Servicio diario - 29 de marzo de 2019


 

Vaticano: “Indicaciones muy específicas” en los tres nuevos documentos del Papa
Rosa Die Alcolea

Vaticano: Tres documentos firmados por el Papa sobre la protección de menores
Rosa Die Alcolea

’24 horas para el Señor’: “Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro”
Rosa Die Alcolea

El Papa reza en Santa María la Mayor antes de partir hacia Marruecos
Deborah Castellano Lubov

Tribunal del Foro Interno: El Papa advierte de que el foro es “cosa sagradaˮ y “no puede salir al exteriorˮ
Rosa Die Alcolea

Padre Raniero Cantalamessa: “In te ipsum redi” (“Entra dentro de ti”)
Raniero Cantalamessa

Mons. Fernando Chica: Cuidar de la casa común significa “poder sufrir con la tierra, emplearse en ella”
Redacción

San Pedro Regalado, 30 de marzo
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

29/03/2019-13:07
Rosa Die Alcolea

Vaticano: "Indicaciones muy específicas" en los tres nuevos documentos del Papa

(ZENIT — 29 marzo 2019).- El pasaje de Francisco es claro e inequívoco: "La protección de los menores y de las personas vulnerables es parte integrante del mensaje evangélico que la Iglesia y todos sus miembros están llamados a difundir en todo el mundo", asegura Andrea Tornielli, en el marco de la publicación de tres nuevos documentos firmados por el Santo Padre.

Este 29 de marzo de 2019, la Santa Sede ha dado a conocer el motu proprio sobre la protección de los menores y de las personas vulnerables, la nueva ley para el Estado de la Ciudad del Vaticano extendida también a la Curia romana, y las orientaciones pastorales, tres documentos firmados por el Papa Francisco.

El director editorial del Dicasterio para la Comunicación, Andrea Tornielli, señala que se tratan de "leyes, normas e indicaciones muy específicas", en primer lugar, para los destinatarios: "en realidad se refieren sólo al Estado Vaticano, donde un gran número de sacerdotes y religiosos trabajan, pero hay muy pocos niños".

"Aunque fueron concebidos y escritos para una realidad única en el mundo, en la que la máxima autoridad religiosa es también soberana y legisladora, estos tres documentos contienen indicaciones ejemplares que tienen en cuenta los parámetros internacionales más avanzados", señala el periodista italiano.

Próximamente se publicará el vademecum antiabuso para la Iglesia universal, como se anunció a finales de la cumbre de febrero, elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y la creación de mecanismos para ayudar a las diócesis que carecen de personal cualificado para tratar estos casos.

 

Deber de denunciar los abusos

En el motu proprio, Francisco expresa su deseo, entre los cuales "que todos sean conscientes del deber de denunciar los abusos a las autoridades competentes y de cooperar con ellas en las actividades de prevención y de lucha", afirmando así un principio significativo.

El "hecho de que el Papa decidiera firmar personalmente" también la Ley CCXCVII y las Directrices —textos que en sí mismos podrían haber sido promulgados respectivamente por la Comisión para el Estado y por el Vicario de la Ciudad del Vaticano— "indica el valor que estas normas pretenden dar", apunta Tornielli.

 

Adultos vulnerables

En el primero de los tres documentos, la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio del Sumo Pontífice Francisco sobre protección de los menores y de las personas vulnerables figura en el primer artículo la una definición precisa y amplia de la categoría de "adultos vulnerables" tratados como menores: "Es vulnerable toda persona en estado de enfermedad, deficiencia física o mental o privación de la libertad personal que, de hecho, incluso ocasionalmente, limite la capacidad de comprender o de querer o de resistirse a quien le ofende".

 

Innovaciones más significativas

Según expone Andrea Tornielli, la primera novedad en estos documentos en relación a la protección de menores y personas vulnerables se refiere al hecho de que, a partir de ahora todos los delitos relacionados con el abuso de menores, no sólo los de carácter sexual, sino también, por ejemplo, el maltrato, serán "perseguibles de oficio", es decir, incluso en ausencia de un informe de oficio.

La segunda actualización es la introducción de una prescripción de 20 años que comienza "en caso de delito a un menor, a partir de los 18 años". Vale la pena recordar que aquí no estamos hablando de leyes canónicas, sino de leyes penales del Estado de la Ciudad del Vaticano, donde nunca se ha adoptado el Código Rocco promulgado en Italia durante el período fascista, el Código Penal de Zanardelli sigue siendo de aplicación, que para estos delitos preveía prescripciones que nunca llegaron más allá de cuatro años después de la comisión del delito en sí, ha descrito el director editorial del Vaticano.

 

Sanción por no denunciar

Otra novedad importante se refiere a la obligación de denunciar y sancionar al funcionario público que no denuncie ante la autoridad judicial vaticana los abusos de los que haya tenido conocimiento, sin perjuicio del sello sacramental, que es el secreto inviolable de la confesión. Esto significa que todos aquellos que, en el Estado y por extensión en la Curia Romana, pero también entre el personal diplomático al servicio de las nunciaturas, desempeñen el papel de funcionarios públicos (más del 90% de las personas que trabajan en el Vaticano o para la Santa Sede) serán sancionados en caso de no denunciar.

 

Servicio de acompañamiento a las víctimas

Otra innovación importante es la creación por el Governatorato, dentro de la Dirección de Salud e Higiene del Vaticano, de un servicio de acompañamiento para las víctimas de abusos, que será coordinado por un experto cualificado. Por lo tanto, las víctimas tendrán a alguien a quien recurrir en busca de ayuda, para recibir asistencia médica y psicológica, para que conozcan sus derechos y sepan cómo hacerlos respetar. Novedad también en lo que respecta a la selección y reclutamiento de personal del Governatorato y la Curia Romana: se debe determinar la idoneidad del candidato para interactuar con menores.

Finalmente, las Directrices Pastorales para el Vicariato de la Ciudad del Vaticano. Pueden aparecer como un documento breve en comparación con textos similares de algunas Conferencias Episcopales, pero hay que recordar que sólo hay dos parroquias en el Vaticano y que sólo viven unas pocas docenas de menores, detalla Tornielli.

 

Orientaciones para sacerdotes, diáconos y educadores

Las Orientaciones se dirigen a los sacerdotes, diáconos y educadores del Preseminario San Pío X, a los cánones, párrocos y coadjutores de las dos parroquias, a los religiosos y religiosas que residen en el Vaticano, así como a "todos aquellos que trabajan en cualquier cargo, individual o asociado, dentro de la comunidad eclesial del Vicariato de la Ciudad del Vaticano".

Se especifica, por ejemplo, que estas personas deben "ser siempre visibles para los demás cuando estén en presencia de menores", que está estrictamente prohibido "establecer una relación preferencial con un solo menor, dirigirse a un menor de forma ofensiva o adoptar conductas inapropiadas o sexualmente alusivas, pedir a un menor que guarde un secreto, fotografiar o filmar a un menor de edad sin el consentimiento escrito de sus padres". Y mucho más.

 

Vicario de la Ciudad del Vaticano

El Vicario de la Ciudad del Vaticano tiene ahora la obligación de informar al Promotor de Justicia de cualquier noticia de abuso que "no sea manifiestamente infundada", retirando cautelosamente de las actividades pastorales al presunto autor del abuso. Cualquiera que sea encontrado culpable de abuso será "destituido de su cargo" en el Vaticano. Si es un sacerdote, entonces todas las normas canónicas ya en vigor toman el relevo.

 

 

 

29/03/2019-12:09
Rosa Die Alcolea

Vaticano: Tres documentos firmados por el Papa sobre la protección de menores

(ZENIT — 29 marzo 2019).- La Santa Sede ha hecho públicos tres documentos firmados por el Santo Padre con relación a la protección de menores y personas vulnerables en el Vaticano: La ley sobre la protección de menores en el Estado de la Ciudad del Vaticano, el Motu proprio que extiende las normas a la Curia Romana y las líneas guía para el Vicariato de la Ciudad del Vaticano.

Esta mañana, 29 de marzo de 2019, el director ad interim de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, Alessandro Gisotti, ha declarado que son documentos de "gran importancia" que "responden a la exigencia de pasos concretos manifestada por el Pueblo de Dios en el enfrentar la plaga de los abusos a menores".

La publicación de estos 3 documentos se trata del "primer paso importante" como consecuencia del encuentro de las Conferencias Episcopales, ya anunciado el pasado 24 de febrero de 2019. Los tres textos se dan a conocer a un mes de la conclusión del encuentro sobre la Protección de los Menores en el Vaticano, convocado y "deseado fuertemente" por el Papa Francisco, que tuvo lugar del 21 al 24 de febrero de 2019 en el Vaticano.

Significativamente, los tres documentos —la ley sobre la protección de menores en el Estado de la Ciudad del Vaticano, el Motu proprio que extiende las normas a la Curia Romana y las líneas guía para el Vicariato de la Ciudad del Vaticano— han sido firmados por el Santo Padre. "Estos actos refuerzan la protección de menores a través de la potenciación del cuadro normativo".

Gracias a estas normas que conciernen al Estado de la Ciudad del Vaticano y la Curia Romana, el Santo Padre desea que "madure en todos la conciencia que la Iglesia deba ser cada vez más una casa segura para los niños y las personas vulnerables", ha concluido la declaración de Gisotti.

 

 

 

29/03/2019-18:09
Rosa Die Alcolea

'24 horas para el Señor': "Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro"

(ZENIT — 29 marzo 2019).- "El mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande", asegura el Papa Francisco. "Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres".

El Santo Padre ha presidido esta tarde, viernes, 29 de marzo de 2019, la liturgia penitencial en la Basílica Vaticana, con la asamblea de fieles, a las 17 horas, y ha sido el primero el confesarse a la vista de todos, inaugurando una jornada en la que el Sacramento del Perdón estará al alcance de todos. Tras él, numerosos fieles se han acercado a los confesionarios de la Basílica a confesarse con otros sacerdotes.

La liturgia penitencial ha dado comienzo a la iniciativa cuaresmal de oración y reconciliación "24 horas para el Señor", que tendrá lugar en la Basílica de San Pedro hasta mañana, sábado, 30 de marzo de 2019 así como en otras parroquias italianas y del mundo, al menos una iglesia de cada diócesis permanecerá abierta para los fieles, donde podrán dedicar "24 horas para el Señor".

 

"Jesús se queda"

La homilía que ha ofrecido el Santo Padre ha seguido como hilo conductor el comentario de San Agustín al pasaje del Evangelio de la mujer adúltera "Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia". Así, Francisco ha relatado: "Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda".

El Papa ha invitado a los fieles a confiar en el poder curativo del perdón: "Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo", ha alentado el Papa desde la Basílica de San Pedro esta tarde.

"Con Jesús —ha comentado— misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana". Así, ha llegado el momento de dar "no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera".

A continuación, ofrecemos la homilía completa del Papa Francisco en "24 horas para el Señor".

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Homilía del Papa Francisco

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In lo. Ev. trad. 33,5). Así encuadra san Agustín el final del Evangelio que hemos escuchado recientemente. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8). No sabemos qué escribió, y quizás no es lo más importante: el Evangelio resalta el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31,18), tal como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31,33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Co 3,3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía impedir, pero no eliminar.

Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Solo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho por medio del profeta Isaías: «Realizo algo nuevo» (is 43,18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica cada vez que se pasa por el confesionario. Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No lo reconocéis?» (is 43,18). Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: "Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez". Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. Sin embargo, nos puede asaltar una duda: "no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados". Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas. Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivimos hoy en la confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

 

© Librería Editorial Vaticano

 

 

 

29/03/2019-18:30
Deborah Castellano Lubov

El Papa reza en Santa María la Mayor antes de partir hacia Marruecos

(ZENIT — 29 marzo 2019).- Francisco visita la basílica mariana de Roma para pedir la protección de María por su 28a visita apostólica en el extranjero y su tercera visita a África.

El viernes 29 de marzo, el Papa Francisco visitó la Basílica de Santa María la Mayor para orar por el éxito de su 28a Visita apostólica en el extranjero al país de África del Norte de Marruecos, del 30 al 31 de marzo de 2019, informó el Director 'ad interim' de la Santa Ver Oficina de Prensa, Alessandro Gisotti, en su Twitter.

El Santo Padre casi siempre visita la basílica mariana de Roma para orar por la protección e intercesión de María antes y después de sus viajes papales.

Según la Oficina de Prensa de la Santa Sede, el Papa rezó ante la antigua imagen de María, Salus Populi Romani, e invocó la protección de la Virgen María en sus viajes y en las personas que visitará en el país durante el fin de semana.

 

Traducción de Ana Paula Morales

 

 

 

29/03/2019-13:52
Rosa Die Alcolea

Tribunal del Foro Interno: El Papa advierte de que el foro es cosa sagradaˮ y no puede salir al exteriorˮ

(ZENIT — 29 marzo 2019).- El Papa Francisco ha advertido que el foro interno del Tribunal de la Penitenciaría Apostólica es "foro interno y no puede salir al exterior, ha puntualizado. "Me he dado cuenta de que en algunos grupos de la Iglesia, los encargados, los superiores, mezclan las dos cosas y sacan del foro interno cosas para las decisiones externas y viceversa. Por favor, ¡esto es un pecado!".

Así lo ha expresado el Santo Padre en la audiencia a los participantes en el XXX Curso sobre el Foro Interno promovido por el Tribunal de la Penitenciaría Apostólica, que ha tenido lugar a las 11:15 horas, en el Aula Pablo VI. El curso tiene lugar en Roma, en el Palacio de la Cancillería, del 25 al 29 de marzo de 2019.

"Es un pecado contra la dignidad de la persona que se fía del sacerdote, que pone de manifiesto su realidad para pedir perdón, y luego esto se utiliza para arreglar las cosas de un grupo o un movimiento, tal vez —no lo sé, invento- , tal vez incluso de una nueva congregación, no lo sé. Pero el foro interno es el foro interno. Es una cosa sagrada", ha aclarado el Papa, revelando que este aspecto le "preocupa".

En este contexto, el Pontífice ha hablado de la importancia del "ministerio de misericordia": Que "justifica, requiere y casi siempre nos impone una formación adecuada", para que el encuentro con los fieles que piden el perdón de Dios sea siempre un verdadero encuentro de salvación, en el cual "el abrazo del Señor se perciba en toda su fuerza, capaz de cambiar, convertir, sanar y perdonar.

Durante la audiencia el Papa ha pronunciado el discurso que reproducimos a continuación:

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Discurso del Santo Padre

Queridos hermanos, buenos días:

Os doy la bienvenida en este tiempo de Cuaresma, con motivo del Curso sobre el Foro Interno, que este año ha alcanzado su trigésima edición.

Y me gustaría agregar, fuera del texto, una palabra sobre el término "foro interno". No es una tontería ¡es algo serio! El foro interno es foro interno y no puede salir al exterior-. Y lo digo porque me he dado cuenta de que en algunos grupos de la Iglesia, los encargados, los superiores, -digamos así- mezclan las dos cosas y sacan del foro interno cosas para las decisiones externas y viceversa. Por favor, ¡esto es un pecado! Es un pecado contra la dignidad de la persona que se fía del sacerdote, que pone de manifiesto su realidad para pedir perdón, y luego esto se utiliza para arreglar las cosas de un grupo o un movimiento, tal vez —no lo sé, invento- , tal vez incluso de una nueva congregación, no lo sé. Pero el foro interno es el foro interno. Es una cosa sagrada. Quería decir esto porque me preocupa.

Dirijo un cordial saludo al cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Con él saludo a toda la familia de la Penitenciaría Apostólica.

La importancia del "ministerio de misericordia" justifica, requiere y casi siempre nos impone una formación adecuada, para que el encuentro con los fieles que piden el perdón de Dios sea siempre un verdadero encuentro de salvación, en el cual el abrazo del Señor se perciba en toda su fuerza, capaz de cambiar, convertir, sanar y perdonar.

Treinta años de experiencia de vuestro Curso sobre el Foro Interno sacramental no son muchos en comparación con la larga historia de la Iglesia y la antigüedad de la Penitenciaría Apostólica, que es el Tribunal más antiguo al servicio del Papa: ¡un tribunal de la misericordia! Y me gusta mucho que sea así.

Sin embargo, treinta años, en esta época nuestra, que corre con tanta velocidad, es un tiempo suficientemente largo para poder hacer reflexiones y balances. Además, el elevado número de participantes —¡más de setecientos este año! — El cardenal ha dicho que ha tenido que cerrar la inscripción por motivos logísticos. Parece una broma que no haya sitio en el Vaticano. ¡Parece una broma! indica cuán aguda es la necesidad de formación y seguridad, con respecto a materias tan importantes para la vida de la Iglesia y el cumplimiento de la misión que el Señor Jesús le encomendó.

Si muchos sostienen que la Confesión, y con ella el sentido del pecado, están en crisis, y no podemos dejar de reconocer una cierta dificultad del hombre contemporáneo al respecto, esta numerosa participación de sacerdotes, recién ordenados y a punto de serlo, testimonia el interés permanente en trabajar juntos para enfrentar y superar la crisis, ante todo con las "armas de la fe", y ofreciendo un servicio cada vez más calificado y capaz de manifestar realmente la belleza de la Misericordia divina.

Jesús vino a salvarnos, revelándonos el rostro misericordioso de Dios y acercándonos a Él con su sacrificio de amor. De ahí que siempre debamos recordar que el Sacramento de la Reconciliación es un verdadero y propio camino de santificación; es la señal efectiva que Jesús dejó a la Iglesia para que la puerta de la casa del Padre estuviera siempre abierta y para que así fuera siempre posible el regreso de los hombres a Él.

La confesión sacramental es el camino de la santificación tanto para el penitente como para el confesor. Y vosotros, queridos jóvenes confesores, lo experimentaréis pronto.

Para el penitente es claramente un camino de santificación, porque, como se subrayó repetidamente durante el reciente Jubileo de la Misericordia, la absolución sacramental, celebrada válidamente, restablece la inocencia bautismal, la comunión plena con Dios. Esa comunión que Dios nunca interrumpe con el hombre, pero de la que el hombre a veces escapa al usar mal el estupendo don de la libertad.

Para el encuentro con los sacerdotes de mi diócesis, este año han elegido como lema "Reconciliación, hermana del Bautismo". El sacramento de la Penitencia es "hermano" del Bautismo. Para nosotros, sacerdotes, el cuarto sacramento es camino de la santificación ante todo cuando, humildemente, como todos los pecadores, nos arrodillamos ante el confesor e imploramos para nosotros mismos la divina Misericordia. Recordemos siempre — y esto nos ayudará mucho- antes de ir al confesionario que primero somos pecadores perdonados y, solo después, ministros del perdón.

Además, -y este es uno de los muchos dones que el amor de predilección de Cristo nos reserva-, como confesores, tenemos el privilegio de contemplar constantemente los "milagros" de las conversiones. Siempre debemos reconocer la poderosa acción de la gracia, que es capaz de transformar el corazón de piedra en corazón de carne (ver Eze 11,19), de transforma a un pecador que huyó lejos en un hijo arrepentido que regresa a la casa de su padre (ver Lc 15, 11-32).

Por esa razón, la Penitenciaría, con este Curso en el Foro interno, ofrece un importante servicio eclesial, favoreciendo la formación necesaria para una celebración correcta y eficaz del sacramento de la Reconciliación, presupuesto indispensable para que sea fructuoso. Y esto porque cada Confesión es siempre un paso nuevo y definitivo hacia una santificación más perfecta; un abrazo tierno, lleno de misericordia, que contribuye a dilatar el Reino de Dios, Reino de amor, de verdad y de paz.

La Reconciliación, en sí misma, es un bien que la sabiduría de la Iglesia ha salvaguardado siempre con toda su fuerza moral y jurídica con el sello sacramental. Aunque este hecho no sea siempre entendido por la mentalidad moderna, es indispensable para la santidad del sacramento y para la libertad de conciencia del penitente, que debe estar seguro, en cualquier momento, de que el coloquio sacramental permanecerá en el secreto del confesionario, entre su conciencia que se abre a la gracia y Dios, con la mediación necesaria del sacerdote. El sello sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción, ni puede reclamarla, sobre él.

Queridos jóvenes sacerdotes, futuros sacerdotes y queridos penitenciarios, os exhorto a escuchar siempre con gran generosidad las confesiones de los fieles, -hace falta paciencia, pero siempre con el corazón abierto, con espíritu de padre- os exhorto a recorrer con ellos el camino de la santificación que es el sacramento, a contemplar los "milagros" de la conversión que la gracia obra en el secreto del confesionario, milagros de los que solo vosotros y los ángeles seréis testigos. Y que os santifiquéis sobre todo vosotros, en el ejercicio humilde y fiel del ministerio de la Reconciliación.

¡Gracias por vuestro servicio!

Y acordaos siempre de rezar también por mí.

Gracias.

 

© Librería Editorial Vaticano

 

 

 

29/03/2019-18:23
Raniero Cantalamessa

Padre Raniero Cantalamessa: "In te ipsum redi" ("Entra dentro de ti")

(ZENIT — 29 marzo 2019).- Esta viernes, 29 de marzo de 2019, a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater, el Predicador de la Casa Pontificia, el Reverendo Padre. Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino, ha pronunciado el tercer sermón de Cuaresma.

El tema de las meditaciones de Cuaresma es el siguiente: "In te ipsum redi" (Entra dentro de ti, San Agustín).

Los próximos sermones se pronunciarán los viernes 5 y 12 de abril.

***

 

La idolatría, antítesis del Dios viviente

Cada mañana, al despertar, experimentamos algo singular, a lo cual no hacemos caso casi nunca. Durante la noche, las cosas en torno a nosotros existían, eran como las habíamos dejado la noche anterior: la cama, la ventana, la habitación. Quizás fuera ya brilla el sol, pero no lo vemos porque tenemos los ojos cerrados y las cortinas cerradas. Sólo ahora, al despertar, las cosas empiezan o vuelven a existir para mí, porque tomo conciencia de ello, me doy cuenta de ellas. Antes era como si no existieran.

Sucede lo mismo con Dios. Él está siempre; «en él vivimos, nos movemos y existimos», decía Pablo a los atenienses (Hch 17,28); pero normalmente esto sucede como en el sueño, sin que nos demos cuenta. Es necesario, también para el espíritu un despertar, un sobresalto de conciencia. Por eso, la Escritura nos exhorta a menudo a levantarnos del sueño: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). «¡Ya es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).

 

La idolatría antigua y nueva

El Dios «vivo» de la Biblia está así definido para distinguirlo de los ídolos que son cosas muertas. Es la batalla que une a todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Basta con abrir casi por casualidad una página de los profetas o de los salmos para encontrar allí los signos de esta épica lucha en defensa del Dios único de Israel. La idolatría es exactamente la antítesis del Dios vivo. De los ídolos, un salmo dice:

Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas.
Tienen boca, y no hablan,
tienen ojos, y no ven,
tienen orejas, y no oyen,
tienen nariz, y no huelen,
tienen manos, y no tocan,
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta (Sal 114,3-7).

Del contraste con los ídolos, el Dios vivo aparece como un Dios que «obra lo que quiere», que habla, que ve, que huele, ¡un Dios «que respira»! El aliento de Dios también tiene un nombre en la Escritura: se llama la Ruah Jahwe, el Espíritu de Dios.

La batalla contra la idolatría lamentablemente no terminó con el fin del paganismo histórico; está siempre en acción. Los ídolos han cambiado de nombre, pero están más presentes que nunca. También dentro de cada uno de nosotros, veremos, hay uno que es el más temible de todos. Vale la pena por eso detenernos una vez sobre este problema, como problema actual, y no sólo del pasado.

Quien hizo de la idolatría el análisis más lúcido y más profundo es el Apóstol Pablo. Por él nos dejamos conducir al descubrimiento del «becerro de oro» que anida dentro de cada uno de nosotros. Al comienzo de la carta a los Romanos leemos estas palabras:

«La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia. Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables, pues, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rom 1,18-21).

En la mente de aquellos que han estudiado teología, estas palabras están vinculadas casi exclusivamente a la tesis de la cognoscibilidad natural de la existencia de Dios a partir de las criaturas. Por eso, una vez resuelto este problema, o después de que ha dejado de ser actual como en el pasado, sucede que muy raramente estas palabras son recordadas y valoradas. Pero lo de la cognoscibilidad natural de Dios es, en el contexto, un problema totalmente marginal. Las palabras del Apóstol tienen mucho más que decirnos; contienen uno de esos «truenos de Dios» capaces de partir incluso los cedros del Líbano.

El Apóstol está atento a demostrar cuál es la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de él; en otras palabras, desde donde parte el proceso de la redención. Él no parte desde cero, de la naturaleza, sino desde bajo cero, del pecado. Todos han pecado, nadie está excluido. El Apóstol divide el mundo en dos categorías: griegos y judíos, es decir, paganos y creyentes, y comienza su requisitoria precisamente por el pecado de los paganos. Identifica el pecado fundamental del mundo pagano en la impiedad y en la injusticia. Dice que es un atentado a la verdad; no a esta o a aquella verdad, sino a la verdad originaria de todas las cosas.

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, es identificado en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, el Apóstol lo explica enseguida, diciendo que consiste en el rechazo de «glorificar» y «dar gracias a Dios». En otras palabras, rechazar reconocer a Dios como Dios, al no tributarle la consideración que le es debida. Consiste, podríamos decir, en «ignorar» a Dios, donde, sin embargo, ignorar no significa tanto «no saber que existe», cuanto «hacer como si no existiera».

En el Antiguo Testamento oímos a Moisés que clama al pueblo: «¡Reconoced que Dios es Dios!» (cf. Dt 7,9) y un salmista recoge dicho grito, diciendo: «¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos ha hecho y somos suyos!» (Sal 100,3). Reducido a su núcleo germinativo, el pecado es negar ese «reconocimiento»; es el intento, por parte de la criatura, de anular la infinita diferencia cualitativa que existe entre la criatura y el Creador, negándose a depender de él. Dicho rechazo ha tomado cuerpo, concretamente, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom 1,25). Los paganos, prosigue el Apóstol, «alardeando de sabios, resultaron ser necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes del hombre mortal, de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22-23).

El Apóstol no quiere decir que todos los paganos, indistintamente, hayan vividos subjetivamente en este tipo de pecado (más adelante hablará de paganos que se hacen queridos a Dios siguiendo la ley de Dios escrita en sus corazones, cf. Rom 2,14s); solo quiere decir cuál es la situación objetiva del hombre ante Dios tras el pecado. El hombre, creado «recto» (en sentido físico de erguido y en lo moral de justo), con el pecado se ha hecho «curvo», es decir, replegado sobre sí mismo, y «perverso», es decir orientado hacia sí mismo, en lugar de hacia Dios.

En la idolatría, el hombre no «acepta» a Dios, sino que se hace un dios. Las partes aparecen invertidas: el hombre se convierte en el alfarero, y Dios la vasija que él modela a su antojo (cf. Rom 9,20ss). Hay en todo ello una referencia, al menos implícita, al relato de la creación (cf. Gén 1,26-27). Allí se dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; aquí se dice que el hombre ha cambiado por Dios la imagen y la figura de hombre corruptible. En otras palabras, Dios hizo al hombre a su imagen, ahora el hombre hace a Dios a su imagen. Puesto que el hombre es violento, he aquí que hará de la violencia un dios, Marte; puesto que es lujurioso, hará de la lujuria una diosa, Venus, y así sucesivamente. Hace de Dios la proyección de sí mismo.

 

«¡Tú eres ese hombre!»

Sería fácil demostrar que ésta es también la situación en la que, por cierto lado, nos hemos encontrado, en occidente, desde el punto de vista religioso y del que ha comenzado el ateísmo moderno con la célebre máxima de Feuerbach: «No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre quien crea a Dios a su imagen». ¡En cierto sentido hay que admitir que esta afirmación es verdadera! Sí, dios es realmente un producto de la mente humana. Sin embargo, el problema es saber de qué dios se trata. Ciertamente no del Dios vivo de la Biblia, sino sólo de un sucedáneo suyo.

Imaginemos que hoy un desequilibrado la toma a martillazos con la estatua del David, de Miguel Ángel, que se encuentra al aire libre, delante del Palazzo della Signoria en Florencia, y luego se pone a gritar con aire de triunfo: «¡He destruido el David de Miguel Ángel! ¡Ya no existe el David! ¡Ya no existe el David!» No sabe, pobre iluso, que era sólo una imitación, una copia para turistas con prisa, porque el verdadero David de Miguel Ángel, tras un atentado de este tipo ocurrido en el pasado, fue retirado de la circulación y puesto a salvo en la Galería de la Academia. Es lo que le sucedió a Nietzsche cuando, por boca de un personaje suyo, proclamó: «¡Hemos matado a Dios!» [1]. No se daba cuenta de que no había matado al verdadero Dios, sino una copia de «escayola».

Basta una simple observación para convencerse de que el ateísmo moderno no ha tenido que ver con el Dios de la fe cristiana, sino con una idea deformada de él. Si se hubiera mantenido viva en teología la idea del Dios Uno y Trino (en lugar de hablar de un vago «Ser supremo»), no habría sido tan fácil para Feuerbach hacer triunfar su tesis de que Dios es una proyección que el hombre hace de sí mismo y de la propia esencia. ¿Qué necesidad tendría el hombre de desdoblarse en tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo? Es el vago deísmo lo que es derribado por el ateísmo moderno, no la fe en Dios uno y trino.

Pero pasemos a otra cosa. Nosotros no estamos aquí para refutar el ateísmo moderno o para un curso de teología pastoral; estamos aquí para hacer un camino de conversión personal. ¿Qué parte tenemos nosotros —entiendo ahora «nosotros» en el sentido de nosotros que estamos aquí, nosotros los creyentes—, en la tremenda requisitoria de la Biblia contra la idolatría? Según lo dicho hasta aquí, parecería, en efecto, que nosotros tenemos, más que otra cosa, un papel de acusadores. Pero escuchemos bien lo que sigue en la Carta de Pablo a los Romanos. Después de haber arrancado la máscara del rostro del mundo, en ella el Apóstol arranca la máscara también por nuestro rostro y veamos cómo.

«Por ello, tú que te eriges en juez, sea quien seas, no tienes excusa, pues, al juzgar aotro, a ti mismo te condenas, porque haces las mismas cosas, tú que juzgas. Sabemos que el juicio de Dios contra los que hacen estas cosas es según verdad. ¿Piensas acaso, tú que juzgas a los que hacen estas cosas pero actúas del mismo modo, que vas a escapar del juicio divino?» (Rom 2,1-3).

La Biblia narra esta historia. El rey David había cometido un adulterio; para cubrirlo había hecho morir en la guerra al marido de la mujer, de modo que, en ese punto, tomarla como mujer podía parecer incluso un acto de generosidad por parte del rey, respecto del soldado muerto luchando por él. Una verdadera cadena de pecados. Se acercó entonces a él el profeta Natán, enviado por Dios, y le contó una parábola (pero el rey no sabía que era una parábola). Había —dijo—, en la ciudad, un hombre rico que tenía rebaños de ovejas y había también un pobrecillo que tenía una sola oveja muy querida para él, de la cual obtenía su sustento y que dormía con él. Llegó al rico un huésped y él, conservando sus ovejas, tomó para sí la ovejita del pobre y la hizo matar por preparar la mesa al huésped. Al oír esta historia, la ira de David se desencadenó contra ese hombre y dijo: «¡Quien ha hecho esto merece la muerte!» Entonces Natán, abandonando de golpe la parábola y apuntando con el dedo hacia él, dijo a David: «¡Tú eres ese hombre!» (cf. 2 Sam 12,1ss).

Es lo que hace con nosotros el Apóstol Pablo. Después de habernos arrastrado detrás de sí en una justa indignación y horror por la impiedad del mundo, pasando por el capítulo primero al capítulo segundo de su Carta, como si se dirigiera de golpe hacia nosotros, nos repite: «¡Tú eres ese hombre!». La reaparición, en este punto, del término «inexcusable» (anapologetos), usado anteriormente para los paganos, no deja dudas sobre las intenciones de Pablo. Mientras juzgabas a los demás —viene a decir—, tú te condenabas a ti mismo. El horror que has concebido por la idolatría es hora de dirigirlo contra ti.

El «juez», a lo largo del capítulo segundo, se revela que es el judío que aquí, sin embargo, es tomado, más que otra cosa, como tipo. «Judío» es el no-griego, el no-pagano (cf. Rom 2,9-10); es el hombre piadoso y creyente que, firme en sus principios y en posesión de una moral revelada, juzga al resto del mundo y, juzgando, se siente seguro. «Judío» es, en este sentido, cada uno de nosotros. Orígenes decía incluso que, en la Iglesia, con quienes se las toma estas palabras del Apóstol son los obispos, presbíteros y diáconos, es decir, los guías, los maestros [2].

Pablo ha experimentado él mismo este shock, cuando, como fariseo, se hizo cristiano, y por eso puede hablar ahora con tanta seguridad y señalar a los creyentes el camino para salir del fariseísmo. Él desenmascara la ilusión extraña y frecuente de las personas piadosas y religiosas de considerarse al abrigo de la cólera de Dios, sólo porque tienen una clara idea del bien y del mal, conocen la ley y, si fuera necesario, la saben aplicar a los demás, mientras que, en cuanto a sí mismos, piensan que el privilegio de estar del lado de Dios o, de todos modos, la «bondad» y la «paciencia» de Dios, que conocen bien, harán una excepción para ellos.

Imaginemos esta escena. Un padre está reprochando a uno de sus hijos por alguna transgresión; otro hijo, que ha cometido la misma culpa, creyendo ganarse la simpatía del padre y escapar al reproche, se pone a gritar también él, en voz alta, el hermano, mientras que el padre se esperaba otra cosa, es decir, que, oyendo que reprochar al hermano y viendo su bondad y paciencia hacia él, él corriera a arrojarse a los pies, confesando que él también era reo de la misma culpa y prometiéndole enmendarse.

«¿O es que desprecias el tesoro de su bondad, tolerancia y paciencia, al no reconocer que la bondad de Dios te lleva a la conversión? Con tu corazón duro e impenitente te estás acumulando cólera para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,4-5).

¡Qué terremoto el día que te das cuenta de que la palabra de Dios está hablando de este modo precisamente a ti y que ese «tú» eres tú! Ocurre como cuando un jurista está concentrado en analizar una famosa sentencia de condena emitida en el pasado y que sentó jurisprudencia cuando, de repente, observando mejor, se da cuenta de que esa sentencia se aplica también a él y está todavía en pleno vigor: cambia de golpe el estado de ánimo y el corazón deja de estar seguro de sí mismo. Aquí la palabra de Dios está comprometida en un auténtico tour de force; debe revertirse la situación de aquel que la está tratando. Aquí no hay escapatoria: hay que «colapsar» y decir como David: «¡He pecado!» (2 Sam 12,13), ose produce un endurecimiento ulterior del corazón y se refuerza la impenitencia. De la escucha de esta palabra de Pablo se sale o convertidos o endurecidos.

Pero, ¿cuál es la acusación específica que el Apóstol dirige contra los «piadosos»? La de hacer —dice— «las mismas cosas» que juzgan en los demás. ¿En qué sentido «las mismas cosas»? ¿En el sentido de materialmente las mismas? También esto (cf. Rom 2,21-24); pero sobre todo las mismas cosas, en cuanto a la sustancia, que es la maldad y la idolatría. El Apóstol lo destaca mejor durante el resto de su Carta, cuando denuncia la pretensión de salvarse con las propias obras y así hacer de sí mismos los acreedores y de Dios, el deudor. Si tú, viene a decir, observas la ley y haces todo tipo de buenas obras, pero para afirmar tu justicia, te pones a ti mismo en el lugar de Dios. Pablo no hace más que repetir con otras palabras lo que Jesús, en el Evangelio, había tratado de decir con la parábola del fariseo y del publicano en el templo y en otros infinitos modos.

Aplicamos el todo a nosotros cristianos, puesto que, como decíamos, el objetivo de Pablo no son tanto los judíos como pueblo, cuanto el hombre religioso en general y, en el caso específico, los llamados «judeo-cristianos». Hay una idolatría escondida que insidia al hombre religioso. Si idolatría es «adorar la obra de sus manos» (cf. Is 2,8; Os 14,4), si idolatría es «poner la criatura en lugar del Creador», yo soy idolatra cuando pongo la criatura —mi criatura, la obra de mis manos— en lugar del Creador. Mi criatura puede ser la casa o la iglesia que construyo, la familia que creo, el hijo que he traído al mundo (¡cuántas mamás, también cristianas, sin darse cuenta, hacen de su hijo, especialmente si es único, su Dios!); puede ser el instituto religioso que he fundado, el cargo que desempeño, el trabajo que realizo, la escuela que dirijo, para mí que os hablo esta misma charla que estoy dando.

En el fondo de toda idolatría está la autolatría, el culto de sí, el amor propio, el ponerse a sí mismo en el centro y en el primer puesto en el universo, sometiendo todo a él. Basta que aprendamos a escucharnos mientras hablamos para descubrir cómo se llama nuestro ídolo, pues, como dice Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca » (Mt 12,34). Nos daremos cuenta de cuántas frases nuestras comienzan con la palabra «yo».

El resultado es siempre la impiedad, el no glorificar a Dios, sino siempre y sólo a sí mismos, el hacer servir el bien, también el servicio que prestamos a Dios —itambién Dios!—, al propio éxito y a la propia afirmación personal. Muchos árboles de tronco alto tienen raíz fusiforme, una raíz madre que desciende perpendicularmente bajo el tronco y hace que la planta esté firme e inquebrantable. Mientras no se pone el hacha en esa raíz, se pueden cortar todas las raíces laterales, pero el árbol no cae. Ese lugar es muy estrecho, no hay lugar para dos: o está mi yo, o está Cristo.

Quizás, entrando en mí mismo, estoy dispuesto, en este momento, a reconocer la verdad, es decir, que hasta ahora he vivido «para mí mismo», que también estoy implicado en el misterio de la impiedad. El Espíritu Santo me ha «convencido de pecado». Comienza para mí el milagro siempre nuevo de la conversión. Si el pecado, como nos explicó Agustín, consistió en un repliegue sobre sí mismos, la conversión más radical consiste en «enderezarnos» y re-dirigirnos a Dios. No podemos hacerlo en el transcurso de una predicación, o de una Cuaresma; pero podemos al menos tomar la decisión seria de hacerlo, y es ya en cierto modo, para Dios, como haberlo hecho.

Si me alineo con todo mí yo en la parte de Dios, contra mi «yo», me hago su aliado; somos dos en luchar contra el mismo enemigo y la victoria está asegurada. Nuestro yo, como un pez sacado fuera de su agua, puede deslizarse aún y menearse un poco, pero está destinado a morir. Pero no es un morir, sino un nacer. «Quien quiere salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará» (Mt 16,25). En la medida en que muere el hombre viejo, nace en nosotros «el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). El hombre o la mujer que todos secretamente queremos ser.

Dios nos ayude a realizar cada vez más la verdadera empresa de la vida que es nuestra conversión.

 

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

 

[1] F. Nietzsche, La gaia ciencia, n. 125.

[2] Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, 2,2: PG 14,873.

 

 

 

29/03/2019-13:29
Redacción

Mons. Fernando Chica: Cuidar de la casa común significa "poder sufrir con la tierra, emplearse en ella"

(ZENIT — 29 marzo 2019).- El Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), FIDA (Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola) y PAM (Programa Mundial de Alimentos), Mons. Fernando Chica Arellano intervino ayer, 28 de marzo de 2019, en el Seminario de Estudios Los Pueblos indígenas, custodios de la naturaleza: la encíclica Laudato Si' del Papa Francisco y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que ha tenido lugar en la sede de la FAO en Roma.

En su discurso Mons. Chica Arellano subrayó que cuidar de la casa común significa poder sufrir con la tierra, emplearse en ella, saber escuchar el "clamor" que el Santo Padre describe con tanta lucidez en su encíclica Laudato Si, y citó al respecto las palabras del Papa en el IV Foro de las Poblaciones Indígenas, convocado por el FIDA, que tuvo lugar en Roma el pasado mes de febrero. "Los pueblos indígenas son un grito viviente a favor de la esperanza. Ellos nos recuerdan que los seres humanos tenemos una responsabilidad compartida en el cuidado de la "casa común"... Nos recuerdan que los seres humanos tenemos una responsabilidad compartida en el cuidado de la "casa común" [...]. La tierra sufre y los pueblos originarios saben del diálogo con la tierra, saben lo que es escuchar la tierra, ver la tierra, tocar la tierra. Saben el arte del bien vivir en armonía con la tierra".

"Sin embargo -prosiguió- hay que reconocer que el extraordinario patrimonio cultural y espiritual de muchos pueblos indígenas corre el riesgo de ser barrido por una especie de colonización económica e ideológica que a menudo está envuelta en perspectivas de desarrollo y que las cualidades distintas y diferentes de las comunidades multiculturales se ven amenazadas por la uniformidad y la estandarización de la cultura y el comercio, que son la consecuencia lógica del proceso de globalización...Es costumbre relacionar el término tradición con algo antiguo e inmutable que solo puede imitarse y reproducirse, pero no lo es. El patrimonio cultural es un proceso de producción permanente que puede crear valores solo cuando se actualiza continuamente y se contextualiza a la realidad del tiempo".

También destacó el prelado el valor de la conservación "que permite el mantenimiento de la diversidad biológica en el sistema agrícola, convirtiéndose así en un valor agregado para la comunidad" y se refirió a las consecuencias dramáticas que podría tener para la biodiversidad el cultivo de plantas que garantizasen más ingresos, pero que llevarían aparejado el abandono de variedades clásicas. De hecho "los informes de las Naciones Unidas y el estudio de las inversiones en el campo de la investigación y el desarrollo revelan el drama de la búsqueda de intereses comerciales por parte de algunas grandes empresas transnacionales en aquellas áreas del planeta donde viven las comunidades indígenas: una actitud a menudo sin escrúpulos, que además de degradar el medio ambiente obliga a los pueblos indígenas, especialmente a los jóvenes, a migrar, desarraigándose de sus tierras y, por lo tanto, de sus orígenes... Y, de hecho, lo que sucede a menudo es que muchos pueblos indígenas, desarraigados desde sus orígenes, se encuentran en situaciones de pobreza y vulnerabilidad, convirtiéndose así en un descarte de la sociedad, es decir, en aquellas personas que no podemos y no debemos dejar atrás, si queremos lograr los objetivos de la Agenda 2030".

En la estructuración de las actividades económicas que involucran a los pueblos indígenas, por lo tanto, es esencial "hacer que prevalezca el derecho al consentimiento previo e informado, según lo previsto en el art. 32 de la Declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas... En algunos casos, la protección de los conocimientos tradicionales tiene como objetivo prevenir la "biopiratería" y garantizar la división de ventajas". Por ejemplo "en la Organización Mundial de Comercio, varios países en desarrollo han propuesto, dentro del Acuerdo sobre Aspectos Comerciales de los Derechos de Propiedad Intelectual (ADPIC)...la inclusión de una disposición que establece la imposibilidad de garantizar la protección de aquellas patentes que sean incompatibles con la disposición contenida en el artículo 15 del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) (...) que requiere una evaluación previa para acceder a los recursos y una división de ganancias con los proveedores de materias primas".

"La Iglesia Católica, por su parte, -enfatizó el Observador Permanente- presta especial atención a estos pueblos a menudo olvidados y sin la perspectiva de un futuro pacífico, y para identificar nuevas vías de evangelización, el Santo Padre ha convocado una Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la región Pan- amazónica que se celebrará en octubre de este año" y representará... "una ocasión espléndida para relanzar una mayor presencia eclesial, que responde a todo lo que es específico de esta región a partir de los valores del Evangelio. También será una oportunidad fructífera para identificar nuevas formas de hacer crecer el rostro amazónico de la Iglesia y también para responder a situaciones de injusticia en la región".

"En este sentido —concluyó- no puedo olvidar las palabras del cardenal Claudio Hummes, que se refirió a la necesidad de caminar hacia una Iglesia con rostro indígena, que es "una iglesia que expresa plenamente la fe en su cultura, en su propia identidad".

 

 

 

29/03/2019-09:31
Isabel Orellana Vilches

San Pedro Regalado, 30 de marzo

«Flor de la reforma franciscana. Fue discípulo aventajado de Pedro de Villacreces. Pasó su vida consumido en oración y sacrificios, sosteniendo el rigor de la Regla que había heredado. Hizo muchos milagros»

Pedro Regalado y de la Costanilla nació en Valladolid, España, hacia 1390. Perdió a su padre siendo muy pequeño. Su madre lo llevaba temprano al convento de San Francisco donde actuaba como monaguillo, por lo que fácilmente se estableció un vínculo entrañable con los religiosos a los que acompañaba en la santa misa, despertando en él una temprana vocación. A los 13 años ingresó en el convento.

Era jovencísimo cuando le impusieron el hábito. Los muros de los claustros albergaban a personas sin escrúpulos ni vocación. Se habían recluido en esos recintos con variadas y distintas intenciones, lo cual se evidenciaba en una falta de espíritu religioso. A nada de ello fue ajeno el momento histórico que propició numerosos arribismos de esta naturaleza. En esa época, el venerable fray Pedro de Villacreces, egregio maestro en teología por las universidades de París, Toulouse y Salamanca, estaba dispuesto a actuar para renovar la vida monástica que se había impregnado de muchas sombras proyectadas en ella al margen de la consagración. Con este objetivo, el obispo de Osma le autorizó a fundar por tierras burgalesas.

En 1404 llegó a Valladolid. Procedía de las cuevas de Arlanza y del eremitorio de La Salceda donde se hallaba buscando seguidores para secundarle en tan delicada misión. Cuando Pedro Regalado lo conoció a sus 14 años, entró en inmediata sintonía con él. La diferencia de edad —el fraile superaba los 60—, nunca fue un muro entre ambos; todo lo contrario. Y es que los dos compartían el anhelo de conquistar la santidad, y ante este altísimo fin nada se interpone. Entonces fray Pedro ya era considerado santo por muchos, y fue instructor del joven que aprendió a estimar junto al fraile el cumplimiento de la observancia franciscana.

Unidos partieron rumbo a La Aguilera, lugar colindante a Aranda de Duero, para fundar un convento. Con sumo gozo, y sin temor a la austeridad porque buscaba la gloria de Dios con todas sus fuerzas, se abrazó el muchacho al rigor de la regla. Y no era baladí. De las veinticuatro horas que tiene el día, diez estaban destinadas a la oración comunitaria y personal, trabajo y limosna. Éste era, en esencia, el plan cotidiano. El bondadoso fraile se ocupó de formar a Pedro Regalado para el sacerdocio. Éste celebró su primera misa en la ermita del convento en 1412.

De algún modo era su credencial para realizar el apostolado en la cuenca media del Duero. Su virtud, percibida en palabras y gestos, era bendecida con hechos prodigiosos por los que fue reconocido como «el santo del Duero». Nadie quedaba indiferente ante sus dotes taumatúrgicas. Fray Pedro de Villacreces podía respirar tranquilo; Dios había bendecido a la Orden con un gran santo. Durante once años cumplió con alegría las humildes misiones que le encomendaron. Ofrecía limosnas a los pobres que llegaban al convento, trabajó en la cocina como ayudante, y fue sacristán, entre otras.

En 1415 cuando fray Pedro fundó El Abrojo en la provincia de Valladolid, su discípulo estaba tan bien formado y había dado tales muestras de virtud que no dudó en elegirlo maestro de novicios. Y como tal prosiguió su vida de intensísima mortificación y penitencia. Recorría el entorno como un consumado predicador. Con su sencillez y ardor apostólico arrebataba numerosas conversiones. Todos acudían a él con el corazón contrito y la certeza de que saldrían plenamente renovados después de mostrarle las huellas de sus heridas.

Nada tiene de particular que en octubre de 1422, cuando se produjo la muerte de Villacreces, tras el capítulo de Peñafiel los religiosos de las dos casas fundadas por él pensaran en Pedro Regalado para que siguiera al frente de todos como prelado o vicario. Y no se equivocaron. La reforma se extendió como un floreciente rosario de nuevas fundaciones, conocidas como «las siete de la fama».

Pedro, con su inflamada devoción por la Eucaristía, la Pasión de Cristo y María, hilvanaba las jornadas consumiéndose en oración y sacrificios, sosteniendo el rigor de la regla que había heredado. Toda disciplina cabía en su acontecer. Los habitantes del lugar sabían de su severo ascetismo. Veían su escuálida figura perfilada sobre el cerro del Águila, rebosante de austeridades, portando los símbolos del Redentor: cruz, corona de espinas y soga, mientras realizaba el Via Crucis.

Los milagros se sucedían, como también los favores celestiales que recibía. Uno de ellos, quizá el más renombrado, alude a un 25 de marzo, festividad de la Anunciación; estuvo vinculado a su amor por María. Fue Ella quien debió colmar el anhelo del santo de poder postrarse ante su imagen en la iglesia de La Aguilera mientras rezaba maitines. El lugar distaba unos ochenta km. del Abrojo. Pero los ángeles hicieron posible este sueño de Pedro trasladándole en un santiamén al templo, mientras una estrella que simbolizaba a la Virgen los conducía. Devuelto del mismo modo al convento, una vez hubo cumplido su anhelo, todo se produjo en tan brevísimo espacio de tiempo que ninguno de sus hermanos llegó a percatarse de su ausencia, ignorando lo concerniente a este hecho prodigioso.

En 1456 Pedro viajó a San Antonio de Fresneda, cerca de Belorado, y se reunió con un religioso antiguo compañero suyo que se hallaba enfermo. También él regresó al Abrojo debilitado. Ante la cercanía de su muerte, se trasladó a La Aguilera y el 30 de marzo de ese año entregó su alma a Dios. Cuando en el estío de 1493 la reina Isabel la Católica visitó el convento, se dirigió a las damas de su séquito y aludiendo a la tumba de Pedro, dijo: «Pisad despacio, que debajo de estas losas descansan los huesos de un santo». Fue beatificado por Inocencio XI el 17 de agosto de 1683. Benedicto XIV lo canonizó el 29 de junio de 1746. Es el Patrón de Valladolid.