenso!

En las creaciones artísticas es en donde aún más se han ido expresando en modo muy significativo los mundos "interiores" de la mujer latinoamericana y su testimonio público en medio de tales transformaciones. El dolor y la angustia de las mujeres de su época, en una tonalidad introspectiva entre el drama, la audacia y el erotismo, se expresaron en la poetisa argentina Alfonsina Storni. ¡Y cómo no citar a Gabriela Mistral, poetiza y educadora, diplomática y activa feminista chilena, que fue la primera mujer latinoamericano que recibió en 1945 el Premio Nóbel de Literatura! Si en ella está todavía tan presente la tradición cristiana, décadas después la deriva de la secularización, la descristianización, se advierte en las novelas de Isabel Allende.

Merecen ser citadas también algunas grandes cantoras populares que lo han hecho desde las entrañas de la tradición y del ethos cultural de nuestros pueblos, como la chilena Violeta Parra y la argentina Mercedes Sosa.
Una mujer que anticipa una transformación cultural en América Latina es la mexicana Frida Kahlo, pintora surrealista, compañera sentimental del muralista Diego de Rivera, ambos de militancia comunista, artista admirada por Pablo Picasso, Vasili Kandinski y André Bréton, la primera en exponer su pintura en el Museo del Louvre, cuya obra tuvo gran auge justo después de su muerte a partir de la década del 70. Frida Kahlo marca una pauta cultural por su vida bohemia, poco convencional, transgresiva, la de una liberación femenina que pretende ser liberada no sólo de todo prejuicio o convención sino también de toda norma antropológica y ética, de todo vínculo. De pronto Frida se convirtió en un ícono que impidió separar a la mujer del mito, por su carga de enfermedades y padecimientos, por la crudeza, ternura y talento con la que exorcizó sus demonios a través del arte, por la sexualidad exótica representada en sus múltiples auto-retratos, por las anécdotas de su bisexualidad, por la independencia que mostraba en la tormentosa y apasionada relación con Diego Rivera, por esa mezcla sincrética de cosmopolitismo y de representación de tradiciones indígenas y exvotos cristianos, por su sinceridad descarnada y constante rebeldía. No hay en Frida el mero reflejo del hedonismo libertino de las sociedades del consumo, sino una experiencia de densidad humana atravesada, en medio de sus contradicciones, por los misterios del dolor y el amor; ella, confesa atea, que se consideraba "olvidada de la manopla de Dios". Lo expresa bien aquella poesía a las mujeres que intitula: "Mereces un amor": "Mereces un amor que te quiera despeinada, con todo y las razones que te levantan de prisa, con todo y los demonios que no te dejan dormir. Mereces un amor que te haga sentir segura, que pueda comerse al mundo si camina de tu mano, que sienta que tus abrazos van perfectos con su piel. Mereces un amor que quiera bailar contigo, que visite el paraíso cada vez que te mira a los ojos, y que no se aburra nunca de leer tus expresiones. Mereces un amor que te escuche cuando cantas, que te apoye en tus ridículos, que respete que eres libre, que te acompañe en tu vuelo, que no le asuste caer. Mereces un amor que se lleve las mentiras, que te traiga la ilusión, el café y las poesías". Frida no encontró respuestas a sus padecimientos y a su búsqueda de un amor que le llenara la vida; por eso, fue de un individualismo desenfrenado y anárquico.

La profunda crisis de la sociedad machista y patriarcal, por más que muy resistente como se advierte dramáticamente en la tan difundida violencia sobre las mujeres —incluso de feminicidios, como denunció el papa Francisco en Perú — y en altos porcentajes de embarazos de adolescentes, pone en primer plano la dignidad de la mujer y su libertad en el amor personal. Pero en la historia la ambigüedad es inevitable, cada virtud trae consigo un nuevo tipo de desviación. Ese mismo bien del amor personal, pero desligado de su relación con la "generación", considerada la maternidad como fardo y jaula contra la "promoción de la mujer", se vuelve cara de un nuevo hedonismo, penetración de las pautas de la sociedad del consumo que esconden el nihilismo que impregna sus formas dominantes. Podría escoger al respecto los nombres de no pocas activistas contemporáneas en los países latinoamericanos, que luchan por los así llamados "derechos sexuales y reproductivos", por una "maternidad libre y voluntaria", por la total permisividad del aborto, incluso como derecho. ¡Impresionante estrategia de los grandes poderes mundiales que se apoderan de las más que legítimas reivindicaciones de la mujer para transmutarlas en instrumentos de devastaciones de pueblos y culturas! Son liberaciones contra la libertad. Se vuelve una liberación contra la vida. La reivindicación de la persona sola se trasmuta en apología del crimen del aborto, en el que los varones son corresponsables por irresponsabilidad e incluso muchas veces primeros culpables por constricción de las mujeres. Es lógico que el amor puramente personal, sólo referido a la instintividad inmediata del deseo, se trasmuta también en la exaltación de todo tipo de experiencia sexual. Así opera el "colonialismo cultural" denunciado por el papa Francisco, que encuentra un muro de contención en la muchedumbre de mujeres que a lo largo de nuestra historia han sido y siguen siendo "madres coraje", porque por lo general solas y en condiciones muy difíciles de jefas del hogar, han cuidado a su prole, con la fuerza del amor, el gozo de la maternidad, una gratuidad que carga con muchos sacrificios y una esperanza a toda prueba. Son las custodias de la vida, de la sabiduría y de la fe de nuestros pueblos. La necesidad de reconstruir el tejido familiar y social de los pueblos latinoamericanos requiere, como testimonio y fuerza fecunda e irradiante, la relación entre varón y mujer en matrimonios que sorprendan y atraigan por vivir la belleza del amor que está como cantada en himno evangélico en la Exhortación apostólica "Amoris Laetitia" del papa Francisco.

Haber pretendido seleccionar los nombres de algunas mujeres en nuestra historia, aunque sólo para apreciar tendencias culturales, termina dejando como el sabor de una grave injusticia para los millones y millones de mujeres anónimas que no aparecen ni en libros ni en periódicos, que no tienen ninguna publicidad. Sin ellas no se hubiera transmitido la fe y todo su "ethos" de humanidad; sin ellas se hubiera disgregado aún más el tejido familiar y social de nuestros pueblos, empobreciéndose radicalmente; sin ellas hubiera predominado incluso mucho más la dialéctica de la enemistad y la violencia sobre la cultura del encuentro y la amistad social en la convivencia de nuestras naciones. En su reciente viaje apostólico, el papa Francisco exclamaba para el Perú, pero lo podemos y debemos alargar para toda América Latina: "¿Qué sería el Perú sin las madres y las abuelas? ¿Qué sería nuestra vida sin ellas? (...) fuerzas motrices de la vida".

Termino evocando dos mujeres excepcionales. No me detengo especialmente sobre ellas porque me temo que algunos de Ustedes, en forma equivocada, consideren esta mención como excesivamente subjetiva. Por eso, sólo evoco sus nombres: uno es el de Susana, mi madre, y otro es el de Lídice, mi esposa.

© Librería Editorial Vaticano

 

 

16/03/2018-20:36
Redacción

Gestación subrogada o madres de alquiler: ¿a quién beneficia?

(ZENIT — 16 marzo 2018).- El debate sobre la gestación subrogada (término eufemístico que pretende maquillar la realidad de la mujer que se ofrece a gestar a cambio de dinero) está servido en el ámbito político y social.

Los grandes defensores de la legalización de los "úteros de alquiler" son los grupos LGTBI, en contra de determinados movimientos feministas que la combaten abiertamente -por considerarla una violación de la dignidad de la mujer- y los grupos defensores de la familia, que lo califican como un atentado contra ésta, la unidad del matrimonio, la maternidad, la mujer y el propio hijo.

Pero parece que el empuje de los grupos LGTBI y la ideología de género que los sustenta, está pudiendo contra todos en la pretensión de la legalización de esta práctica, con la aquiescencia de algunos partidos políticos. Por cierto, la pretendida legalización de esta forma de gestación solo en caso de que no medie pago económico, es ingenua e irreal. En países donde se ha propuesto esta opción, la práctica ausencia de mujeres que acepten gestar altruistamente sigue desplazando a los demandantes hacia países en los que la legalización sí conlleva el pago del "servicio".

La evidencia científica ha establecido bien la trascendencia de la relación materno-fetal en la evolución y el desarrollo del feto y en el establecimiento de vínculos de apego entre madre e hijo que serán decisivos en su desarrollo postnatal.

La concepción del embarazo como si se tratara de una mera "incubación" biológica, un proceso de nutrición aséptico, sin más vínculos entre madre e hijo que el desarrollo biológico, supone un grave error científico y antropológico, que deshumaniza a la mujer y a su hijo, devaluando la dignidad que ambos poseen como seres humanos.

Gestar, renunciando a sabiendas a la maternidad posterior, es antinatural. Además es nefasto para la mujer que gesta, que en muchos casos cambia de opinión tras la gestación reclamando la maternidad del hijo nacido. Pero es también un atentado a la dignidad del hijo, que tiene derecho a un padre y una madre, que desea conocer, y que le deben cuidados y cariño.

Y no lo decimos nosotros, lo ha dicho el Pleno del Parlamento Europeo el 30 de noviembre de 2015 en el "Informe Anual sobre los Derechos Humanos y la Democracia en el mundo 2014" y la política de la Unión Europea en la materia, en el que se declara: " Condenamos la práctica de la maternidad de alquiler, puesto que atenta contra la dignidad humana de la mujer desde su cuerpo y sus funciones reproductivas, puesto que se utiliza como una mercancía. Consideran que la práctica de la subrogación gestacional que implica la explotación de reproducción y el uso del cuerpo humano con fines de lucro o de otro tipo, en particular en el caso de las mujeres vulnerables en los países en desarrollo, estará prohibida y tratado como una cuestión de urgencia en los instrumentos de derechos humanos."

Si parece perjudicar a tantos ¿a quién beneficia, como para soportar tanta presión hacia su legalización? Pues fundamentalmente a los que consideran la paternidad y maternidad como un derecho, en beneficio personal, supeditando los demás derechos de los afectados a la consecución de sus pretensiones. Entre estos se encuentran varones y mujeres, que sin pareja, reclaman la paternidad y maternidad, parejas heterosexuales con problemas de esterilidad o simplemente de hedonismo, que les hace evitar las "molestias" de un embarazo, y parejas homosexuales o en las que uno de los miembros es transexual, cuyas relaciones sexuales son estériles por naturaleza.

Pero parecen ser éstos últimos (representados por los colectivos LGTBI) los protagonistas de la presión ideológica y mediática en pos de su legalización, muy sensibles al deseo de paternidad y maternidad, y muy beligerantes en su defensa, pero no tanto respecto a las consecuencias de su decisión sobre la mujer y su hijo. La primera, porque que mercantiliza su cuerpo, y fractura su persona por la escisión que supone gestar a un hijo al que se ha decidido abandonar, debiendo contradecir el impulso de donación e intimidad que naturalmente se establece entre una madre y su hijo. El segundo porque sufre indefenso una decisión que le priva del derecho a conocer y ser cuidado y querido por la madre que le gestó, y a ser gestado por ser amado.

No todo el que esgrime en sus demandas el derecho a la libertad, la defiende realmente. No parece que pagar a una mujer para geste y renuncie al hijo que pare, por dinero, suponga un avance importante en la conquista de sus libertades. Ni contribuimos al respeto de los derechos del niño, cuya madre gestante lo "vendió" a otra persona. Y esto es lo más grave, porque se trata del derecho a ser querido por lo que es en sí mismo, por quien lo ha engendrado, gestado, parido y criado, que lo debería haber hecho porque lo ama, porque vale y merece cuidado de persona; y no tanto como objeto de satisfacción de pretendidos derechos de paternidad y maternidad que deben ser conseguidos a toda costa, desgraciadamente a costa de mujeres pobres y niños indefensos.

*Ver Estatuto Biológico Embrión Humano.

 

 

16/03/2018-09:44
Isabel Orellana Vilches

Beato Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno, 17 de marzo

«Apóstol de la caridad y de la misericordia. En un entramado de espurios intereses este fundador de las Mercedarias de la Caridad fue denostado por sus propias hijas. En soledad, lleno de virtudes, entregó su alma a Dios»

«Curar todas las llagas, remediar todos los males, calmar todos los pesares, desterrar todas las necesidades, enjugar todas las lágrimas, no dejar, si posible fuera en todo el mundo, un solo ser abandonado, afligido, desamparado, sin educación religiosa y sin recursos». ¿Hay algo más hermoso que estos propósitos cimentados en la suprema excelencia de la caridad, mandamiento esencial otorgado por Cristo? Fueron los que animaron la vida de este beato que nunca se cansó de prodigar a manos llenas todo el bien que concibió, postrado ante el Redentor y custodiado por la Virgen de la Merced. Su lema era: «todo para bien de la humanidad, en Dios, por Dios y para Dios».

Nació en Granada, España, el 11 de octubre de 1831. Su raigambre cristiana estaba fuertemente asentada por la fe que profesaban sus padres Antonio y Josefa, ciudadanos estimados y de gran relevancia en la capital. Ello, y la cuidada educación que recibió, fue determinante para su vocación sacerdotal. Su padre, reputado médico y catedrático de la universidad, era un hombre sensible que no pasaba por alto las necesidades ajenas. Siempre que estuvo en su mano atenderlas actuó generosamente. Imbuido de tantos valores, Juan destacó entre los compañeros de clase por su aplicación al estudio y ejemplar comportamiento. Y cuando se hallaba en el frontispicio de un futuro halagüeño, pudiendo adquirir la notoriedad que le permitían sus muchas cualidades personales junto al estatus social familiar que disfrutaba, conquistando escalas circundadas por el éxito, optó por entregarse a Cristo.

Ingresó en el seminario en 1850 y en el transcurso de esos años de formación se hicieron patentes sus magníficas dotes de oratoria. Casi doscientos sermones recogidos por él dan cuenta de la fecundidad de su palabra que brotaba de su oración. No era un simple predicador, sino un confesor de la fe; por eso llegaba a calar en el corazón de tantas personas. En estos valiosísimos escritos queda patente su inclinación a los débiles desamparados y aquéllos cuya existencia discurría por un continuo valle de lágrimas por los motivos que fuesen.

Fue ordenado sacerdote en 1855. A los pocos días perdió a su madre víctima del cólera. Abrazado a la cruz inició su trayectoria pastoral, que compaginó con la docencia en el colegio de San Bartolomé y Santiago. Entre tanto, proseguía sus estudios que culminaron con la obtención del doctorado en teología, la licenciatura en derecho civil y canónico, y un bachillerato en filosofía y letras. Esta formidable preparación le capacitó para asumir la cátedra de psicología, lógica y ética del Instituto de Granada, al tiempo que se hacía cargo de las parroquias de Huétor Santillán y de Loja. Además, ejerció como predicador numerario de la reina Isabel II, fue sacerdote castrense, formador de seminaristas, arcipreste y examinador sinodal en Granada, Jaén y Orihuela. Su finura humana y espiritual, el talante humilde, misericordioso, paciente, afable, lleno de dulzura, y su manifiesta ternura hacia los demás, suscitó gran estima hacia su persona.

En 1869 fue destinado a la diócesis de Málaga como vicario general, canónigo de la catedral y visitador de religiosas. La Providencia guió sus pasos y le puso al frente de la casa de la misericordia de Santa María Magdalena y San Carlos. Para un espíritu tan sensible como el suyo, consternado por las necesidades y el sufrimiento ajeno, la oportunidad de hallarse inmerso en ese colectivo de desfavorecidos no hizo más que acrecentar la aspiración de servirles, que formaba parte de su manera de ser. Contemplaba afligido y lleno de piedad a las jóvenes descarriadas que anhelaban modificar el rumbo de su desdichada existencia. En 1872 murió su padre. Y en 1878 impulsó la fundación de las Hermanas Mercedarias de la Caridad asociada a la Orden mercedaria. Esta obra sería su cruz y su gloria.

Las primeras religiosas tomaron el hábito en Granada en la primavera de ese año, trasladándose a continuación a Málaga. En medio de tenebrosos y espurios intereses, esos que impulsa el maligno, cinco de las nueve primeras integrantes de este movimiento eclesial quedaron seducidas por la oferta de un sacerdote, Diego Aparicio, que había estado al lado de Juan al inicio de la fundación, y le abandonaron. Optaron por regresar a Granada junto al presbítero para volver a poner en marcha allí la Orden. Con el corazón afligido e incontenible emoción, el beato manifestó: «Con dos que haya, la obra sigue; no se desanimen, Dios proveerá... ». Fijada la sede de Granada como origen de la casa general y noviciado en 1880, a todas quedó claro, porque así lo dijo su fundador, que sus objetivos habrían de ser: «ejercer todas las obras de misericordia espiritual y corporal en la persona de los pobres... ».
Después de un primer periodo de fecunda andadura se desencadenaron graves acontecimientos. En 1888 Juan fue ignominiosamente acusado por una de sus hijas. La creyeron y él fue destituido de su misión al frente de la congregación. Los arzobispos de Granada y de Sevilla, provincia de la que procedía la hostigadora, emprendieron una labor de esclarecimiento de los hechos que discurrió de forma confusa, con el desacuerdo de las religiosas de ambas ciudades. Además, se mezclaron otras ambiciones respecto a la Orden instigadas por varios eclesiásticos, con lo cual el padre Zegrí se entrevistó en Roma con León XIII. Se rehabilitó su imagen y se le permitió retomar sus funciones. Pero no fue bien recibido por el arzobispo de Granada ni por las religiosas. En julio de 1896 les dirigió una carta haciendo notar su inocencia. No logró llegar a sus entrañas. En 1901 conoció la aprobación de la obra que tantos sufrimientos le había causado. Pero murió a causa de una pertinaz diabetes, y lo hizo solo, completamente abandonado, el 17 de marzo de 1905. Dos décadas más tarde sus hijas repararon su error. Él contempló desde el cielo ese gesto. Juan Pablo II lo beatificó el 9 de noviembre de 2003.